lunes, 27 de enero de 2014

necrónicas I: historia de un soldado



Alguno dirá que es un regalo más propio de una Navidad à la Tim Burton que de unas fiestas familiares en el campo. Puede ser. En cualquier caso, obedecí una sugerencia supraliminal de mi hermana y le regalé, el pasado 24 de diciembre, Alguien camina sobre tu tumba, a.k.a. "crónicas de una catadora de cementerios", de Mariana Enriquez. En breve –para cuando esté publicada esta entrada, ya lo habrá terminado– me lo deberá prestar, como contrapartida del préstamo del libro que ella me regaló a mí, El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza. Con eso pueden darse una idea de lo ligeras y luminosas que son las lecturas familiares de verano.

De todos modos, esta no es una entrada acerca de lecturas familiares. Ocurre que diversas cuestiones me mantuvieron alejado de esta revolucionaria plataforma de comunicación –el comentario es irónico, pero para los que se hacen los superados porque abandonaron el blog para volcarse a Twitter, les recuerdo que, como ya ha sido demostrado, NADIE lee los tweets, tampoco–, pero este intercambio de regalos navideños funcionó como catalizador para esta extensa entrada. Ocurre que hace rato que quería comentar un par de experiencias necrológico-musicales y no encontraba el modo de enlazarlas. La inesperada convergencia de estos libros me dio una clave posible.

La cosa es más o menos así: el año pasado, como parte de los festejos por el bicentenario wagneriano, organizamos con mi compañera una mini-gira europea para asistir a algunas funciones que los teatros alemanes habían programado como homenaje a su tótem. La crónica de esa experiencia musical puede leerse en parte aquí y también aquí, pero, como podrán imaginarse, unas cuantas cuestiones quedaron fuera de esos relatos parciales. No había encontrado la ocasión para comentarlas, hasta ahora, cuando la lectura de algunos relatos de visitas a cementerios unió los puntos sueltos (y ahora que lo pienso, hace unos años escribí, en este mismísimo blog, una breve anécdota de una lejana peregrinación a la tumba de Wagner, así que no será esta la primera "necrónica" en estudio de noche).

El primer episodio al que me refiero tuvo lugar en Leipzig, en el Alter Johannisfriedhof, el cementerio más antiguo de la ciudad, con tumbas que se remontan al siglo XIII. Ahí, según había leído, habían trasladado los restos de Johann Cristian Woyzeck después de su ejecución, la última que se hizo en la plaza pública de la ciudad, en 1824. El caso fue lo suficientemente notable como para que Georg Büchner basara una obra de teatro que, años más tarde, se transformaría, también, en una de las más grandes óperas del siglo pasado: Wozzeck de Alban Berg.

La historia es relativamente conocida: huérfano desde los 13 años, Woyzeck comenzó a trabajar como aprendiz de barbero y finalmente se alistó en el ejército. Nunca se casó, pero mantuvo relaciones con varias mujeres. Con una de ellas llegó a tener un hijo, al que abandonó. Su última relación fue con Johanna Woost, viuda de un cirujano, con la que mantenía fuertes discusiones, por lo general motivadas por los celos. La última, el 21 de junio de 1821, terminó con Woyzeck acuchillando a Johanna y entregándose a las autoridades, que lo sometieron a un juicio al cabo del cual fue sentenciado a muerte. La decapitación tuvo lugar el 27 de agosto de 1824, en la plaza del mercado.


Conocí la historia a través de la ópera de Berg, a su vez basada en la pieza teatral de Büchner. Allí Woyzeck se convierte en Wozzeck (por razones musicales, según explicaba Berg), y un mismo personaje, Marie, es la madre del hijo de Wozzeck y su víctima. No hay un intento por justificar el femicidio, pero sí un asfixiante retrato de los sometimientos padecidos por Wozzeck a manos del Capitán y del Médico (así, con mayúsculas, no por una mala traducción del alemán, sino porque esos personajes no tienen nombre). Varios detalles de la ópera y de la obra de teatro tienen su correlato en la trágica historia original: desde el comienzo en el que Wozzeck afeita al Capitán –en alusión al primer oficio del soldado– hasta los delirantes diagnósticos del Médico: durante los tres años que duró el juicio de Woyzeck en Leipzig, los forenses hablaron de depresión, esquizofrenia y otros trastornos de la personalidad del acusado. El propio Büchner recurrió al informe oficial del Dr. Johann Christian August Clarus para informarse sobre el caso. En el paso a la literatura y la música, las cuestiones de clase cobran mayor relieve: si hubiera que encontrar la frase que condensa todo el sentido de la ópera, habría que poner el acento en ese "Wir arme Leute" ("nosotros, los pobres") suspirado por Marie y dos veces repetido por Wozzeck.

En mi anterior visita a Leipzig no había reparado en que esa había sido la ciudad en la que había transcurrido toda esta historia. No era desinterés, sino el hecho de que el pequeño centro de la ciudad está saturado de referencias musicales y literarias que hacen difícil recordar, además, la historia de un soldado femicida. Era un 31 de diciembre, y la taberna de Auerbach, la iglesia de Santo Tomás, la tumba de Bach, el monumento a Wagner, la Gewandhaus y las casas de Mendelssohn y Schumann acapararon el interés turístico, y motivaron un justificado reproche de mi compañera, a causa de la desenfrenada carrera por las calles de Leipzig –por supuesto, ella tenía razón: las pretensiones de no dejar esquina sin fotografiar no tenía sentido y, por otra parte, "siempre se puede volver", como apunta Dylan… "aunque nunca se vuelve del todo". En cualquier caso, volví a Leipzig casi dos años después, a causa del reestreno de Las hadas, la primera ópera escrita por un jovencísimo Richard Wagner. Y entonces fue el turno de una visita al tenebroso Völkerschlachtdenkmal, en las afueras de la ciudad, y un paseo matinal por el viejo cementerio, en busca de las tumbas de Woyzeck y Johanna.

Eran los primeros días de abril de 2013. No hacía mucho frío, pero todavía había algunos rastros de nieve sobre las tumbas. Originalmente, el cementerio estaba ubicado detrás de la iglesia de San Juan, destruida durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora funciona allí un museo, desde el cual es posible acceder al camposanto. Hay otra entrada lateral, pequeñísima. En ese sector están las tumbas de fines del siglo XIX, las últimas que fueron habilitadas. Muchas están destruidas, y los charcos de nieve le daban un aspecto aún más triste al cuadro. Encontré, casi sin darme cuenta, las tumbas de la madre y la hermana de Wagner. Había algo de curiosa justicia poética en ese hallazgo: cuando visité la tumba de Wagner en Bayreuth, la imagen que venía de inmediato a la mente era la del compositor consagrado, el autor de Tristán e Isolda, de Parsifal, de la Tetralogía. Aquí, en cambio, la modesta lápida de Johanna y Rosalie Wagner, en la ciudad natal del compositor, evocan otra época: la de la promesa, los comienzos de una carrera titubeante, la del apoyo que esas dos mujeres le dieron a las veleidades artísticas de un muchachito insoportable, que se creía un genio aunque todavía no lo había demostrado.

Pero no había rastros de la tumba de Woyzeck o de la Johanna Woost. Desde luego, no esperaba encontrar nada muy llamativo: al fin de cuentas, no es de esperar que un asesino ejecutado en la plaza pública haya sido enterrado con honores. Pero el caso había sido lo suficientemente célebre en su tiempo como para imaginar, al menos, algún tipo de rastro, si no del criminal, al menos de su víctima.

En uno de los ángulos, una serie de lápidas herrumbradas daba cuenta de trabajos de restauración en curso, o acaso abandonados. Como pude averiguar, muchas de las tumbas más antiguas se habían deteriorado con el paso del tiempo. Otras nunca habían sido marcadas: eran fosas comunes utilizadas en épocas de epidemias, en el siglo XVI, o, las más recientes, en tiempos de la batalla de 1813, la misma celebrada por el Völkerschlachtdenkmal que estaba a punto de visitar. De la trágica historia de Woyzeck no quedaba nada. El manto de olvido, al parecer, cayó tempranamente: en el volumen Der Friedhof zu Leipzig in seiner jetztigen Gestalt editado por Heinrich Heinlein en 1844, que detalla una a una todas las inscripciones fúnebres del cementerio, no menciona una sola vez los apellidos Woyzeck o Woost. Imagino que muchas de las personas que asistieron a aquella última ejecución pública en la ciudad, en 1824, todavía vivían en 1844 cuando Heinlein publicó su libro, un curioso ejercicio de fascinación y nostalgia ante los cambios que sufría una ciudad en vías de modernización. "Las palabras de amor y de recuerdo grabadas en mármol y granito", escribe el cronista, "tarde o temprano deberán sucumbir, hasta que el nombre de los que aquí descansan desaparezca para siempre".

El libro de Heinlein es precisamente un intento de conservar la memoria de esos nombres, pero, sin mármol que los recordara, los nombres de Woyzeck y Johanna Woost no se conservaron en las páginas del historiador. La imaginación de Büchner y Berg, al fin de cuentas, resultó ser más duradera que las piedras.


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