martes, 29 de abril de 2014

meta vishnik que la vida se te escapa


A veces el universo se empeña en darle la razón a aquello de que "todo tiene que ver con todo". En la entrada anterior, a raíz de la integral de los cuartetos para cuerdas de Mauricio Kagel, aparecieron los espectros de Gombrowicz y Borges, en una imaginaria partida de ajedrez en la calle Corrientes. Y cómo evitar que vuelvan a aparecer ahora, después del estreno de Ultramarina, con libreto de Edgardo Cozarinsky, música de Pablo Mainetti y puesta en escena de Marcelo Lombardero. Paso a explicarme. 

Antes, una advertencia al lector ocasional (parafraseando a Jason Bourne: esto no es un diario o una revista, y por lo tanto se puede decir la verdad). Con varios de los involucrados en Ultramarina me unen lazos de amistad y admiración, de los que conviene dejar constancia, para evitar que sean sospechosamente señalados sotto voce. Algo parecido comenté a raíz del estreno de Hippolyte et Aricie de Rameau hace unos años, a cargo de la Compañía de las Luces. Quiero decir: que llegué a Hasta Trilce con ganas de que me gustara la obra.

Pero además, me gustó.

Como saben, esto no siempre ocurre. Basta remitirse a lo que alguna vez contó Sergio Renán acerca de María de Buenos Aires (la anécdota está en Piazzolla. El mal entendido de Diego Fischerman y Abel Gilbert) en una frase que refleja a la perfección ese sentimiento que tantas veces nos asalta ante las obras a las que rodea la sensación de convertirse en manifiesto de alguna idea. Dijo Renán entonces, y conviene tener siempre a mano esas palabras: "no nos gustó todo lo que queríamos que nos gustara". Dicho de otro modo: a veces nos ponemos la remera de una banda de la que no nos compraríamos un disco.

Pero no me sentí así en Ultramarina. Me gustó lo que quería que me gustara y, si hubiera que hacer una crítica, lo que no me gustó –spoiler alert– es que, en todo caso, la obra es demasiado corta. Y no es que mi sensibilidad wagneriana me haga desconfiar de toda obra que dure menos de cuatro horas, sino que en Ultramarina pasa todo tan rápido que uno casi no tiene tiempo de encariñarse con los personajes. En una ráfaga –poderosa, eso sí, gracias a las actuaciones de todos los involucrados, e incluyo aquí a los músicos– los protagonistas se conocen, se enamoran, se mueren, y ya pasó todo, y vuelta a empezar, en otro tiempo, con otros nombres, con otros sonidos, en una historia que se repite, trágica, dolorosamente actual.

Retomo lo del comienzo, entonces: los espectros de Borges, de Gombrowicz. De Kagel, incluso, que alguna vez escribió un Tango alemán, para que sonara "en Europa, argentino; y en Argentina, protogermánico". Ultramarina empieza precisamente en alemán, con tres mujeres –tres cuerpos de mujeres– arrancadas de la Europa del Este para ser ofrecidas en una sórdida compulsa entre regenteadores de prostíbulos locales ("¡Pónganse a laburar, vagas de mierda, que los diputados quieren divertirse!", les gritan). La escena, el vestuario especialmente, reflejan dramáticamente las relaciones de poder: los hombres siempre con sus trajes, las mujeres siempre con una desnudez que es la de la fragilidad y la indefensión –no había entonces conciencia de la posibilidad de reconvertir esa desnudez en un gesto de rebelión o de desafío: no hay Pussy Riot en Ultramarina–.

La tradición, entonces. La expresa decisión de Cozarinsky de abordar la relación del tango con la "mala vida" y de remitirse a un episodio de la historia argentina –la red de proxenetas Zwi Migdal, que operó en el país aproximadamente hasta 1930– permite concentrar en la historia de Suzanne/Zsuzsa/(¿Xuxa?) varias capas de significados: desde ya, la inmigración y el tango (Borges y Gombrowicz), pero también la ópera. No es casual que la obra declare explícitamente su pertenencia a ese género. Pasaron casi cincuenta años desde aquella María de Buenos Aires a la que Piazzolla había llamado "operita", jugando con la etimología de la operetta europea. La definición de Ultramarina como "ópera" y ya no "operita" aleja la obra del espectro de Piazzolla, algo también evidente en las palabras de Cozarinsky en el programa de mano, en las que declara "el desafío mayor: evocar lo sórdido de una época sin que la distancia imponga una pátina nostálgica, el glamour de los tiempos idos". En efecto, Zsuzsa tiene poco de Musetta o de Mimí: en su reflexión acerca de las condiciones de una vida sin dinero resuena el "Wir arme Leute!" de la Marie de Wozzeck. Desde el comienzo mismo de la obra, las tres mujeres recitando los nombres de las ciudades europeas de las que fueron raptadas cancela la posibilidad de encontrarse con el espectro de Lulú. Esas tres Nornas que cantan en la oscuridad saben que el hilo del destino no parece ofrecer escapatoria. No hay redención posible. (A propósito, no leí El rufián moldavo, la novela de Cozarinsky en la que está basada la historia de Ultramarina, aunque cuando el regenteador de la red se queja de los marineros "que cada vez gastan menos" recordé esa pequeña joya que es La tercera mañana, también poblada por marineros, prostitutas, el tango y la muerte).

Ahora, pensando en voz alta, intuyo que lo que hace un rato califiqué como una posible crítica –la corta duración de la obra– tenga algo que ver con eso: evitar la creación de una falsa expectativa, la posibilidad de que esa redención finalmente se produzca. Los protagonistas son rápidamente tragados por la historia, desaparecen, no dejan rastros. Lo único que permanece es el dispositivo de dominación sobre los cuerpos de las mujeres –algo que Lombardero ya había explorado en una genial puesta de Carmen en el Teatro Avenida–, que parece remontarse a los comienzos de la Historia –las Nornas, otra vez–, atravesar a la Argentina de comienzos del siglo pasado, y perpetuarse hoy.

Aquí, en todo caso, podría hacerse otra crítica a la obra, aunque se trate de algo que, imagino, es deliberado. La conclusión de la historia invita a que, una vez finalizada la experiencia estética que implica una pieza de teatro musical como Ultramarina, ciertos ecos perduren. Que se discutan algunas cosas, que no se relegue la obra al cajón de los recuerdos y se pase a lo siguiente. Personalmente, no me convence la explicitación de la moraleja, la enunciación expresa de que lo que se vio continúa sucediendo. Pero, como comentábamos con algunos amigos al final de la función, esa incomodidad puede ser un arma de doble filo: en efecto, uno puede criticarles a los autores una cierta intención didáctica de pronunciar en voz alta la conclusión a la que, en silencio, habíamos llegado todos los que estábamos presenciando la obra. Pero, a la vez, uno tiene que preguntarse cuál es la razón de esa incomodidad. Es decir: sin la explicitación de la moraleja, su deducción por parte de los espectadores podría considerarse como un "cierre" de la experiencia. Uno, como espectador, podría haberse quedado tranquilo, sintiendo que extrajo de la obra el supuesto "mensaje" que la obra transmite –pongo "mensaje" entre comillas para aceptar resignadamente una convención que no es el caso discutir aquí–. Su explicitación, en cambio, obliga a otra reacción. Si todos sabemos que "estas cosas siguen pasando", entonces lo que tenemos que hacer es otra cosa. Dicho rápidamente: hacer algo para que no pase. En ese sentido, Ultramarina es una obra estrictamente contemporánea, que aparece, no casualmente, en una época en la que una de las principales "batallas culturales", para utilizar una expresión de moda, es visibilizar los hilos ya no tan secretos con los cuales se ejerce la violencia –física, simbólica, social– sobre las mujeres. Esas mismas mujeres que, según cierto Mauricio que no es Kagel, mienten cuando dicen que no les gusta su papel de sometidas.

Una última cosa, para evitar que esta entrada en el blog sea más extensa que la obra que comenta. Una de las grandes virtudes de Ultramarina está en la variedad de registros musicales para dar cuenta de todas esas tradiciones mencionadas antes: el tango, por supuesto, pero también la música klezmer para caracterizar la pertenencia de los protagonistas, las referencias a la Segunda Escuela de Viena para evocar la música y la atmósfera de la época de las obras con las que Ultramarina dialoga, y, hacia el final, el fade out del ritmo de cumbia que parece derribar las paredes del teatro y situar la historia aquí y ahora. Al respecto, la primera impresión de esa referencia explícita a la cumbia parece en cierto modo estigmatizante. Como si fuera esa la banda de sonido de la explotación (a propósito, la discusión es similar a la que se da en el ámbito de las drogas: estigmatizar a las villas como ámbitos de "lo narco" cuando es a todas luces evidente que los resortes que mueven el negocio no deben buscarse en los márgenes del tejido social, sino en su centro… Voy a hacer lo mismo que critico y explicitar la moraleja: las redes están siempre en manos de los millonarios y nunca de los desposeídos). Pero esa primera impresión se revela rápidamente como un error de perspectiva: la estigmatización es precisamente lo que se está señalando. La clave está en lo que señala Cozarinsky en el programa: el tango estaba asociado a la "mala vida", así como ahora ese mismo tango está cubierto por "el glamour de los tiempos idos".

El fade out de Ultramarina parece apuntar, entonces, a que hoy es otra la música que ocupa ese lugar. Y que echarle la culpa de todos los males a la cumbia no es muy distinto de culpar, como antaño, al tango, a la lambada o a la "lasciva" sarabanda. Aunque haya música que se autoproclame gangsta, los verdaderos gángsters están en otro lado.

sábado, 26 de abril de 2014

cuatro hombres-orquesta



A esta altura del partido, la referencia al "estilo tardío" de un compositor, mecanismo inaugurado por Adorno en referencia a Beethoven, es prácticamente un lugar común. Aún así, es casi imposible no caer en él después de escuchar los cuartetos para cuerdas de Mauricio Kagel, que el Cuarteto de la UNTREF ofreció en el marco del ciclo Integrales del Centro de Experimentación del Teatro Colón.

Me apuro a aclarar que lo de "lugar común" se aplica a esta entrada, y en particular al parrafito que, en breve, le dedicaré al extraordinario Cuarteto Nº 5 (2006) y su descripción como "obra tardía". Porque si hay algo que el ciclo Integrales del CETC evita, son precisamente los lugares comunes. Lo dije el año pasado al referirme a las sonatas para piano del gran Gerardo Gandini, y lo repito ahora: no hay en estas integrales una mera recolección de obras con denominador común, sino el trazado de un particular recorrido, un relato o "paisaje sonoro" en el que cada obra ilumina aspectos inesperados de las otras.

La excepcional interpretación del Cuarteto de la Universidad Nacional de Tres de Febrero le dio forma a un programa intensísimo. El cuarteto evitó el orden cronológico, que habría resultado excesivamente didáctico, y se despachó con un panorama de la obra de Kagel que funciona casi como manifiesto de su poética: desde la radicalidad de los primeros cuartetos, escritos en pleno furor de los cursos de Darmstadt en la década del '60, hasta el lirismo conmovedor del quinto y último cuarteto, escrito en 2006, el año del regreso triunfal de Kagel a Buenos Aires para el Festival que organizó en su honor el Teatro Colón. El concierto tuvo tres grandes secciones, con los dos cuartetos "de madurez" –el Tercero (1986/87) y el Cuarto (1993)– en los extremos, y entre ellos los dos primeros (1965/67) y el ya mencionado Quinto (2006). Entre otras cosas, el orden permitía los cambios de vestuario y disposición de los atriles necesarios para respetar las indicaciones de las partituras de Kagel, que suelen contener mucho más que la estricta notación musical, incorporando gestos, movimientos escénicos y toda una serie de elementos de las más inesperadas procedencias.

Un rápido ejercicio de ordenamiento cronológico de las obras lleva a la obvia constatación de que la radical experimentación con técnicas extendidas y el jugueteo típicamente "kageliano" con el componente dramático, fuertemente histriónico de la interpretación musical –aun de la supuesta música "pura"– va cediendo el paso, paulatinamente, a una cierta introversión y, especialmente en el caso del Quinto cuarteto, un lirismo conmovedor, de aparente sencillez, en el que no parece descabellado imaginar un eco "brahmsiano", en el sentido que el propio Kagel le da a ese adjetivo en "La sensibilidad profanada", texto incluido en el volumen Palimpsestos (Caja Negra, 2011).

Se me perdonará la autorreferencia: leí ese texto en Munich, mientras escuchaba con mi compañera una recientemente adquirida grabación del Trío en tres movimientos (1984/85) y ambos nos sorprendíamos por esa "transparencia" que irradian las últimas obras de Kagel. Tomo la palabra "transparencia", una vez más, del texto que Kagel dedicó a Brahms, pero que se parece más bien a una velada autobiografía: lo que late en esas obras tardías es toda una tradición, que toma cuerpo en una obra única e irrepetible, que no se parece a ninguna otra, pero a la vez suena sorprendentemente familiar.

"Tradición" es la palabra clave, porque lo que resuena en la obra de Kagel es, de un lado, todo el canon de la música: una matriz eminentemente germana, pero en la que ingresan también otros elementos centro-europeos –el caso de Bartók, por ejemplo, en el impresionante Cuarto cuarteto–. De otro lado, Kagel rescata expresamente la célebre conferencia dictada por Borges en 1951, según la cual la tradición argentina no es otra cosa que la totalidad de la cultura universal. Curiosamente, en la entrevista con Werner Klüppelholz en la que Kagel reconoce su deuda con el dictum borgeano, la conversación deriva casi inmediatamente hacia Gombrowicz: no sólo porque el joven Kagel compartió las mesas de ajedrez de la avenida Corrientes con el escritor, sino porque se adivina en cierto modo una curiosa continuidad, o una especie de simetría, entre el polaco exiliado inesperadamente en la Argentina y el argentino convertido en "el más grande músico europeo" (Cage dixit). Gombrowicz y Kagel comparten un humor desesperado, acaso producto del desplazamiento: ven el mundo patas para arriba, porque lo observan desde el hemisferio equivocado. Kagel hace explícito el extrañamiento que provoca esa dislocación en las maravillosas piezas de su Rosa de los vientos.

Los tres primeros cuartetos de Kagel fueron grabados en su momento por el Cuarteto Arditti. No hay, en cambio, grabación oficial de los últimos dos cuartetos de Mauricio Kagel, que me animo a catalogar como dos obras absolutamente imprescindibles. Ojalá los muchachos del Cuarteto de la UNTREF dejen un registro de su monumental esfuerzo. Se trata, sencillamente, de alguna de la música más hermosa escrita en los últimos tiempos.

viernes, 14 de febrero de 2014

San Roberto de Troya



Este fin de semana termina la muestra Archivo Bolaño en el Centro Cultural Recoleta. La invitación para que se den una vuelta los que no fueron, o vuelvan los que ya estuvieron, es casi innecesaria en este blog. Quiero decir: Richard Wagner o Bob Dylan pueden ser los nombres propios más recurrentes en estudio de noche –no llevo un registro estadístico exacto–, pero sin Roberto Bolaño, lisa y llanamente, nada de esto existiría. Aunque ahora que repaso todas las menciones, directas o elípticas, al autor de ______ (pongan aquí el título que más les guste de Bolaño: hoy elijo Tres) advierto que claramente es el nombre más citado, el que aparece en más entradas, para hablar de sus obras o de otras obras en las que su sombra es evocada como contraseña o amuleto.

No se trata de fetichismo (un fetichista anotaría en su cuaderno, por ejemplo, que al teclado de Bolaño le falta la tecla F8). Y, de hecho, el último rincón, con la máquina de escribir, los anteojos, el teclado de Bolaño es lo menos interesante de la muestra. Esos objetos, previsiblemente, están casi escondidos, como un asterisco que nos informa, en una nota al pie, que los cuadernos que uno pudo recorrer en los pabellones del Archivo Bolaño son apenas la punta del iceberg, la parte analógica, complementada con todos esos otros archivos-Bolaño digitales que cada tanto se escapan de su computadora y llegan a las librerías como un mensaje en una botella de mezcal. Lo verdaderamente fascinante de las vitrinas desplegadas en el CCR son las páginas y páginas escritas a mano, con una claridad pasmosa, en las que a veces se reconocen algunas pasajes de novelas, de cuentos, de poemas, y otras veces uno puede asomarse, aunque sea por una o dos páginas, a inéditos que están esperando el tiempo menos pensado para materializarse ante nosotros, como esos personajes haciendo dedo en el comienzo del enigmático relato El maquinista (1986), que alguna vez –espero– se podrá leer completo.

La muestra tiene más que papeles inéditos, por supuesto, pero tratándose de Bolaño no es de extrañar que, aun cuando puedan verse fotos, videos, imágenes o incluso una caja original del juego en el cual se inspira El tercer Reich, uno descubra que lo que ha hecho durante todo el recorrido fue leer. Y que lo que hará una vez que abandone la sala y regrese a casa será seguir leyendo. Supongo que habrá consenso entre los lectores de Bolaño acerca de que una de las principales características que uno descubre en sus textos es la extraordinaria sed que despierta para lanzarse a otras lecturas. No por remanida deja de tener su encanto la metáfora detectivesca: cada libro es un testigo que ofrece una pista que conduce a otro; y este a otro; y ese a otro más. A veces, en esa lista, uno se encuentra con los nombres de los sospechosos de siempre (Nicanor Parra, Vallejo, Borges, Joyce, Di Benedetto, Cortázar); otras veces, termina adentrándose en territorios nuevos –para uno, se entiende: aunque al fin de cuentas, hasta a los más célebres autores son una y otra vez redescubiertos–, y le agradece a Bolaño habernos indicado el camino para llegar a J. R. Wilcock, a Enrique Lihn, a A. G. Porta.

Archivo Bolaño también invita a seguir leyendo porque el catálogo incluye varios textos para incorporar a nuestros archivos. Entre ellos, los aportes ineludibles de Enrique Vila-Matas y Javier Cercas, o el texto de A. G. Porta, escrito a la manera de una de las voces de la sección central de Los detectives salvajes, como si, imitando a Arturo Belano y Ulises Lima persiguiendo la sombra de Cesárea Tinajero, uno estuviera lanzado a la búsqueda de Roberto Bolaño. Y a propósito de detectives: hay, entre el material de este Archivo, recortes de diarios que Bolaño conservaba para tomar, de ciertas noticias, elementos, situaciones, personajes para sus obras, desde notas policiales hasta historias de Copa Libertadores 1979. En uno de esos recortes, justo arriba de la historia destacada, alcanza a leerse la última palabra del artículo anterior, casi como un código secreto.

La palabra es Gombrowicz.

De ahí que el Archivo Bolaño sea mucho, pero mucho más que una muestra dedicada a un autor. Es, para ceder una vez más a la tentación de la referencia, un paseo por la literatura. Así, entre los manuscritos de Tres minutos antes de la aparición del gato (1979), se asoma Cortázar; como Philip K. Dick se asoma entre los de El espíritu de la ciencia ficción (1984). Y hasta Goethe hace una aparición estelar en uno de los epígrafes, que finalmente no sería incluido en la edición final, de El tercer Reich –alguna vez llamado La estrategia mediterránea (1989)–:

Und so lang du das nicht hast
Dieses: stirb und werde!
Bist du nur ein trüber Gast
Auf der dunklen Erde.

Y abajo la traducción, entre paréntesis:

(Y en tanto no lo has captado / este: ¡muere y vivirás! / no eres más que un molesto huésped / en la Tierra sombría)


Por último, como en esas escenas en las que el testigo, hacia el final del interrogatorio, se contradice, se quiebra y acaba por confesar la verdad, yo también me contradigo. Porque, sí, por supuesto, hay algo de fetichismo en el asunto, al menos cuando uno se encuentra cara a cara con la hoja en la que está garabateado Sión, o con el dibujo del mexicano andando en bicicleta, rodeado de todos esos otros mexicanos, siempre vistos desde arriba. Pero no se trata simplemente de la curiosidad de tener ante los ojos los papeles –o las copias de papeles– de un ídolo muerto. Lo que asombra, al fin de cuentas, es la voluntad espartana que late en cada uno de esos documentos, la sensación de que allí se concentra, en estado puro, eso que, a falta de otro nombre, todavía llamamos literatura.

Mientras caminaba entre las vitrinas, cruzando miradas, cada tanto, con otros curiosos que pegaban los ojos contra los vidrios, pensé en el artefacto de Nicanor Parra que descubría de un solo golpe la dimensión socrática –también: sacrificial– de todo el asunto ("Le debemos un hígado a Bolaño"). Pensé en el gladiador Póstumo, que se imaginaba invicto para darse ánimo. Y pensé también, no sé por qué, en la escena de un joven Bob Dylan visitando a Woody Guthrie enfermo. La referencia acaso se deba a la influencia del pobre Vallejo internado en París, al comienzo de Monsieur Pain –una de mis favoritas, que, en la primera edición que puede verse en la muestra, todavía se llamaba La senda de los elefantes–. También, bajo la influencia de lo que acababa de ver, volvían una y otra vez los versos de Los perros románticos ("Entre las moscas"), que citan prácticamente todos los que escriben en este Archivo Bolaño:

Poetas troyanos
Ya nada de lo que podía ser vuestro
Existe

Ni templos ni jardines
Ni poesía

Sois libres
Admirables poetas troyanos.

La estatura de mito de Bolaño es para muchos motivo de desconfianza. En todo caso, parece más pertinente la reacción de Alejandro Zambra, que prefiere alegrarse por el hecho de que la difusión internacional, el revuelo de las ventas, los críticos, los fanáticos y todas las demás criaturas de algún modo relacionadas con las manos del mercado, recaiga finalmente en un gran escritor. Por cierto, es mucho más fácil despotricar contra el mercado, contra la falsa pompa y circunstancia, cuando los celebrados son impostores. Pero, al fin de cuentas, hasta los admirables poetas troyanos tuvieron sus estatuas, y con el paso del tiempo, las sobrevivieron. Recordé entonces las profecías de Auxilio Lacouture hacia el final de Amuleto:

Pero todas las estatuas vuelan, por intervención divina o más usualmente por dinamita, como voló la estatua de Heine. Así que no confiemos demasiado en las estatuas.

Roberto Bolaño será leído en los túneles en el año 2045.

lunes, 27 de enero de 2014

necrónicas II: melancholia hypocondriaca




If music be the food of love, play on,
Give me excess of it; that, surfeiting,
The appetite may sicken and so die. –
That strain again; – it had a dying fall…
Twelfth Night I, 1.1-4


La crítica literaria diagnosticó tempranamente al duque Orsino: melancholia, la enfermedad de los intelectuales, de los poetas, de los músicos. Sobre todo, de los enamorados. La enfermedad, también, del princeps musicorum, Orlando di Lasso (1532-1594). Imaginen a un compositor requerido por todas las cortes europeas, tres veces raptado durante su infancia a causa de su voz extraordinaria (los escandaletes de los músicos populares de nuestros días empalidecen ante las intrigas de los siglos XVI y XVII); un hombre que a los 25 años había sido maestro di cappella en Letrán, que había visitado todos los centros musicales de Europa y en todos había sido reconocido como el más grande de su tiempo. Imaginen que, instalado en la relativamente oscura Munich, recibe invitaciones para trasladarse a París, Londres, Roma, Florencia. Imaginen que su respuesta sea: "no quiero abandonar mi casa, mi jardín, y todas las cosas hermosas de Munich".


Hay un famoso capítulo de House, M.D. en el que el Dr. Gregory House diagnostica una enfermedad en un músico de jazz escuchando sus discos, percibiendo leves modificaciones en su modo de tocar, consecuencia de una degeneración de sus capacidades sensoriales y motrices. Lasso, en sus últimos años en Munich, abandonó su estilo de grandes ornamentaciones y contrapunto deliciosamente complejo, privilegiando una engañosa simplicidad, una especie de laconismo de una expresividad por momentos lacerante. En 1591, tras un colapso, se le diagnosticó melancholia hypocondriaca. En el año de su muerte (1594) compuso el extraordinario ciclo Lagrime di San Pietro, pero si House hubiese vivido en la época de la Contrarreforma, podría haberlo diagnosticado mucho antes, en sus primeros años en Munich, cuando compuso el motete Infelix ego a partir de uno de los textos escritos por Savonarola poco antes de su ejecución –el otro texto que Savonarola escribió en prisión, inconcluso, lleva un título aun más expresivo: Tristitia obsedit me.

Los últimos días de Lasso en Munich parecen acompañar la oscuridad de esas últimas composiciones: la casa real de Baviera estaba prácticamente en bancarrota, debido a los gastos que había implicado la construcción de la Michaelkirche –restaurada hace poco, en la calle que conecta Karlstor con Marienplatz–. Era el verano de 1594 y varios músicos del coro y la orquesta de la corte habían sido despedidos. Aparentemente, se había tomado la decisión de rescindir, también, el contrato del Kapellmeister. No hizo falta comunicarle la decisión: en los registros de la corte, al lado del nombre de Orlando di Lasso, puede leerse: ist bereits gestorben. Cuando el mensajero llegó a su residencia, el compositor estaba muerto.

A pesar de ese final, no es extraño que, en la construcción de la identidad musical alemana que caracteriza los años centrales del siglo XIX, Orlando di Lasso haya sido considerado unser Meister, el más alto representante de un arte alemán que el siglo XIX no decía estar inventando, sino redescubriendo. La elección de Lasso, al fin de cuentas, parece justificada: de origen flamenco y formación italiana, no sólo podía considerarse alemán por la decisión de permanecer en Munich y establecer allí su familia, sino fundamentalmente porque esa gravedad del estilo tardío de Lasso parece efectivamente un preanuncio de otras melancolías típicamente germanas. La variante de la melancholia de Lasso parece más cercana de esa sensación que los alemanes llaman Sehnsucht que de la casi exhibicionista melancolía isabelina. Dicho de otro modo: su música parece más cerca del Mahler de "Ich bin der Welt abhanden gekommen" que del Dowland de "In darkness let me dwell".

Y la verdad es que –yendo finalmente a la anécdota personal de toda esta historia– Munich también es, para mí, como para Orlando di Lasso, una ciudad asociada a la música, al estudio, al alejamiento del mundo, a la vida de entrecasa con la compañera ideal. Un poco de nostalgia se cuela al escribir esto, porque al fin de cuentas también la nostalgia es un componente ineludible en las grandes historias de amor, de Tristán e Isolda en adelante.


Durante mi estadía en Munich –en 2011 primero y, más tarde, en una visita fugaz para el aniversario wagneriano–, me habría gustado visitar la tumba de ese compositor extraordinario que fue Orlando di Lasso. Supe que había sido enterrado en el viejo cementerio franciscano, pero el edificio fue destruido a fines del siglo XVIII, y los restos que había allí fueron trasladados al Salvatorfriedhof, que funcionaba como cementerio asociado a la Frauenkirche, a unas pocas cuadras. Hoy, la Salvatorkirche es una iglesia ortodoxa, y una placa en uno de sus muros recuerda los nombres de los que allí descansan. La lista abarca muertes ocurridas entre 1570 y 1787, pero, curiosamente, no se menciona a Orlando di Lasso.

Entre los monumentos distribuidos por toda la ciudad –desde Wagner hasta el rey Ludwig I, pasando por los infaltables Goethe y Schiller– hay uno dedicado a Orlando di Lasso, reconvertido recientemente en santuario a la memoria de Michael Jackson por los fans que depositan allí ofrendas florales: la escultura del princeps musicorum está ubicada justo enfrente del hotel en el que el se hospedó, en su último paso por Baviera, el "rey del pop". De modo que, como era de esperarse, el rey eclipsó al príncipe.

Imaginé que el "retiro del mundo" de Lasso había continuado post mortem. Que poco a poco los rastros de su estadía en Munich iban desapareciendo: olvidados en una placa del siglo XVIII, o cubiertos por las ofrendas a un ídolo que construyó su propio Neverland. Pero hace poco descubrí que mi búsqueda de los rastros de Lasso en la cartografía de Munich no era nada original: en la edición del lunes 8 de diciembre de 1851, el corresponsal en Munich del Allgemeine Musikalische Zeitung de Leipzig, Prof. Schafhäutl, publica un estudio acerca de los últimos días del que llama Fürst und Phönix der Musiker. Allí supe que el monumento funerario de Orlando di Lasso se conserva, desde el siglo XIX, en el Bayerisches Nationalmuseum, ubicado en la Prinzregentenstrasse.

El dato me tomó por sorpresa. En los meses que viví en Munich visité varios museos, pero nunca ese, a pesar de que pasé por su puerta innumerables veces. Mi primera reacción al leer que allí estaba, si no la tumba, al menos el monumento funerario de Lasso, fue lamentar no haberlo visitado en alguna de las caminatas en las que mi compañera y yo nos sorprendíamos descubriendo cosas que no sabíamos que estaban allí; huellas de algún pasado más o menos remoto, pero cercanos para nosotros a causa de los libros, de la música o el estudio. La segunda reacción fue imaginar que era mejor así. Que esa melancholia hyponcondriaca que le habían diagnosticado a Lasso era la que iba haciendo que sus rastros se fueran esfumando, que siempre se nos escapara. "In darkness let me dwell". La imagen cubierta por flores destinadas a otro; el monumento funerario camuflado entre las atracciones de un museo histórico; la tumba errante en la que su nombre no aparece.

Su epitafio es una hermosa metáfora sobre la voz humana, una especie de versión musical del enigma de la Esfinge:

Discant hab ich als Kind gesungen
Als Knabe weiht’ ich mich dem Alt
Dem Mann ist der Tenor gelungen
In Tiefen jetzt die Stimm' verhallt.
Laß, Wandrer, Gott den Herrn uns loben
Sei dumpfer bass mein Ton
Die Seele bei ihm oben!


necrónicas I: historia de un soldado



Alguno dirá que es un regalo más propio de una Navidad à la Tim Burton que de unas fiestas familiares en el campo. Puede ser. En cualquier caso, obedecí una sugerencia supraliminal de mi hermana y le regalé, el pasado 24 de diciembre, Alguien camina sobre tu tumba, a.k.a. "crónicas de una catadora de cementerios", de Mariana Enriquez. En breve –para cuando esté publicada esta entrada, ya lo habrá terminado– me lo deberá prestar, como contrapartida del préstamo del libro que ella me regaló a mí, El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza. Con eso pueden darse una idea de lo ligeras y luminosas que son las lecturas familiares de verano.

De todos modos, esta no es una entrada acerca de lecturas familiares. Ocurre que diversas cuestiones me mantuvieron alejado de esta revolucionaria plataforma de comunicación –el comentario es irónico, pero para los que se hacen los superados porque abandonaron el blog para volcarse a Twitter, les recuerdo que, como ya ha sido demostrado, NADIE lee los tweets, tampoco–, pero este intercambio de regalos navideños funcionó como catalizador para esta extensa entrada. Ocurre que hace rato que quería comentar un par de experiencias necrológico-musicales y no encontraba el modo de enlazarlas. La inesperada convergencia de estos libros me dio una clave posible.

La cosa es más o menos así: el año pasado, como parte de los festejos por el bicentenario wagneriano, organizamos con mi compañera una mini-gira europea para asistir a algunas funciones que los teatros alemanes habían programado como homenaje a su tótem. La crónica de esa experiencia musical puede leerse en parte aquí y también aquí, pero, como podrán imaginarse, unas cuantas cuestiones quedaron fuera de esos relatos parciales. No había encontrado la ocasión para comentarlas, hasta ahora, cuando la lectura de algunos relatos de visitas a cementerios unió los puntos sueltos (y ahora que lo pienso, hace unos años escribí, en este mismísimo blog, una breve anécdota de una lejana peregrinación a la tumba de Wagner, así que no será esta la primera "necrónica" en estudio de noche).

El primer episodio al que me refiero tuvo lugar en Leipzig, en el Alter Johannisfriedhof, el cementerio más antiguo de la ciudad, con tumbas que se remontan al siglo XIII. Ahí, según había leído, habían trasladado los restos de Johann Cristian Woyzeck después de su ejecución, la última que se hizo en la plaza pública de la ciudad, en 1824. El caso fue lo suficientemente notable como para que Georg Büchner basara una obra de teatro que, años más tarde, se transformaría, también, en una de las más grandes óperas del siglo pasado: Wozzeck de Alban Berg.

La historia es relativamente conocida: huérfano desde los 13 años, Woyzeck comenzó a trabajar como aprendiz de barbero y finalmente se alistó en el ejército. Nunca se casó, pero mantuvo relaciones con varias mujeres. Con una de ellas llegó a tener un hijo, al que abandonó. Su última relación fue con Johanna Woost, viuda de un cirujano, con la que mantenía fuertes discusiones, por lo general motivadas por los celos. La última, el 21 de junio de 1821, terminó con Woyzeck acuchillando a Johanna y entregándose a las autoridades, que lo sometieron a un juicio al cabo del cual fue sentenciado a muerte. La decapitación tuvo lugar el 27 de agosto de 1824, en la plaza del mercado.


Conocí la historia a través de la ópera de Berg, a su vez basada en la pieza teatral de Büchner. Allí Woyzeck se convierte en Wozzeck (por razones musicales, según explicaba Berg), y un mismo personaje, Marie, es la madre del hijo de Wozzeck y su víctima. No hay un intento por justificar el femicidio, pero sí un asfixiante retrato de los sometimientos padecidos por Wozzeck a manos del Capitán y del Médico (así, con mayúsculas, no por una mala traducción del alemán, sino porque esos personajes no tienen nombre). Varios detalles de la ópera y de la obra de teatro tienen su correlato en la trágica historia original: desde el comienzo en el que Wozzeck afeita al Capitán –en alusión al primer oficio del soldado– hasta los delirantes diagnósticos del Médico: durante los tres años que duró el juicio de Woyzeck en Leipzig, los forenses hablaron de depresión, esquizofrenia y otros trastornos de la personalidad del acusado. El propio Büchner recurrió al informe oficial del Dr. Johann Christian August Clarus para informarse sobre el caso. En el paso a la literatura y la música, las cuestiones de clase cobran mayor relieve: si hubiera que encontrar la frase que condensa todo el sentido de la ópera, habría que poner el acento en ese "Wir arme Leute" ("nosotros, los pobres") suspirado por Marie y dos veces repetido por Wozzeck.

En mi anterior visita a Leipzig no había reparado en que esa había sido la ciudad en la que había transcurrido toda esta historia. No era desinterés, sino el hecho de que el pequeño centro de la ciudad está saturado de referencias musicales y literarias que hacen difícil recordar, además, la historia de un soldado femicida. Era un 31 de diciembre, y la taberna de Auerbach, la iglesia de Santo Tomás, la tumba de Bach, el monumento a Wagner, la Gewandhaus y las casas de Mendelssohn y Schumann acapararon el interés turístico, y motivaron un justificado reproche de mi compañera, a causa de la desenfrenada carrera por las calles de Leipzig –por supuesto, ella tenía razón: las pretensiones de no dejar esquina sin fotografiar no tenía sentido y, por otra parte, "siempre se puede volver", como apunta Dylan… "aunque nunca se vuelve del todo". En cualquier caso, volví a Leipzig casi dos años después, a causa del reestreno de Las hadas, la primera ópera escrita por un jovencísimo Richard Wagner. Y entonces fue el turno de una visita al tenebroso Völkerschlachtdenkmal, en las afueras de la ciudad, y un paseo matinal por el viejo cementerio, en busca de las tumbas de Woyzeck y Johanna.

Eran los primeros días de abril de 2013. No hacía mucho frío, pero todavía había algunos rastros de nieve sobre las tumbas. Originalmente, el cementerio estaba ubicado detrás de la iglesia de San Juan, destruida durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora funciona allí un museo, desde el cual es posible acceder al camposanto. Hay otra entrada lateral, pequeñísima. En ese sector están las tumbas de fines del siglo XIX, las últimas que fueron habilitadas. Muchas están destruidas, y los charcos de nieve le daban un aspecto aún más triste al cuadro. Encontré, casi sin darme cuenta, las tumbas de la madre y la hermana de Wagner. Había algo de curiosa justicia poética en ese hallazgo: cuando visité la tumba de Wagner en Bayreuth, la imagen que venía de inmediato a la mente era la del compositor consagrado, el autor de Tristán e Isolda, de Parsifal, de la Tetralogía. Aquí, en cambio, la modesta lápida de Johanna y Rosalie Wagner, en la ciudad natal del compositor, evocan otra época: la de la promesa, los comienzos de una carrera titubeante, la del apoyo que esas dos mujeres le dieron a las veleidades artísticas de un muchachito insoportable, que se creía un genio aunque todavía no lo había demostrado.

Pero no había rastros de la tumba de Woyzeck o de la Johanna Woost. Desde luego, no esperaba encontrar nada muy llamativo: al fin de cuentas, no es de esperar que un asesino ejecutado en la plaza pública haya sido enterrado con honores. Pero el caso había sido lo suficientemente célebre en su tiempo como para imaginar, al menos, algún tipo de rastro, si no del criminal, al menos de su víctima.

En uno de los ángulos, una serie de lápidas herrumbradas daba cuenta de trabajos de restauración en curso, o acaso abandonados. Como pude averiguar, muchas de las tumbas más antiguas se habían deteriorado con el paso del tiempo. Otras nunca habían sido marcadas: eran fosas comunes utilizadas en épocas de epidemias, en el siglo XVI, o, las más recientes, en tiempos de la batalla de 1813, la misma celebrada por el Völkerschlachtdenkmal que estaba a punto de visitar. De la trágica historia de Woyzeck no quedaba nada. El manto de olvido, al parecer, cayó tempranamente: en el volumen Der Friedhof zu Leipzig in seiner jetztigen Gestalt editado por Heinrich Heinlein en 1844, que detalla una a una todas las inscripciones fúnebres del cementerio, no menciona una sola vez los apellidos Woyzeck o Woost. Imagino que muchas de las personas que asistieron a aquella última ejecución pública en la ciudad, en 1824, todavía vivían en 1844 cuando Heinlein publicó su libro, un curioso ejercicio de fascinación y nostalgia ante los cambios que sufría una ciudad en vías de modernización. "Las palabras de amor y de recuerdo grabadas en mármol y granito", escribe el cronista, "tarde o temprano deberán sucumbir, hasta que el nombre de los que aquí descansan desaparezca para siempre".

El libro de Heinlein es precisamente un intento de conservar la memoria de esos nombres, pero, sin mármol que los recordara, los nombres de Woyzeck y Johanna Woost no se conservaron en las páginas del historiador. La imaginación de Büchner y Berg, al fin de cuentas, resultó ser más duradera que las piedras.