lunes, 14 de enero de 2013

encuentros con Borges (o "Beck, David Foster Wallace y yo")

Decía, entonces, que me encontré con el nombre de Borges en un par de lugares inesperados. Cierto, no tan inesperado como el tantas veces comentado encuentro en Borges y Mick Jagger, pero al menos lo suficientemente interesante como para obligar a comentar algunos detalles de esos cruces.


El primero involucra a Song Reader, el más reciente proyecto de Beck: una colección de canciones ofrecidas al público en formato de... partitura. Es decir: Beck escribió un puñado de canciones y decidió que, en vez de grabarlas, las publicaría en papel, para que quien quisiera obtuviera una copia y decidiera darles forma y vida (aquí puede leerse el prefacio a la edición de McSweeney's, en el que Beck cuenta cómo todo surgió cuando vio uno de esos libros en los que las canciones de un disco exitoso son transcriptas para voz y piano o guitarra; y cómo, a partir de esa experiencia, pensó en hacer el camino inverso).

Lo que a primera vista parece una excentricidad más del bueno de Beck -y, para algunos, apenas un ejercicio de nostalgia por las viejas épocas en las que las partituras de las canciones populares se vendían de a millones- es en realidad una demostración de hasta qué punto la música continúa siendo, como siempre, una experiencia física, emocional y, al fin de cuentas, colectiva. Basta darse una vuelta por la página oficial del proyecto para ver literalmente cientos de versiones de esas canciones, interpretadas por personas de todas partes del mundo, algunas de las cuales colaboran entre sí para hacerse llegar diversas piezas que luego son ensambladas y subidas a la web. Como comenta el propio Beck en su prólogo, para escuchar cómo suenan estas canciones hay que tocarlas. O, en todo caso, escuchar cómo las tocan otros, cada uno a su modo, configurando una suerte de disco potencialmente infinito.

Pero, ¿dónde está Borges en todo esto? En una entrevista publicada en el propio sitio de la editorial McSweeney's, Beck cuenta cómo se inspiró, para el diseño de cada una de las partituras, en las viejas publicaciones de música popular que se vendían en la primera mitad del siglo pasado (para nosotros, la referencia más cercana es seguramente la del tango). En ellas, cada espacio de la hoja era aprovechado. Si la canción terminaba una página antes del último pliego, la contratapa se utilizaba para promocionar otras canciones de los mismos editores, a veces con una imagen, una breve descripción, o incluso un fragmento de esa pieza. Así es que varias de las canciones de Song Reader terminan con fragmentos de otras canciones, deliberadamente inconclusos, en un juego que el propio Beck define como "borgesiano":

Me atraía la idea de que, con todos estos fragmentos de canciones, existía una suerte de aspecto borgesiano ["Borgesian"] para todo el asunto, en el sentido de que uno se pregunta si esas canciones existen realmente. Uno podría imaginar que, más allá de esos fragmentos, podía existir algo milagroso, aunque probablemente se haya perdido.

A propósito, uno de esos fragmentos posee una versión interpretada por este humilde servidor. La pueden encontrar mientras rastrean las diversas canciones subidas en el sitio de Song Reader, o pueden ir directamente a este link y escuchar (¡y descargar!) los menos de dos minutos de la borgesiana "There's a sarcophagus in Egypt with your name on it". Algo supuestamente divertido que probablemente vuelva a hacer.

Y así llegamos entonces a la segunda referencia "borgesiana".

El "libro" en cuestión, con las comillas del caso, es The Pale King de David Foster Wallace. Ante todo, dos aclaraciones: voy recién por la mitad de sus más de 700 páginas (gracias, de paso, a mi hermana por semejante regalo). Pero al ser esto apenas una serie de observaciones y no una crítica o un comentario más o menos extenso, basta con aclarar que lo que se diga a continuación acerca de The Pale King vale, al menos, para esas primeras 337 páginas. La otra aclaración tiene que ver con las propias características del libro, publicado póstumamente y que exigió de parte de los editores un trabajo con el material disperso de DFW no muy distinto al que los editores de Roberto Bolaño debieron realizar con 2666, otra novela póstuma y total.

En el caso de The Pale King, el nombre de Borges aparece ya en el epígrafe de la novela. Que no es una cita de Borges, sino de "Borges and I" de Frank Bidart, una suerte de meta-reflexión sobre "Borges y yo" del propio Borges. Un juego de espejos que, deliberadamente, pone todo el complejo universo de la novela póstuma de David Foster Wallace bajo la órbita de la de Borges. Pero no como un satélite cercano, sino más bien como esas galaxias muy muy lejanas que parecen muy similares a la nuestra, pero con pequeños e imperceptibles cambios.

Porque, en rigor, The Pale King no es una novela "borgesiana". Si hubiera que buscarle un antecedente, yo arriesgaría Moby Dick. No tanto por la desmesurada longitud que comparten ambos libros, sino fundamentalmente por el intento por capturar, hasta el último y exasperante detalle, un universo particularísimo, con sus propias reglas. Así como la novela de Melville incluye extensas explicaciones acerca de los diversos tipos de nudos marineros, técnicas para utilizar el arpón y otros aspectos del universo marino, toda The Pale King está construida alrededor del funcionamiento de una de las instituciones emblemáticas de los Estados Unidos, como es la agencia impositiva (IRS). ¿Se imaginan una novela de aliento épico acerca de la ANSES?

En serio: ¿se la imaginan?

...

Exacto.

Lo increíble de la novela póstuma de DFW es que nos sumerge en un universo completamente ajeno y, a la vez, indisolublemente viculado a nuestras vidas. La lectura de The Pale King es una experiencia que lo deja a uno perplejo precisamente por estar leyendo una extensa descripción de los diversos formularios que pueden llenarse en una declaración impositiva y sentir que allí está latiendo el corazón de la literatura. Cómo logra eso DFW es algo que no estoy aún en condiciones de explicar. Y no creo que la lecura de las páginas que aún me faltan logre despejar ese interrogante (a propósito, ya hablé en esta entrada acerca de esos "momentos-Wallace" en los que se produce una epifanía de este tipo).

Lo que sí me parece que puede asegurarse es que, en efecto, la sombra de Borges aparece cada tanto en sus páginas. La del texto "Borges y yo" lo hace indudablemente en esos capítulos en los que el autor aparece en primera persona, saludando a sus lectores y desdoblando su figura como lo hacen el Borges del breve texto de El hacedor y el Frank Bidart que escribe un texto que no se llama "Frank Bidart and I" sino, al modo de Pierre Menard, "Borges and I".

Aparece también en ese extraordinario capítulo #22, en el que un personaje sin nombre nos cuenta, durante más de cien páginas, cómo fue que llegó a trabajar en la IRS. En ese capítulo nos enteramos de una extraña afección, una suerte de variante del mal de Funes, por la cual este pobre hombre, en una etapa de su vida, descubrió que, para él, "leer" implicaba contar la cantidad exacta de palabras de cada discurso, incluyendo el propio. Así, cada acción de este hombre (a veces bajo el efecto de alguna droga) viene acompañada la propia percepción de esa acción, en una suerte de duplicación potencialmente infinita, como potencialmente infinitas son las planillas que los personajes de The Pale King deben llenar en sus declaraciones impositivas.

Como en Moby Dick, no hay aquí simbología posible. No se trata de crear un relato alegórico, sino un análisis microscópico de un universo, precisamente para ir en busca de un sentido, con la constante (y consciente) amenaza de que no exista ningún sentido en absoluto.

Dicho de otro modo, The Pale King podría ser ese libro escrito en las manchas de un tigre.

Y todavía no lo terminé.

viernes, 11 de enero de 2013

sueños, otra vez

Antes de continuar con la habitual programación de este blog y retomar los comentarios musicales (eventualmente literarios: debo una explicación acerca de la reciente conjunción de los nombres de Beck y Borges), me permito abrir un pequeño paréntesis de índole personal. Casi una suerte de llamado a la solidaridad, aunque la verdad es que tampoco es para tanto. En realidad, es apenas una observación acerca de los sueños. No de los sueños en general, sino mis sueños. Y muy particularmente mis últimos sueños. Ténganme paciencia.

No es la primera vez que aparecen los sueños en este blog: se habló bastante de los sueños de Theodor W. Adorno, de los de Walter Benjamin y alguna que otra vez no resistí la tentación de relatar alguno de mi propia cosecha. Pero nada de eso viene a cuento. En realidad, no pretendo contarles un sueño, sino describir una sensación extraña y un tanto incómoda, acaso a modo de exorcismo, que rodea a algunos sueños recientes.

No podría hablar estrictamente de "pesadillas". Creo haber comentado alguna vez que, por alguna razón, desde hace varios años me sucede que, en medio de un sueño particularmente cruento (escenas violentas, a menudo fantásticas, que culminan invariablemente en una o varias muertes, entre ellas la propia) logro advertir que estoy soñando, a pesar de lo vívido de las sensaciones. En esos casos, no me despierto, sino que permanezco en el sueño y aprovecho esa momentánea suspensión de las leyes naturales: si hay un precipicio, me arrojo; si hay zombies, los muerdo yo primero; si una manada de lobos salvajes me ataca, dejo que me muerdan un poco antes de despertar, sintiendo apenas un escozor en las piernas, en los brazos o en el cuello.

Otras veces, ocurre que las circunstancias que me rodean mientras duermo logran colarse en los sueños: recuerdo especialmente un verano en Chile, en el que soñé que estaba en un antiguo calabozo, oscuro, con tenues rayos de sol que se filtraban entre las rejas de una ventana pequeña y alta. Sonaba la música del segundo acto de Fidelio, pero ya no en el sueño, sino en la radio que oficiaba de despertador. Todo mi sueño se había construido a partir de esa percepción inconsciente de la música de Beethoven. El otro caso que recuerdo era una sensación de estar atrapado en un alud, con un peso enorme que me impedía respirar. Cuando desperté, la sensación continuaba, pero se trataba de mi perro que había decidido subirse a mi cama y dormir hecho un ovillo sobre mi pecho.

Hasta aquí, todo parece bastante normal: la percepción, dentro del sueño, de que se está soñando; y la incorporación como elementos del sueño de las circunstancias que rodean al cuerpo que duerme. Supongo que estos fenómenos son relativamente normales. Los sueños de los últimos días, en cambio, son distintos. Ya dirán ustedes si alguna vez les pasó algo por el estilo, y créanme que me sentiría aliviado si supiera que se trata de un fenómeno más o menos frecuente. Para mí, en cualquier caso, se trató de una sensación nueva.

Y es que, por primera vez, había algo que me despertaba desde dentro del propio sueño. Pero no como ocurre generalmente, cuando es uno el que se despierta para protegerse de alguna imagen atroz o angustiante. En esos casos, uno despierta para protegerse de la inminencia de algo desagradable en el sueño. Aquí era al revés: lo primero que pensé fue que era el propio sueño el que se estaba protegiendo de mí, y no a la inversa. Como si yo fuera esa presencia extraña de la que el sueño quisiera mantenerse a salvo. O como si estuviera acercándome a algo, y mi incosciente se resistiera a permitirme alcanzarlo.

En cierto modo, esa reacción que comenté antes, que me permitía saber que estaba soñando y, entonces, soportar cosas que en la vigilia jamás soportaría (disparos, caídas, golpes, ataques de zombies) bien podría haber generado en mi incosciente la necesidad de protegerse de mí mediante nuevos artilugios. Y así, supuse, podría explicarse este nuevo fenómeno. Una adaptación de mi inconsciente, a la manera de esos insecticidas que tienen que ser cada vez más potentes para superar la capacidad de adaptación de los insectos.

El mecanismo es ingenioso: todo funciona como si algo fuera del sueño me reclamara, aunque en realidad no es así. No es el contenido del sueño lo que es falso (eso es, al fin de cuentas, sólo un sueño, y no un engaño), sino que lo que resulta falso es lo que debería estar fuera del sueño, esto es, en la realidad. La sensación es tan extraña, que de inmediato olvido el contenido del sueño, a excepción de ese último tramo que me obligó a despertar. Eso, desde ya, alimenta la sensación de que el propio sueño buscaba expulsarme ya no de un modo violento, como es lo usual, sino mediante un engaño.

Acaso sea más fácil comprenderlo mediante un ejemplo. Lo único que recuerdo de uno de los sueños es que me estaban trasladando en avión a un hospital, podría ser en Europa del Este o en África. Tuvimos que atravesar turbulencias, mientras un médico intentaba estabilizarme. Al aterrizar, el médico se encargaba de discutir con una enfermera los pasos a seguir para mi internación. Desde otra habitación, se escuchaba la voz de otra enfermera que gritaba mi nombre, como si quisiera despertarme. La voz se oía como se oye la voz de nuestros padres cuando nos despertaban para ir a la escuela. Un sonido que se cuela en el sueño desde el mundo de los despiertos, y que finalmente nos arrastra de vuelta a la realidad. Por supuesto, me desperté, pero eran las tres de la mañana, estaba solo en casa y, desde luego, nadie me había llamado.

Otro sueño fue aún más extraño. Debido al calor de estos días de verano, duermo con un pequeño ventilador junto a la cama. Del sueño propiamente dicho no recuerdo nada, salvo el hecho de que, en un momento en el que sentía que me estaba acercando a algo que, aparentemente, estaba buscando, se cortó la luz en mi casa, con ese silencio característico que se escucha en medio de la noche cuando todos los aparatos dejan de funcionar. Y, sobre todo, con el calor que comienza a sentirse cuando ya no funciona el pequeño ventilador junto a la cama. Me desperté, pues, sólo para comprobar que el ventilador seguía funcionando y que la luz, como lo atestiguaba el despertador que no había modificado en nada su pantalla digital, jamás se había cortado. No hacía más calor que el habitual en una noche de verano en Buenos Aires.

Al ponerlos por escrito, los ejemplos parecen menos extraños de lo que me parecieron en su momento, pero eso se deba probablemente a que siempre es necesario tergiversar los sueños para poder poner en palabras una sensación que goza de todas las ambigüedades de las que el lenguaje articulado no es capaz. En todo caso, y para decirlo una vez más, la sensación no era la de esos sueños en los que uno se despierta sobresaltado por lo que soñó, sino de una sensación más extraña, en la que lo que a uno lo sobresalta no es el contenido fantástico del sueño, sino la inesperada normalidad de todo lo que lo nos rodea al despertar. Como si el sueño estuviera luchando más por expulsarnos de su dominio que por encantarnos para permanecer en él. Como si nos arrojara una rama hacia el lado de la vigilia, para que, como perros dóciles y obedientes, corramos a buscarla.

Pero en ese caso, aun si la encontráramos, no tendríamos manera de poder llevarla de regreso.

domingo, 6 de enero de 2013

Gramsci régisseur


Cada tanto, algunas puestas de ópera en el Teatro Colón o el Teatro Argentino de La Plata despiertan polémicas que, con cierta regularidad, reaparecen en las conversaciones en el foyer, en blogs especializados o en algún llamado a programas radiales (sin ir más lejos, a ese programa altamente recomendado que tiene por título "Un Programa de Ópera" y que todos los domingos, entre las 21 y las 23, puede escucharse en Radio Nacional Clásica).

No voy a entrar aquí en detalles o en opiniones personales. Me gustaría en cambio compartir unos párrafos que encontré casi de casualidad en la hermosa edición de los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci que me regaló la persona con la que más disfruto discutir estas cuestiones. La traducción fue hecha con cierta velocidad, así que sabrán disculpar algunas posibles imperfecciones. El párrafo más relevante para la discusión es el último, pero para mayor comprensión del contexto en el que Gramsci ofrece sus reflexiones (que son, en rigor, acerca del teatro, pero que pueden hacerse extensivas a la ópera, como la fugaz aparición del nombre de Wagner parece sugerir), transcribo también algunos párrafos anteriores:

Una primera lectura ofrece sólo la posibilidad de introducirse en el mundo cultural y sentimental del escritor, pero esto no es siempre así, especialmente para los escritores no contemporáneos, cuyo mundo cultural y sentimental es diverso del actual: una poesía de un caníbal acerca de la felicidad que produce un gran banquete de carne humana puede concebirse como bella y exigir, para ser apreciada artísticamente, sin prejuicios "extra-estéticos", una cierta distancia psicológica de la cultura presente. Pero la obra de arte contiene también otros elementos "historicistas" además del determinado mundo cultural y sentimental, y es el lenguaje, entendido no sólo como expresión puramente verbal, que puede ser fotografiado en un determinado tiempo y lugar de la gramática, sino como un conjunto de imágenes y modos de expresarse que no pueden ser absorbidos por la gramática. Estos elementos aparecen con mayor claridad en las otras artes. La lengua japonesa se presenta de inmediato como diversa a la italiana, no así el lenguaje de la pintura, de la música y de las artes figurativas en general: y sin embargo existen también estas diferencias de lenguaje, y son tanto más llamativas cuanto más se pasa de las manifestaciones artísticas de los artistas a las manifestaciones artísticas del folklore en las cuales en lenguaje de estas artes se ve reducido a su elemento más autóctono y primordial. [...]

Existe, desde el punto de vista cultural e histórico, una gran diferencia entre la expresión lingüística de la palabra escrita y hablada y las expresiones lingüísticas de las otras artes. El lenguaje "literario" está estrechamente ligado a la vida de las multitudes nacionales y se desarrolla lenta y apenas molecularmente; si se puede decir que cada grupo social posee una "lengua" propia, sin embargo es posible advertir (salvo raras excepciones) que entre la lengua popular y aquella de las clases cultas existe una continua adhesión y un continuo intercambio. Ello no ocurre con los lenguajes de las demás artes, respecto de los cuales se puede afirmar que actualmente se verifican dos órdenes de fenómenos: 1) en ellos están vivos, por lo menos en una cantidad enormemente mayor que en la lengua literaria, los elementos expresivos del pasado, y podría decirse que de todo el pasado; 2) en ellos se forma rápidamente una lengua cosmopolita que absorbe los elementos técnico-expresivos de todas las naciones que a cada paso producen grandes pintores, escritores, músicos, etc. Wagner ha dado a la música elementos lingüísticos que toda la literatura alemana no ha dado en toda su historia, etc. Ello ocurre porque el pueblo participa escasamente en la producción de estos lenguajes, que son propios de una elite internacional, mientras que puede, con bastante rapidez (y como colectividad, no individualmente), acceder a su comprensión. Todo esto para indicar que en realidad el "gusto" puramente estético, si puede llamarse primario como forma y actividad del espíritu, no lo es en sentido práctico, es decir, cronológico.

Alguno ha escrito que el teatro no puede ser calificado como arte, sino más bien como un entretenimiento de carácter mecánico. Y ello debido a que los espectadores non pueden apreciar estéticamente un drama representado, sino que se interesan sólo a la intriga, etc. (o cualquier cosa similar). La observación es falsa, en el sentido de que, en la representación teatral, el elemento artístico no está dado sólo a partir del drama en el sentido literario; el creador no es sólo el escritor: el autor interviene en la representación teatral con las palabras y la didascalia que limita el arbitrio del actor y del régisseur, pero en realidad en la representación teatral el elemento literario se convierte en ocasión para nuevas creaciones artísticas, que de complemetarias y crítico-interpretativas están pasando a ser cada vez más importantes: la interpretación del autor individual y el complejo escénico creado por el régisseur. Es cierto, sin embargo, que sólo la lectura repetida puede haceer disfrutar el drama tal como el autor lo produjo. La conclusión es esta: una obra de arte es tanto más "artísticamente" popular cuanto en mayor medida su contenido moral, cultural y sentimental es compatible con la moralidad, la cultura y los sentimientos nacionales, mas no entendidos como algo estático, sino como una actividad en continuo desarrollo. El contacto inmediato entre lector y escritor tiene lugar cuando en el lector la unidad de contenido y forma parte de la premisa de la unidad del mundo poético y sentimental; de otro modo, el lector debe comenzar a traducir la "lengua" del contenido en su propia lengua: puede decirse que la situación se asemeja a la de alguien que aprendió inglés en un curso acelerado Berlitz y después lee a Shakespeare; la dificultad de la comprensión literal, obtenida con el continuo auxilio de un mediocre diccionario, reduce la lectura a un ejercicio escolástico pedante y nada más.

En: Antonio GRAMSCI, Quaderni del carcere. Edizione critica dell'Istituto Gramsci, a cura di Valentino GERRATANA, Torino, Einaudi, 2007, v. II, q. 6 (1930-1932), pp. 730-732

viernes, 4 de enero de 2013

las vacaciones de la familia Strauss


Tenía pensado iniciar la temporada 2013 con un comentario acerca de un par de ecuentros con el nombre de Borges en lugares inesperados (el último "disco" de Beck, el último "libro" de David Foster Wallace), pero me pareció un tema demasiado intrincado para el veranito que comienza. Se sabe que estas son épocas en las que los temas serios no abundan y siempre se prefiere abordar cuestiones más ligeras, aptas para leer en la playa o tomando mate en las sierras. En cualquier caso, pronto tendré que escribir sobre esas curiosas apariciones del nombre de Borges, entre otras cosas porque espero haber generado al menos un poco de intriga con esta presentación y, además, porque también deberé explicar por qué puse las palabras "disco" y "libro" entre comillas.

Pero eso, como dije, será en otra entrada.

Ahora, mejor empezar el año de una manera un poco más liviana, proponiendo algo tan antimusical y, al mismo tiempo, tan inseparablemente vinculado a la música como es un ranking.

Y es que hace poco me crucé con el ranking de las películas de James Bond elaborado por Slate, en el que no sólo se intenta ordenar jerárquicamente las películas, sino también a los actores que encarnaron a 007, a las mujeres que oficiaron de ocasional compañera (o de esposa, en ese único y extraordinario caso), a los villanos y, por supuesto, las canciones de la apertura de cada entrega. Y la verdad es que coincido en algunas de las apreciaciones de Slate, pero en otras estoy en amplio desacuerdo. Supongo que para eso están hechos los rankings.

En todo caso, no se trata aquí de ordenar las más de veinte películas de Bond en orden decreciente de calidad, sino de algo igualmente caprichoso: elaborar el ranking de los poemas sinfónicos de Richard Strauss. Del mejor al peor, con el gusto y el capricho personal como guía, aunque con un mínimo intento por justificar la elección, esperando que alguien se enoje lo suficiente como para insultar, proponer órdenes alternativos, sugerir modificaciones o iniciar una de esas intrascendentes polémicas de verano sin las cuales no habría noticias musicales entre enero y marzo. O, por qué no, elaborar su propio ranking, de este compositor o de cualquier otro.

Así que aquí va el tan innecesario como placentero ejercicio de elaborar el top ten de los poemas sinfónicos de Ricardo II:

1. Eine Alpensinfonie, op. 64 (1915): alabar el trabajo de orquestación en esta obra es un lugar común; lo mismo ocurre con esa capacidad casi "cinematográfica" de describir las situaciones (algo que, en su momento, fue esgrimido como una falla antes que como un logro). Pero independientemente de esos ya reconocidos méritos, en un plano más personal reconozco que en esta obra están algunos de los motivos más logrados de Strauss o, al menos, algunos de los que más me gustan: el del ascenso, el de la calma antes de la tormenta, el de la noche y el de la extática contemplación del paisaje desde la cima, en la que de una manera única no se alude al silencio del protagonista con el silencio de la orquesta, sino con una paradójica e irresistible representación musical de ese silencio. El título original de la obra iba a ser El Anticristo, casi como una respuesta (yo diría "prolongación", aunque sobre esto tendré que abundar en otra entrada, me temo) al Parsifal de Wagner. La sensación es que Strauss quería filmar una película al estilo de Terrence Malick. "No tenemos cámaras", le dijo un amigo. "¿Tenemos orquesta?", preguntó Strauss. "Sí", le respondieron. "Entonces no hay problema".

2. Don Quixote, op. 35 (1898): alguna vez dijo Herbert von Karajan que este era su poema sinfónico preferido. Motivos no le faltan: formalmente, la idea de un "tema con variaciones" se adapta de manera única a un personaje que va sufriendo una serie de aventuras que lo van transformando a los golpes, hasta la última y definitiva conversión en Alonso Quijano. Pero, una vez más, el mérito de Strauss no puede ubicarse únicamente del lado formal del asunto, sino en su capacidad para que, como en todas las verdaderas obras maestras, la forma resulte inseparable del contenido. Don Quixote tiene muchos efectos casi "exhibicionistas" (eso que despectivamente se llama "pirotecnia"), desde la dificultad de la parte del violoncello solista que interpreta al caballero, hasta las representaciones de algunas de las situaciones que atraviesa el protagonista. Lo increíble es que, a diferencia de otros poemas sinfónicos de Strauss, estos efectos logran generar una conexión con la obra ausente en otros casos, cuyo exhibicionismo suele expulsar al oyente antes que involucrarlo con la obra (ver, para eso, los últimos puestos del ranking). Una joya.

3. Tod und Verklärung, op. 24 (1891): en muchos casos, Strauss naufraga cuando desea escribir obras "profundas", sea por la naturaleza misma de las referencias extramusicales, sea por el tratamiento concedido a esas referencias. Hay cierto componente lúdico en las mejores obras de Strauss que es innegable. Y no quiero decir con esto que Strauss sea un compositor "ligero", sino que cuando incorpora una cierta distancia con su composición Strauss es capaz de transmitir esa profundidad que no se logra con una mueca de pretendida gravedad, sino con una media sonrisa. O (ver puesto Nº 4) con una carcajada. En cualquier caso, este parece ser un caso en el que Strauss aborda un tema "serio", sin resquicio para la ironía o el jugueteo, y sale airoso. Una obra extrañamente concentrada, menos expansiva que cualquiera de los otros integrantes de este ranking, pero por momentos mucho más intensa.

4. Also sprach Zarathustra, op. 30 (1896): una obra riesgosa, al borde de esa "profundidad" afectada en la que pueden caer los proyectos ambiciosos, pero que en este caso parece salvarse por la propia cuota de irreverencia contenida en la obra que Strauss toma como punto de partida. Probablemente ya no podamos escuchar nunca más ese comienzo de una manera "inocente", pero no sería justo criticar una obra (sean esas críticas positivas o negativas) por sus primeros dos minutos. Pasan muchas cosas en esta partitura, que incluye algunos de los momentos más logrados de su autor (personalmente, en la sección de "las alegrías y las penas").

5. (ex aequo) Till Eulenspiegels lustige Streiche, op. 28 (1895) y Don Juan, op. 20 (1889): difícil ubicar uno de estos dos poemas sinfónicos sobre el otro. Aquí sí que entran a jugar motivos personales, caprichos, gustos, pequeños detalles, o la simpatía que uno pueda sentir por uno u otro protagonista. Las obras son muy similares: ascenso y caída de un personaje "con capacidades morales diferentes", para usar un eufemismo. Las versiones cómica y trágica de una misma historia. Las dos obras son, además, las más breves del grupo, e igualmente encantadoras.

7. Aus Italien, op. 16 (1886): una obra de juventud, que muchos eligen no incluir en el canon de poemas sinfónicos. Hay motivos para defender esa decisión (los cuatro movimientos cerrados en vez de la continuidad del discurso presente en los poemas sinfónicos propiamente dichos), pero en todo caso, tampoco faltan las razones para incluirla en la lista. Es una obra rarísima, una de esas tantas composiciones en las que artistas alemanes manifiestan su absoluta fascinación con todo lo que sea italiano. Acaso lo más comentado de Aus Italien sea la inclusión de "Funiculì, funiculà" en el cuarto movimiento ("Escenas de la vida napolitana"), que le valió al jovencísimo Strauss perder un juicio por plagio, pero a mí siempre me llamó más la atención el segundo ("Ruinas de Roma"), en la que Strauss deja entrever que, antes de convertirse en el heredero de Wagner, podría haberse convertido con igual maestría en el heredero de Brahms.

8. Sinfonia domestica, op. 53 (1904): es muy difícil encontrar gente que hable bien de esta obra. Fue la última que escuché de Strauss, entre otras cosas por esas críticas casi universales a la idea misma que subyace a la composición: la vida del Sr. y la Sra. Strauss, sus peleas, sus sesiones de amor en el lecho matrimonial, y el baño de su pequeño hijito a las 7 de la mañana. Después descubrí que Martha Argerich había interpretado una versión para dos pianos y mis prejuicios se conmovieron (poco, pero se conmovieron). Y decidí darle una oportunidad. La verdad es que hoy en día no debería sorprendernos semejante nivel de autorreferencialidad, sobre todo cuando estamos acostumbrados a una literatura que prácticamente consiste en el inventario de las vivencias de los narradores en primera persona (¡y estoy escribiendo esto en un blog!). Acaso en eso, en el culto a la personalidad que hoy nosotros damos por sentado, Strauss haya sido un adelantado. Y también aquí, como en otros casos, el modelo a seguir parece haber sido Wagner, el mismo que escribió su Idilio de Sigfrido para el cumpleaños de su esposa, después del nacimiento de su hijo. Personalmente, encuentro mucho más inspirada la vida doméstica de Wagner que la de Strauss, pero aún así la Sinfonia domestica no es lo peor de su autor (ver, para eso, el puesto Nº 10).

9. Macbeth, op. 23 (1888): por distintas razones que en el caso anterior, también es difícil encontrar gente que hable bien de esta obra. Es igualmente difícil encontrar gente que hable mal de ella. Es, sencillamente, una obra de la que no hay mucho para decir. Para los que no consideran Aus Italien un poema sinfónico, este es el primer intento de un joven Richard Strauss por abordar la forma. Tenía 24 años. En Macbeth, se nota.

10. Ein Heldenleben, op. 40 (1899): personalmente, la obra más insoportable de Strauss. No por la megalomanía que implica (al fin de cuentas, la historia de la música sería muy distinta sin la megalomanía de algunos artistas), sino sencillamente por lo aburridísima que resulta. Temas horribles, un programa absurdo, una vacuidad sorprendente que, si fue escrita con seriedad, mueve a risa. Y si fue escrita como una broma, se trata de la broma más larga de la historia. Una obra sin gracia.