martes, 3 de septiembre de 2013

la terrible violencia de los hombres educados


Interrumpo el hiato impuesto por obligaciones académicas y editoriales porque, entre tanta lectura de papers, abstracts y una larga lista de etcéteras, encontré tiempo para leer El camino de Ida (Anagrama) de Ricardo Piglia. Además, y fundamentalmente, la principal lectora de este blog me hizo llegar una queja ante la falta de nuevas entradas. Así que aquí estoy de vuelta, contando las cosas que pasaron en el camino de ida.

Pero antes de pasar al libro, un apunte musical (un viaje, al fin de cuentas, tiene siempre su banda de sonido). Durante los mismos días en que leí El camino de Ida llegó a mis manos el disco … pour passer la mélancolie, con música de Froberger, Fischer, (Louis) Couperin, D'Anglebert, Clérambault y Muffat interpretada por Andreas Staier en un clave francés del s. XVII. La asociación fue espontánea y esperable: de Piglia a Gerardo Gandini y su Anatomía de la melancolía interpretada el mes pasado en el Centro de Experimentación del Teatro Colón, y de ahí a este otro viaje imaginario, en el que uno puede reconocer a los pocos compases si está atravesando territorio francés o alemán. Lo cual ayuda a completar una suerte de mapa de la melancolía musical, en el que los ingleses siguen manteniendo la hegemonía, aunque ahora amenazada por una obra como la impresionante "Suite Urania" de Johann Caspar Ferdinand Fischer, una de las nueve suites del Musikalischer Parnassus en el que cada musa recibe un tratamiento musical acorde a sus características.

Y Urania, precisamente, es, además de la musa de la astronomía, la que se interesa en las cuestiones científicas. Así que probablemente también sea la musa que sobrevoló a Piglia durante la escritura de El camino de Ida, que (y a esto quería llegar) es la más "bolañesca" de las novelas de Piglia. Lo cual, a los efectos de este blog, equivale a decir que es la mejor. Me explico: no digo que haya una búsqueda deliberada de emular a Bolaño. Piglia no necesita emular a nadie, está de vuelta de todo y su voz es claramente reconocible en El camino de Ida. Lo que parece haber allí es algo mucho menos tangible, como una cicatriz casi invisible dejada por la lectura de 2666. Algo así le pasó también a Alessandro Baricco, como ya se comentó (en esta entrada): después de leer 2666, sus libros siguen siendo inconfundiblemente suyos, pero ya no son los mismos. La marca está allí, como la quemadura en el brazo de Ida Brown. Precisamente porque Piglia es un gran escritor es que esa cicatriz es apenas perceptible: es en los jóvenes e inexpertos cachorros bolañistas en donde deben buscarse las citas textuales o los guiños cómplices. Aquí, en cambio, hay simplemente una gran novela.

Pero, insisto, es imposible resistirse a la tentación de encontrar ciertas resonancias que remiten al universo de Bolaño: la descripción de la vida en el campus universitario bien podría llamarse "La parte de los profesores". El camino de Ida tiene, incluso, su propia "parte de los crímenes" en la que se describen minuciosamente los sucesivos golpes del Recycler/Unabomber. No es que la relación entre el crimen y la literatura sea un coto exclusivo de Bolaño, pero el modo en que la literatura atraviesa todas las relaciones de la novela (relaciones de poder, relaciones amorosas, relaciones profesionales, hasta el cuestionamiento del propio tejido social que dramáticamente pone en escena el Recycler) puede leerse como una flecha disparada hacia 2666: cuando algunos personajes hablan de ocultarse en México, es casi imposible no imaginarlos en Santa Teresa. O leer las alusiones a Melville, a Hudson, a Conrad como señales en un mapa secreto cuyo centro conduce al desierto de Sonora. O imaginar a Thomas Munk como una mezcla de Ted Kaczynski y Benno von Archimboldi.

Están, también, las alusiones a la filosofía analítica que podrían hacer pensar en el Concierto del no mundo de A. G. Porta (las otras dos manos de Bolaño en los Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce), la nostalgia de una tierra lejana que despierta un exilio autoimpuesto, un detective anacrónico y el inevitable catálogo de perdedores. Y, por supuesto, también está ese tiburón blanco que da vueltas en el sótano de Don D'Amato y cuya imagen se proyecta a toda la novela, como ese otro sótano misterioso y terrible en el que latía el corazón de Nocturno de Chile.

Insisto, no es que quiera "reducir" la novela a esta única lectura. Es, apenas, una idea. Y, como se afirma en El camino de Ida, la naturaleza tomó la precaución de que las ideas sean invisibles.