viernes, 6 de mayo de 2016

volver al futuro



Durante la charla que ofreció en el Salón Dorado del Teatro Colón el martes pasado, Brian Ferneyhough comparó la música con una máquina del tiempo: no sólo por la relación que toda obra mantiene con la temporalidad (la obra es, ella misma, tiempo, Schopenhauer dixit), sino también por el hecho de que una obra, siempre escuchada en tiempo presente, nos llega desde un pasado que está, a su vez, cargado de sus propios recuerdos. "Escribí mi tercer cuarteto en 1986, y esos treinta años que nos separan de él son hoy parte de la obra", dijo (o algo así, estoy citando de memoria). Pero hay más: en la medida en que las obras utilizan procedimientos que cargan en sí varios siglos de historia, cada obra se dispara en múltiples direcciones: un simple canon es ya, por el sólo hecho de ser un canon, un viaje al pasado. Toda tradición sería, así, una máquina del tiempo.

Pocas oportunidades mejores que la de la presentación del Cuarteto Arditti y la soprano Claron McFadden en el Teatro Colón para comprobar la teoría de Ferneyhough: en primer lugar se escucharon los cuartetos Tercero y Cuarto del compositor británico, mientras que la segunda parte estuvo dedicada al Segundo cuarteto de Arnold Schönberg. La relación entre la obra de Schönberg y el Cuarto cuarteto de Ferneyhough es explícita: una está construida sobre el modelo de la otra. La incorporación de la voz humana en ambas obras (versos de Pound reelaborados por Jackson Mac Low en un caso, dos poemas de Stefan George en el otro) es la característica común más evidente, pero el propio Ferneyhough aludió durante su conferencia a la enorme deuda que su obra mantiene con la de Schönberg.

En el notable El caso Schönberg. Nacimiento de la vanguardia musical, Esteban Buch reconstruye el estreno del Segundo cuarteto de Schönberg, un concierto realizado el 21 de diciembre de 1908 en la sala Bösendorfer de Viena y que terminó en escándalo (preanuncio del Skadalkonzert de 1913). El programa estaba integrado, además, por la Rapsodia para cuarteto con piano, op. 37 de Paul Juon y por el Cuarteto "de las arpas", op. 74 de Beethoven. Los organizadores del concierto incluyeron entre las notas del programa una reproducción de la crítica con la que había sido recibido, en 1811, el estreno de la obra de Beethoven: "inútil revoltijo de desapacibles resonancias", "escasa coherencia melódica", "oscura confusión", todo lo cual anunciaba, para la audiencia del siglo XIX, nada menos que la muerte de la música. Como apunta Buch: "En la Viena de 1908, el recordatorio del artículo de 1811 tenía una significación evidente: descalificar de antemano las críticas hostiles que el op. 10 [de Schönberg] no dejaría de provocar".

La máquina del tiempo, entonces: en el concierto del Cuarteto Arditti en el Colón el martes pasado, la pieza de Schönberg ocupaba el lugar que, hace casi un siglo, ocupaba el lugar de Beethoven cuando la obra "nueva" era la de Schönberg. Nosotros escuchamos la obra nueva y escuchamos luego esa otra con la que, a un siglo de distancia, la primera dialoga. "Siento aire de otros planetas" cantaba Claron McFadden en el final del Segundo cuarteto de Schönberg, y eso era exactamente lo que estaba ocurriendo. Como el resplandor de las estrellas distantes (también máquinas del tiempo, a su manera), el aire que llenaba la sala del Teatro Colón había sido puesto en movimiento a casi un siglo de distancia.


sábado, 23 de abril de 2016

"good night, sweet prince"



El mundo recordó hoy los 400 años de la muerte de Shakespeare, pero la cita de aquí arriba está dedicada a otra muerte, más reciente y, a su modo, no menos significativa. Pueden encontrarse reseñas acerca de la vida y obra de Prince en casi todo portal musical que se precie, así que la idea de dedicarle aquí unas líneas al "morocho de Minneapolis" (así lo presentaban en la radio cuando lo descubrí, a principios de los '90, mientras descubría tantas otras cosas al mismo tiempo) tiene más el tono de la catarsis que de la crítica. Para eso están los blogs, a fin de cuentas.

Y es que Prince fue una presencia constante en mi aprendizaje musical. Ya sonaba cuando yo todavía no sabía caminar y mi madre sintonizaba la radio, y acompañó (aunque retrospectivamente sería más apropiado decir que disparó) mi despertar hormonal cuando en los canales de música empezó a rotar el video de "Cream" y ese indeleble sanguchito con dos morochas que hoy se ven tan noventas y que entonces me parecían la representación más acabada (ejem) del deseo.

Lo que más aprecio de Prince, lo que hará que me siga acompañando probablemente hasta que ya no pueda escuchar música, es que era absolutamente imposible seguirle el ritmo. Quiero decir: ya era bastante difícil estar al día con cada nuevo disco que salía (de hecho, hay muchos discos que apenas pude escuchar una vez, y otros que todavía no escuché). Pero no era solamente un caso de sobreproductividad: incluso cuando conseguía un disco en el momento mismo de su lanzamiento, la mayoría de las veces me encontraba con un desafío, cuando no con un enigma. El caso más dramático fue cuando, todavía bajo los efectos de Diamonds and Pearls y el disco del símbolo impronunciable (creo que de ese disco llegué a conocer de memoria hasta los díalogos que servían de separadores) hicimos con mi hermana las gestiones necesarias para obtener una de las pocas copias del Black album que llegaron a Buenos Aires en 1994. No entendimos nada de nada. Por lo que a nosotros respectaba, las leyendas sobre las resonancias satánicas del disco podían ser ciertas. Al poco tiempo lo cambiamos, quién sabe por qué disco hoy justamente olvidado (el presupuesto de entonces alcanzaba para un disco al mes, y tener uno que no invitara a ser escuchado una y otra vez era un despilfarro).

Por esa época también me entretenía leyendo cómo en todas las listas de los mejores discos de todos los tiempos prácticamente no había artista que no eligiera Sign 'o' the times, que entonces me parecía razonablemente bueno, pero del que no alcanzaba a captar por qué eran tantos los que decían que les había cambiado la vida. Para mí, Prince era fundamentalmente el de "Cream", el de "Kiss", el de "Money don't matter tonight", el de "Purple rain", el de "Sexy motherfucker", el de "The Continental", el de "Little red Corvette". Y, al poco tiempo, el de "Pussy control", el de "Gold". Pasaron literalmente años (años de aprendizaje, de otras músicas, de otras experiencias) para descubrir todas esas facetas que en una primera aproximación a una obra como la de Prince pueden pasar desapercibidas. Pasaron literalmente años para que descubriera el mundo contenido en Sign 'o' the times, que ahora yo también incluiría en esa lista de indispensables.

Lo increíble de la música de Prince es que no sólo tuve que aprender a escuchar para descubrir los tesoros escondidos en su catálogo, sino que en gran medida fue precisamente su música el motor para ese aprendizaje. Cada uno tendrá seguramente sus momentos preferidos en sus cuarenta años de carrera: como guitarrista (su solo en "While my guitar gently weeps" en el tributo a Harrison, su versión incendiaria de "Whole lotta love" en Las Vegas), como nemesis de Michael Jackson hacia fines de los '80 y comienzos de los '90 (todavía hoy hay quién discute quién era Batman y quién el Guasón en esa batalla; para mi no hay dudas), como compositor de hits de otros ("Nothing compares 2U", "When you were mine"), como improbable sex symbol (¿alguien escuchó entero Hollywood Affair, con Kim Basinger?), como actor, director, productor o adaptador de la Odisea.

Por eso, si tuviera que elegir un único disco que representara lo que significa Prince para mi, elegiría Musicology. Lo conseguí apenas salió en 2004, cautivado por el tema homónimo, por la atmósfera a la vez retro y de vanguardia que era también la del video correspondiente. En estos días de duelo, junto con Sign 'o' the times, es el disco que más escucho y cada vez encuentro más cosas para seguir escuchándolo. Ya desde el título tiene una especie de impulso didáctico, de enciclopedia musical, como si en él estuviera resumida no sólo su carrera, sino la de toda una tradición, que puede ser la del R&B pero que es también mucho más. Con una primera parte para bailar y una segunda para escuchar con atención, Musicology tiene todas las facetas de Prince: la que cautivó a Miles Davis (que dijo en su Autobiografía que Prince era el Duke Ellington de nuestro tiempo) en el swing que logra con Maceo Parker en la segunda mitad del disco; la del control freak que toca todos los instrumentos para que la música suene exactamente como él quiere que suene, en (los que tal vez sean los mejores temas del álbum) "Musicology" y "What do U want me 2 do?"; el desborde que coquetea con el glam y la ópera en la suite "The marrying kind" / "If eye was the man in Ur life" / "On the couch"; el misticismo ecologista en "Dear Mr. Man" (¡una chacona!).

Mientras escribo esto estoy escuchando The Gold Experience y de pronto, al final de "Endorphinmachine", me sorprende esa voz que anuncia (en español, para incrementar la sensación de irrealidad) "Prince está muerto, Prince está muerto".

Y todavía queda tanta música por escuchar.

lunes, 18 de abril de 2016

Fausto vs. Don Juan



En 1829, Christian Dietrich Grabbe publicó en Frankfurt el drama Don Juan und Faust, estrenado ese año en el Teatro de Detmold, en Westfalia. Cruzando los universos del Don Giovanni de Mozart y el Fausto de Goethe (a la manera de Batman vs. Superman, Alien vs. Depredador o la Liga de hombres extraordinarios; "¿cómo no se le ocurrió a Alan Moore?", preguntarán ustedes), la obra imagina a dos personajes legendarios compitiendo por un mismo objetivo: el amor de Doña Ana. – Y hablando de coincidencias, encuentro gracias a un artículo del amigo Thomas Ricklin que en la historia de Gerberto de Aurillac (a.k.a. Silvestre II, papa entre 999 y 1003) se cruzan ya la nigromancia, el pacto con el diablo y una estatua que habla desde el más allá. Todo tiene que ver con todo, al final, y no hay camino que no conduzca a la Edad Media.

Pero vuelvo a Grabbe: la historia tiene todos los componentes góticos que uno imagina ya a partir del título, con algunas vueltas de tuerca (no hay estatua parlante; en su lugar, hay… ¡zombies!). El comienzo es mozartiano: en Roma, Don Juan intenta conquistar a la hija del Commendatore, prometida de Don Octavio. Los mata a ambos, naturalmente, mientras Ana es raptada por Fausto, que viaja acompañado por un oscuro Caballero, y llevada prisionera a un castillo en medio de los Alpes. Don Juan intenta rescatarla, pero Fausto, gracias a sus artes nigrománticas, resucita a Don Octavio y al Commendatore para impedirlo. Mientras Don Juan y Leporello se enfrentan a los muertos vivos, Fausto intenta engualichar a Doña Ana para enamorarla, pero se le va la mano y ella muere. Atormentado por los remordimientos, Fausto se resigna a una eternidad en el infierno. El enfrentamiento final es entre Don Juan y el Caballero, dispuesto a vengar las muertes (las dos, es decir, las cuatro) de Octavio y el Commendatore. Don Juan está más pendiente de sus próximas aventuras amorosas que de las vidas que arruinó a su paso y, puesto que no tiene intenciones de arrepentirse, el Caballero lo obliga a seguir los pasos de Fausto y sufrir el castigo eterno. Esta es, en muy resumidas cuentas, la historia que imagina Grabbe, cuyo justiciero enmascarado resulta ser el mismísimo demonio.

La evocación de esta rareza (el texto completo original en alemán está disponible aquí) se debe a que en estos días Buenos Aires fue el escenario de otro encuentro entre Fausto y Don Juan: simultáneamente, el Teatro Colón ofreció la obra de Mozart y el Teatro Avenida, con producción de Buenos Aires Lírica, el Faust de Gounod. Las obras son, desde ya, muy distintas. En cierto modo, podría decirse que la maravillosamente elaborada pieza de Mozart y Da Ponte contrasta con lo unidimensional que por momentos parecen los personajes del libreto que Barbier y Carré imaginaron para Gounod. Pero, claro, eso ocurre en el papel. Cuando la obra cobra vida, lo que se despliega ante nuestros ojos se vuelve inesperado, no importa cuántas veces hayamos escuchado antes cada obra. Como nigromantes, los directores de las producciones son los encargados de reanimar los cuerpos en escena. – Y antes de que se enojen mis amigos cantantes: no estoy disminuyendo en nada la importancia de los intérpretes; es sólo que aquí me interesa poner la atención sobre esa visión general que da o intenta dar sentido a la totalidad de la obra.

A propósito: si alguien dudara de la importancia de esa mirada (todavía persiste cierta idea propia de la era de oro del disco, según la cual el aspecto dramático-visual de un espectáculo lírico es, en el mejor de los casos, una mera distracción y, en el peor, un obstáculo para el goce), las producciones de Don Giovanni und Faust de los últimos días pusieron de manifiesto por qué la dirección de escena es tan importante como la musical para que la obra cobre vida propia y no se convierta en uno de esos fallidos homúnculos que el Dr. Fausto intentaba conjurar en su laboratorio.

Me explico: una visión original (y unos intérpretes comprometidos con esa visión) hicieron de la obra de Gounod en el Avenida un espectáculo notable. Desde detalles geniales como la visión de Fausto en la primera escena (que recuerda la expresión del rostro de Tim Roth cuando Samuel L. Jackson le muestra el contenido de su maletín en la cantina de Pulp Fiction) hasta grandes escenas de conjunto (como la impresionante y pesadillesca secuencia en la iglesia), Faust era, en el escenario del Teatro Avenida, una obra mucho más interesante que en el papel o que en el disco. Desde ya, no sólo gracias a la producción de Pablo Maritano, sino también a la entrega del trío protagónico de Darío Schmunck, Marina Silva y Hernán Iturralde, a la orquesta dirigida por Javier Logioia Orbe, al coro y, en fin, a todos los involucrados en la apertura de temporada de Buenos Aires Lírica.

Lo contrario ocurrió en el Colón. La puesta de Emilio Sagi pareció despojar a los personajes de toda sutileza para transformarlos en criaturas unidimiensionales. Como si se confiara en que la obra se bastara a sí misma, o pudiera sostenerse únicamente gracias a los cantantes. Y al respecto: en diversas reseñas se criticó lo heterogéneo del elenco, con algunos puntos muy altos (el Don Giovanni de Erwin Schrott, fundamentalmente) y otros muy por debajo de lo que podía esperarse. Pero insisto en que, independientemente de la capacidad de los cantantes, la obra se resiente si no hay una visión de conjunto que pueda poner el esfuerzo de cada uno de ellos en un marco más amplio, en un "relato" (digamos) que otorgue sentido a la obra. Allí precisamente estaba la mayor carencia de este Don Giovanni: los personajes eran caricaturas que hacían sus movimientos en el vacío. No es que no hubiera ideas; es que esas ideas (el marco de un espejo acusador, comensales que ignoran que son el plato principal de la comida) aparecían y desaparecían más como notas al pie que como ejes del drama.

Los personajes, entonces: es curioso cómo en dos obras que llevan el nombre de sus respectivos "héroes" (las comillas son deliberadas), son finalmente las heroínas las que cargan el peso de la acción. Si Grabbe escribió Don Juan und Faust en el siglo XIX, hoy estaríamos más cerca de escribir un Doña Elvira y Margarita. Acerca de la importancia de Doña Elvira en el Don Giovanni mozartiano, me remito a los textos del compañero Kierkegaard que alguna vez publicamos en 51-9-10, la revista del Teatro Argentino de La Plata. En cuanto a Margarita, es conocida la anécdota según la cual algunos teatros alemanes presentan la ópera de Gounod con título femenino, supuestamente para subrayar el abismo que separa los valses de la ópera francesa de las brumas sapienciales de Goethe.

En cualquier caso, no sería la primera vez en que un nombre lanzado como invectiva es orgullosamente recuperado por la víctima como afirmación de una identidad. De modo que no está nada mal, al fin de cuentas, llamar Margarita al Fausto de Gounod. Es su tragedia la que presenciamos, no la de un Fausto que, cuando la obra termina, continuará junto a Mefistófeles sus aventuras por tabernas, aquelarres y viajes en el tiempo. Un Fausto que, al ver a Margarita en su celda, deja caer, cínicamente, un "¡Mató a su propio hijo!", como si ese hijo no fuera también el suyo. Una Margarita que tuvo que soportar que su hermano empleara su último aliento para maldecirla en base a una curiosa concepción del honor. O una sociedad que la hostiga cuando descubre en su vientre la marca de la violencia, y luego la condena a muerte por haber canalizado todo ese desprecio para dirigirlo contra ese hijo, contra sí misma. Que un compositor profundamente católico como Gounod haya decidido concluir su obra con el perdón celeste a esa madre infanticida no es el menor de los prodigios de la obra. Acaso allí se cruzan también Don Juan und Faust: en la gracia como tema, como misterio.

En cuanto a Don Giovanni, es claro que el personaje del título es el que ejerce la seducción sobre el público, del mismo modo en que el Guasón es siempre el polo magnético de todo Batman que se precie. Pero al fin de cuentas, la historia cuenta su perdición, y no importa cuán cuestionable sea el Batman de turno, en última instancia deberíamos desear que triunfe, aunque secretamente disfrutemos de cada golpe o risotada del villano. Digo esto porque en la producción del Colón los personajes parecían juzgados de antemano: rodeado de cínicos o estúpidos, Don Juan parecía ser castigado no por su mal comportamiento (violación, asesinato, abuso de autoridad), sino por su despreocupada autonomía. Desde ya, es una lectura posible de la obra. Pero exagerar los aspectos negativos de los supuestos héroes de la historia (el trío "noble" de Ana, Octavio y Elvira) le quita todo interés a una obra en la que ya desde el inicio se nos induce a tomar partido. El final de Don Giovanni es mucho menos interesante sin ese ligero malestar que provoca descubrir de pronto, como en una ráfaga, que debajo de un halo de nobleza se esconden también los monstruos. Si los monstruos están ya desde el comienzo, no hay drama posible; apenas una suma algebraica de arias y conjuntos, un tren fantasma.

viernes, 1 de abril de 2016

la femme nue, c'est la femme armée

[spoiler alert: se incluyen referencias a la escena final de la película]


Finalmente, La bruja (The Witch, 2016) se estrenó en Buenos Aires y, todo parece indicar, se reproducirá aquí una discusión generada luego de su estreno en los Estados Unidos hace poco más de un mes. Ocurre que la película recibió altísimas calificaciones por parte de la crítica especializada, pero comentarios generalmente desilusionados, cuando no agresivos, por (gran) parte de la audiencia. La división entre público y crítica reaparece cada tanto en el cine, la literatura, la música y, en fin, en cualquier ámbito en el que exista una práctica profesional más o menos establecida, pero lo curioso es que por lo general ocurre al revés: son los fans (por ejemplo, los de Batman vs. Superman) los que atacan impiadosamente a los críticos que rechazan aquello que muchos disfrutaron. Aquí el público (no todo, desde ya, aunque se trata de una parte que expresa enfáticamente su descontento) se enoja con críticos que le prometieron "la mejor película de terror de todos los tiempos" para que ellos salieran del cine retrucando "no me asusté nada, me aburrí mucho".

Allá ellos. La discusión entre crítica y público no parece tan interesante desde que existe twitter y el público se arroga ("arroba", debería decir) el derecho de increpar directamente a director, guionista, actores y, si los conociera, también a los productores de lo que, según dicen, les pertenece. Más interesante es la cuestión de género, que es, en su doble acepción, lo que parece latir no sólo en las discusiones acerca de La bruja, sino en el corazón de la película misma. Y es que La bruja no es necesariamente una película "de género" en el sentido de pertenecer a la categoría de "película de terror". Es, sí, una película "de género" en el sentido de ofrecer el retrato de una mujer que reclama autoridad y autonomía sobre su propio cuerpo.

Y La bruja no es una película de terror, del mismo modo que no lo era Antichrist (2009) de Lars von Trier, con la que comparte mucho más de lo que parece; desde la muerte de un niño como disparador de la tragedia hasta la opresión ejercida sobre el cuerpo y la mente de la mujer, pasando por el bosque de animales parlantes. Lo que acecha en ella no es lo terrorífico sino lo ominoso, e incluso aquello que el film comparte con el universo de las películas de terror (el despertar sexual como fuente de todo tipo de horrores) aquí aparece con una polaridad invertida.

Wes Craven filmó, primero como tragedia (Nightmare on Elm Street, 1984) y luego como comedia (Scream, 1997), esa pesadilla americana en la que sólo la joven virginal sobrevivía al baño de sangre desatado por adolescentes incapaces de controlar sus impulsos. Y a propósito: un amigo norteamericano me contaba que, en aquella época, disfrutaba como loco esas películas porque en ellas los chicos "populares" que le hacían la vida imposible a un nerd como él eran siempre los primeros en sufrir muertes horrendas. El nerd también moría, es cierto, pero generalmente se le reservaba una muerte heroica, sacrificando su vida por "la chica" (o final girl, como se la llama en las convenciones del género).

La bruja, como Pesadilla, como Scream, también tiene su final girl, pero con una vuelta de tuerca [y antes de seguir: estoy intentando no arruinar las sorpresas de la película pero, si quieren evitar spoilers, mejor leer lo que sigue después de haberla visto]. Habría que ver, incluso, hasta qué punto no es esa vuelta de tuerca una de las razones por las que La bruja es resistida por una parte del público. Porque allí donde las películas de horror premiaban con la supervivencia a la chica que había logrado dominar sus instintos y someter su cuerpo a los mandatos de la sociedad y la familia, aquí la apoteosis final se reserva precisamente para aquella mujer capaz de elevarse, literalmente, por encima de una sociedad que apenas si la ve como una obediente mercancía. Si la familia y la sociedad insisten tanto en identificarse con Dios, es lógico que quienes se les enfrenten queden identificados con el Diablo.

Volviendo al género, entonces: La bruja es, más que una película de terror, una película de época, y en un doble sentido. Es "de época" como lo son esas películas que buscan reconstruir un pasado histórico atendiendo a todos los detalles. Su principal virtud reside en la recreación de la vida de los primeros colonos en Norteamérica. Los habitantes de esta "Nueva Inglaterra" (la película lleva como subtítulo A New England Folktale) conservan en su memoria el recuerdo de la patria abandonada, pero llegan al Nuevo Mundo como se llega a una Tierra Prometida. La presencia de Dios es para ellos tan real como lo es esa naturaleza indómita que los rodea, y que la película insinúa en algunos planos memorables. Una placa nos informa, en los créditos finales, que las palabras que se escuchan, en un arcaico inglés de cerrado acento, están tomadas íntegramente de documentos históricos. El opresivo puritanismo de los colonos, que hace que los Flanders parezcan los Osbourne, es terrorífico porque, a pesar de su aparente inverosimilitud, es verdadero.

Por eso La bruja es una película "de época" en el sentido de serlo, también, de la nuestra. En su viaje hacia el siglo XVII, parece mostrar el corazón oscuro del mito de origen de los Estados Unidos, pero en esa mirada al pasado se esconde una aguda observación del presente. Su principal hallazgo es el modo en el que el director Robert Eggers trata el cuerpo de Thomasine, la chica en cuestión. Los espectadores la vemos como la ven los otros personajes: apenas se nos permiten algunas miradas furtivas, algunas referencias sutiles a la cada vez más amenazante presencia del deseo. Incluso en la secuencia final vemos, como al comienzo de la película, únicamente su rostro, antes adusto y ahora liberado. Ella está desnuda, pero no vemos su cuerpo, porque no nos pertenece.

Pocas épocas más difíciles para una mujer que desee ser dueña de sí como el obsesivo puritanismo del siglo XVII. Pero, parece decir La bruja, no menos escandalosa y terrorífica parece ser la situación hoy. El plano final de la película es, al mismo tiempo, una señal de todo el camino recorrido desde entonces, y una advertencia de todo lo que aún queda por recorrer.



domingo, 13 de marzo de 2016

Ginastera, el octavo pasajero

Entre los muchos aniversarios que se festejan en este 2016 (Cervantes, Shakespeare & co.), el centenario de Alberto Ginastera es el de celebración más inminente. Por caso, la edición de esta noche de Un programa de ópera en Radio Nacional Clásica estará dedicada a las tres creaciones líricas del compositor argentino. Transcribo aquí una breve columna publicada en el último número de la revista Cantabile, como un doble homenaje: a Alberto Ginastera, nacido hace cien años, y a Keith Emerson, fallecido en estos días.


La referencia inevitable cuando se menciona el improbable cruce entre el rock y los compositores de la segunda mitad del siglo XX es la aparición de Karlheinz Stockhausen en la icónica portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band de The Beatles. El compositor argentino Juan Carlos Paz se encontraba por entonces (junio de 1967) en Londres, y de inmediato advirtió que allí se escuchaba el sonido de la modernidad. Otro compositor argentino, Alberto Ginastera, estaba por entonces en los Estados Unidos, donde acababa de estrenarse su ópera acerca del único integrante del club de los corazones solitarios del Duque de Bomarzo.

Unos años más tarde, en 1973, el propio Ginastera protagonizaría otro de esos raros cruces entre el rock y la música contemporánea, al recibir en su casa de Ginebra la visita de Keith Emerson, tecladista de la banda de rock progresivo Emerson, Lake & Palmer ("vestido de traje, parecía el gerente de un banco", evocaría el músico inglés en las notas para el disco). La banda británica quería interpretar una reversión del último movimiento de su Concierto para piano Nº 1. Apenas escuchó unos compases de la "Toccata", Ginastera exclamó "¡Diabólico!" y detuvo la cinta. Emerson perdió todas las esperanzas. Ginastera llamó a su esposa y volvió a reproducir la grabación desde el comienzo. Al final, exclamó: "¡Capturaron a la perfección la escencia de la música!" (como se sabe, "diabólico" es, al menos desde Robert Johnson, uno de los atributos positivos del rock, progresivo o de cualquier otra clase).

Pero Emerson debía cumplir otro encargo antes de abandonar el país de los banqueros. En Suiza debía encontrarse también con el artista plástico H. R. Giger, a quien deseaba pedirle la ilustración de la portada de su nuevo disco, Brain Salad Surgery. El título alude crípticamente al sexo oral, y el primer boceto de Giger fue rechazado por hacer demasiado explícito eso que el nombre mantenía oculto. Por entonces, Giger no gozaba aún de la fama mundial que obtendría por los diseños indisimuladamente sexuales de los monstruos de Alien, el octavo pasajero, pero la portada definitiva del disco es una de las más célebres del rock. Hoy, la presencia casi de contrabando de la música de Ginastera en Brain Salad Surgery invita a pensar cómo sería el sacro bosco de Bomarzo poblado por monstruos diseñados por H. R. Giger. Y, por si hiciera falta, conecta una vez más la música de Ginastera con la boca del infierno.

martes, 16 de febrero de 2016

continuidad de los libros


En un pasaje de Dublinesca, Enrique Vila-Matas recuerda ese notable episodio del Ulises joyceano en el que se elabora la teoría acerca de la verdadera identidad del fantasma de Hamlet. Vila-Matas apunta que la idea de que el fantasma que se le aparece a Hamlet es el del propio Shakespeare funciona como secreta clave de lectura para resolver otro enigma, otra presencia misteriosa, esta vez en el propio libro de Joyce: así como Shakespeare le había concedido al príncipe la posibilidad de encontrarse cara a cara con su creador, así también Leopold Bloom pudo cruzarse con el hombre que lo había imaginado. Así, el misterioso personaje que aparece casi fuera de foco, doblando algunas esquinas improbables de Dublin aquel 16 de junio de 1904, no es otro que el propio Joyce. Como si el autor estuviera agazapado entre las páginas de su libro, supervisando que su creación se comporte como él lo ha previsto, que cumpla con las estaciones de ese recorrido tal como pueden hacerlo hoy los que, de visita en Dublin, encuentran las placas de bronce que marcan los hitos de ese viaje imaginario.

En cualquier caso, la figura del escritor que se ubica a sí mismo en la propia obra, a veces de manera críptica, otras veces de manera explícita –como ese Borges que, en La memoria de Shakespeare, se encuentra con ese otro Borges que es él mismo pero es, también, el otro– no es infrecuente en la literatura. Una variante de este fenómeno es la inclusión, por le general también velada, no ya del autor sino del lector: no hay dudas de que, cuando un escritor incluye entre sus personajes a una versión ligeramente alterada de alguna persona conocida –un pariente, una amistad, un o una amante–, se intuye o se espera la reacción de esa persona al descubrirse a sí misma involucrada en los acontecimientos que se narran en las páginas que tiene entre las manos, ajeno hasta entonces de ese homenaje o esa venganza sublimada.

Pero a veces se produce un encuentro completamente inesperado. A veces el autor hace caminar a sus personajes por una ciudad sin saber que, por esas calles, en ese preciso momento, caminaba también, sin ser visto, el lector de su novela. Como en esas historias que involucran viajes en el tiempo, es casi imposible detectar el momento en el que lo improbable se transforma en paradoja, como le ocurre al protagonista de Continuidad de los parques de Cortázar o, casi siempre –y otra vez– a Borges.

Y ya que menciono a Borges: recuerdo la sensación al leer por primera vez "El Aleph" y descubrir que Beatriz Viterbo vivía a la vuelta de mi casa en Constitución, la intuición de que el corazón del universo literario había latido alguna vez a escasos metros de donde yo estaba sentado leyendo esa historia. Lo que reducía el impacto de la escena era saber que, si bien el lugar era el mismo, el tiempo transcurrido entre el episodio que narra "El Aleph" y mi propia realidad de lector adolescente me impedía una experiencia más cercana: si alguna vez había existido allí, en esas calles, algún misterio, ahora sólo quedaba apenas la memoria.

Por eso fue distinta la emoción al leer, en estos días, pasados los años y viviendo en otro lugar no menos mítico (como cualquier otro, al fin de cuentas) de Buenos Aires, Historia de Roque Rey de Ricardo Romero, y descubrir que en uno de sus capítulos más oscuros, en una noche de 1987, esa suerte de Ulises del litoral –que a su modo se encuentra también con sirenas, lotófagos y lestrigones, y que también se asoma, durante su viaje, al mundo de los muertos– pasa por la esquina de donde yo vivía entonces. Y me vi a mí mismo entonces (tendría unos siete u ocho años) mirando desde el balcón de mi casa el paso de Roque Rey, escuchando el ruido que hacían en la vereda los zapatos que le había quitado a un muerto, para descubrir, a la vuelta de mi casa, un sótano que escondía un secreto terrible, como ese tiburón blanco en El camino de Ida de Piglia, que remite a su vez a ese otro sótano de Nocturno de Chile de Bolaño. Continuidad de los sótanos. Lejanas visiones de una infancia en Constitución que ahora, casi treinta años después, encontraba reproducidas en la novela de otro.