domingo, 16 de diciembre de 2012

palpitando el año verdiano


Mientras en Sudamérica las temporadas líricas llegan a su fin y comienzan los recesos de verano, los teatros europeos inician su agenda 2012/2013 con una gran cantidad de nuevas producciones. El atractivo, desde ya, puede buscarse en las grandes salas en las que actúan artistas ampliamente consagrados. Pero no se agota allí: hay más de una sorpresa para descubrir en los teatros que dedican recursos y esfuerzos a descubrir y promover nuevos talentos. Algo, por otra parte, inevitable, en la medida en que el recambio generacional es precisamente lo que mantiene la actualidad de un género como la ópera.

Y así es que merece una mención especial la iniciativa de la Fondazione Arena di Verona, que organizó su Novena Competencia Internacional “Aida”. La mención no es inocente en este blog, porque hay un ganador sudamericano en el certamen: el tenor Sebastián Ferrada, que el público chileno conoció cuando comenzaba su formación como cantante y que en la Argentina pudimos escuchar el año pasado en una gran Madama Butterfly en el Teatro Argentino de La Plata. El triunfo en el concurso demuestra que ya comienzan a verse los frutos de su formación en Milán.

Como resultado de la competencia, la Fondazione Arena di Verona produjo entonces Aida, en versión de concierto, en el Teatro Filarmónico. Una hermosa velada musical con uno de los títulos más celebrados del compositor italiano, del que el año próximo se celebrará el bicentenario (curiosamente, el público de Buenos Aires también recuerda una Aida en versión de concierto para otro bicentenario: la que Daniel Barenboim dirigió en el Teatro Colón con los cuerpos estables del Teatro alla Scala en 2010).

La Aida de Verona fue, en líneas generales, atractiva. Acaso los tiempos elegidos por el director Fabio Mastrangelo, por momentos excesivamente veloces, hayan desdibujado un poco la cohesión del conjunto. Los cantantes, en cualquier caso, tuvieron la posibilidad de lucirse en papeles de gran exigencia. En especial, los protagonistas: una Monica Zanettin que demuestra que, sumando mayor experiencia a su voz, puede aspirar a más y un Sebastián Ferrada que, con una voz más brillante y clara de lo habitual (en relación a las voces que suelen cantar el papel de Radamés), se acerca al ideal de la escritura verdiana: buen uso del fiato, un sorprendente fraseo, y hermosos agudos. En las mínimas marcaciones actorales de los cantantes fue también el más seguro, transmitiendo una sólida presencia escénica.

Todo el elenco, en general, ofreció un gran nivel, del Amonasro de Giorgio Jung (si bien por momentos inseguro) al Ramfis de Young Kun Jang, pasando por la Amneris de Elena Serra. Una de esas funciones que entusiasman: por lo que nos permiten vivir en el escenario, y por la proyección que sugieren a futuro, con un elenco joven que asegura una continuidad para un repertorio inagotable.


miércoles, 5 de diciembre de 2012

la(s) París de los argentinos













El título de esta entrada, además de oficiar como evocación del libro del amigo Jorge Fondebrider, alude a dos experiencias musicales recientes que tuvieron lugar en Buenos Aires. En ambos casos, se trató de estrenos locales de piezas originalmente presentadas en Francia. Y, en ambos casos, los compositores son argentinos residentes en París (o, al menos, residentes en París a la hora de estrenar estas obras: uno de ellos ya se mudó a Berlín).

En todo caso, lo que me interesa comentar aquí, más que la extraordinaria calidad de ambas, es el efecto que provoca el haberlas escuchado con pocos días de diferencia. Y es que Cachafaz (2010) de Oscar Strasnoy y La rosa... (2011) de Martín Matalón no podrían ser más distintas. Aún así, si existiera la categoría de "compositor-argentino-residente-en-París" cualquiera de estas dos obras podría funcionar como ejemplo de lo que produce esa "argentinidad" pasada por el filtro de la distancia y, por qué no, también de una cuota de nostalgia.

Quiero decir: son obras casi diametralmente opuestas estilísticamente (y digo "casi" porque no estoy seguro de que se trate de una verdadera oposición), y sin embargo cada una se las ingenia para ser indiscutiblemente actual, dramáticamente efectiva, musicalmente impactante. Y, sobre todo, ambas son profundamente "argentinas", en ese sentido en el que Borges se animaba a definir como "argentino" prácticamente cualquier acontecimiento que tuviera lugar en cualquier parte del mundo o, puestos a exagerar (otra gran característica local) del universo.

Para darse una idea de la distancia entre las obras, baste con comparar estos versos de Borges que aparecen en los primeros minutos de La rosa...:

Soy la fatiga de un espejo inmóvil
o el polvo de un museo.
Sólo una cosa no gustada espero,
una dádiva, un oro de la sombra,
esa virgen, la muerte. (El castellano
permite esta metáfora).

Con estos otros del Cachafaz de Copi:

¡Para mí vos sos milonga,
no me importa que seas puto,
pues yo soy un César Bruto
de un patio del arrabal!
¡Qué bien que tenés el culo!

Leídos sucesivamente producen el mismo efecto que una canción de Luis Almirante Brown, la parodia de Capusotto. Musicalmente, el contraste es similar. De la reescritura paródica de Mozart y Verdi en Cachafaz al virtuosismo electroacústico de La rosa..., cada compositor parece haber encontrado el mejor vehículo para completar el sentido de los textos elegidos. En el caso de La rosa..., por ejemplo, la escritura de Matalón parece funcionar, alternativamente, como uno de esos poderosos microscopios electrónicos capaces de desnudar los componentes mínimos de las cosas (en este caso, de los sonidos), o como un telescopio capaz de proyectar las constelaciones más lejanas. No encuentro por el momento otra metáfora para aludir a la experiencia de La rosa... que, en todo caso, pueden comprobar personalmente esta noche, en sus dos últimas funciones (20.30 y 22 en el Centro de Experimentación del Teatro Colón). La selección de versos borgeanos es efectiva en el despliegue de las habituales obsesiones: están los espejos, el ajedrez, la sombra, el doble... La puesta colabora en generar una atmósfera particular, la sensación de que estamos atrapados en un reloj de arena.

Las fotos de París que ilustran esta entrada también pretenden dar cuenta de ese contraste, que permite que tanto Copi como Borges sean perfectos argentinos.

Como Gardel, que nació en Francia.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

el relato wagneriano

De acuerdo, la entrada anterior, dedicada al repaso del estreno del Colón-Ring, fue tal vez demasiado extensa. Para compensar, adjunto este texto breve que fue publicado en la Revista Teatro Colón que ayer se obsequió como premio a los que se quedaron hasta el final de la jornada...


Richard Wagner debe ser el compositor sobre el que más se ha hablado. La tradición fue inaugurada por el propio Wagner, no sólo responsable de una gran cantidad de libros, artículos periodísticos, discursos, panfletos y otros textos de ocasión, sino también, según los testimonios de sus contemporáneos, un incansable conversador acerca de un tema casi excluyente: él mismo. No faltó, en vida del compositor, el profesional que lo considerara un caso patológico: en 1873, el Dr. Theodor Puschmann publicó en Berlín Richard Wagner. Eine psychiatrische Studie, que, entre otras observaciones, incluía el irrevocable diagnóstico de megalomanía y, peor aún, una contagiosa decadencia moral que poco a poco iba ocupando toda Europa.

El problema con la megalomanía de Wagner es que reduce a mero trastorno psicológico una de las principales características de su estilo. Sus personajes se comportan como él: esos largos relatos en los que nos cuentan una y otra vez su historia son lo más revolucionario del discurso wagneriano. En sus Five lessons on Wagner, el filósofo Alain Badiou observa que, en casi todos sus dramas musicales, las escenas de acción son breves y convencionales. En cambio, es en los extensos monólogos en donde Wagner despliega todo su virtuosismo. No otra cosa sería la técnica del Leitmotiv: permanentes transformaciones de una célula que es siempre la misma. Los personajes de Wagner -Wotan, Siegmund, Brünnhilde, Tristan, Isolde, Parsifal- se cuentan una y otra vez sus propias historias en busca de algún sentido para todo lo que les ocurre, para poder encontrar algo sólido sobre lo cual afirmar una identidad permanentemente amenazada.

Que el propio Wagner se veía así resulta claro a partir de sus escritos. De haber vivido hoy, podría ser una de esas celebridades que están constantemente en Twitter exponiendo y comentando su vida (aunque habría que ver cómo se las ingeniaría para respetar el estrecho límite de los 140 caracteres). En rigor, no sería descabellado considerar a Wagner uno de los precursores de la actual cultura del espectáculo. En su libro Richard Wagner: Self-Promotion and the Making of a Brand el musicólogo Nicholas Vazsonyi busca poner de relieve esa fundamental paradoja wagneriana: todos sus escritos, sus discursos y, fundamentalmente sus intervenciones en la prensa no serían otra cosa que un intento por delinear un personaje apto para el consumo... cuya característica más atractiva sería oponerse a la cultura del consumo.

Desde luego, esta especie de estrategia de marketing no implica que en la obra de Wagner se esconda una ficción o una impostura. Al contrario, una de las tantas marcas del genio wagneriano es su capacidad para inventar un nuevo lenguaje, y luego hacer que la realidad se ajuste a él. La prueba de la eficacia del relato wagneriano reside en el hecho de que hoy nos resulta imposible hablar de la obra de Wagner sin utilizar los términos que él mismo forjó para crearla.

cuatro por uno / no hay drama



Hay algo del orden de la obsesión cuando se trata de hablar de Richard Wagner. Basta con entrar su nombre en el buscador del blog para descubrir que se trata de una de esas presencias recurrentes en estas páginas, desde una visita a Bayreuth en 2009 hasta un viaje más modesto pero igualmente gratificante a La Plata, para una producción de El oro del Rin a comienzos de este año, con múltiples estaciones intermedias. Ahora es el turno del estreno mundial de ese artefacto sui generis que es el bautizado Colón-Ring (que estuvo a punto de llamarse, sucesivamente, China- o Brasil-Ring), con la aclaración de que escribo esto recién llegado a casa, después de nueve horas de función. Desde 2007 que no pasaba nueve horas en el Colón, aunque en aquella oportunidad no estaba en la platea, sino en una oficina.

(NB: esta entrada es de proporciones wagnerianas. No hay versión reducida, pero los asteriscos dividen dos secciones que podrían leerse independientemente. Y que podrían, también, no leerse en absoluto.)

Y, para empezar con las buenas noticias, todas las voces (¡todas!) sonaron impecables. Acaso en las últimas escenas se pudo notar alguna fatiga en los protagonistas, lo cual es perfectamente comprensible dada la magnitud del esfuerzo (aunque ya habrá oportunidad de decir algo más sobre esto). Y lo mismo se puede decir de la orquesta, que, independientemente de pequeños desajustes, sonó realmente bien en los tres primeros títulos, pero que dejó ver algunas claras fisuras en El ocaso de los dioses. Para que sean sólo "algunas", Roberto Paternostro pareció recurrir a esa triquiñuela tan común en la dirección wagneriana que ya había denunciado Pierre Boulez en sus reflexiones a partir de su experiencia en Bayreuth: oscilar entre un mezzoforte y un fortissimo y a otra cosa. Una vez más, después de tantas horas de esfuerzo, es inhumano exigir un nivel de perfección que, aún así, no estuvo tan lejos de las capacidades de los artistas que trabajaron para este Colón-Ring.

Pero ese, ¡ay!, es el problema: son todos grandes artistas, que hicieron un esfuerzo impresionante y de grandísimo nivel, pero al servicio de un mecanismo que nunca termina de funcionar. Las ovaciones a los músicos fueron más que merecidas pero, al mismo tiempo, los abucheos al equipo de producción -fundamentalmente a la directora de escena Valentina Carrasco- sonaron extemporáneos. Es cierto: muchas cosas no terminaban de funcionar en su propuesta, y hasta sería engorroso enumerarlas (será interesante ver cuáles eligen privilegiar cada uno de los asistentes; yo tengo las mías), pero no parece tener sentido ensañarse tanto con una artista reconocida que aceptó trabajar con apenas un mes de anticipación a partir de una idea que ni siquiera era la suya. Se podrá decir que nadie obligó a Valentina Carrasco a aceptar trabajar con poquísimo tiempo en un proyecto que no era el suyo. De acuerdo. Pero no se puede dejar de observar que la distancia entre las extensas ovaciones a los músicos y el abucheo a la directora de escena hace que todo parezca una situación más o menos corriente: una puesta más de una ópera cualquiera de la temporada, en la que se aplaude a los artistas que generan entusiasmo y se rechaza a los que no convencen.

El problema, desde ya, es que esta no es una función más de una ópera cualquiera. El Colón-Ring fue presentado por el propio teatro -y por algunos de sus productores, haciendo pasar su campaña de marketing por artículos periodísticos- como un hecho histórico, una hazaña, una locura digna de ser acompañada hasta sus últimas consecuencias, un proyecto audaz que mantiene en vilo al mundo, etc. En rigor, parece más un tipo de proyecto pensado para teatros periféricos: originalmente pensado para China, se buscó luego presentarlo en América del Sur, y aquí está. A eso se sumaba la participación y posterior berrinche de Katharina Wagner. La misma Katherina que, como directora del Festival de Bayreuth le hizo firmar a Frank Castorf un contrato según el cual, el año próximo, no puede alterar ni una coma en el libreto ni una semicorchea en la partitura de El anillo del nibelungo. Precisamente, la misma obra que ella no tiene problemas en alterar para otros teatros, pero se cuida muy bien de presentar íntegramente en el suyo. Lo más descabellado de todo es que el enorme esfuerzo realizado, la magnitud de los intérpretes, todo lo que se pudo ver y oír hace un rato en el Colón no hizo otra cosa que demostrar que ese mismo esfuerzo era digno de mejores proyectos.

Y yo confieso que fui con una cuota de optimismo: como escribió alguien en un muro de Facebook, al fin de cuentas es la música de Wagner, bien tocada y bien cantada. Es cierto: está bien tocada y bien cantada. Reconozcámosle incluso algún mérito a la dirección de escena. De hecho, pienso volver el viernes, para escuchar una vez más a todos los músicos y prestar atención a algunos detalles de la puesta. Nada de eso es el problema: la falla más grave, la que le quita sentido o, al menos, pone en entredicho todo el asunto, es la adaptación o, mejor, la posibilidad misma de una adaptación. Antes de llegar a lo que hicieron bien los cantantes o a lo que estaba mal en la puesta hay que pasar por la obra misma. O, en realidad, por el sentido y la necesidad de la obra. El problema no es la puesta, y ni siquiera es, estrictamente hablando, la música, sino esa otra entidad, que involucra a ambas, y que no es otra cosa que eso que Wagner entendía por "drama". Eso es precisamente lo que sacrifica este Colón-Ring.

***

Se dijo por ahí que el Colón-Ring no es una serie de "grandes éxitos" del Anillo. Y, ciertamente, no lo es: faltan algunos (los murmullos del bosque, la escena entre Alberich y el Wanderer despertando al dragón, la escena de las Nornas, por ejemplo), otros están radicalmente alterados, y, por otra parte, la idea declarada por los responsables de la adaptación era la de mantener una cohesión dramática. Contar una historia, como se dice en estos casos. El adaptador, Cord Garben, comentó que "la obra de Wagner tiene dos columnas: la acción y lo filosófico; y yo busqué sacarle lo filosófico". Además de la involuntaria humorada, digna de Les Luthiers, hay varios problemas en esa frase. El primero y fundamental es igualar acción y drama. Efectivamente, este Colón-Ring tiene acción, pero "drama" parece ser, para Wagner, algo que difícilmente pueda escindirse de la música. En cuanto a lo "filosófico", si se lo quiere llamar así, no es algo que esté separado del relato del Anillo, sino, en todo caso, algo que lo atraviesa o, mejor aún, una especie de fuente de la que van naciendo los diversos motivos que conforman la obra, un poco a la manera de ese Mi bemol inicial del que parecen brotar todos los sonidos.

Se suele señalar como una característica típica del lenguaje de madurez wagneriano el hecho de que cada obra tenga una "paleta" orquestal diversa. Efectivamente, la orquesta de Tristán e Isolda no suena como la de Parsifal, ni la de Meistersinger como la del Anillo. Cada una tiene un sonido característico que hace que sea imposible confundirla con otra. En cada caso, la elección parece estar motivada por la historia que se cuenta. De esa mutua determinación de texto y música parece surgir esa anomalía que es el drama wagneriano, cuyos relatos parecen extensos y redundantes si se les quita la música, y cuya música parece exigir las palabras que le den su significado completo, aunque se trate de un significado que permanentemente se oculta o se escapa.

En el caso del Anillo, dos típicos recursos wagnerianos alcanzan un punto de madurez asombroso. Uno, desde ya, es el de los famosos Leitmotive, a los que este Colón-Ring parece haberles encontrado una nueva función: hacernos recordar todo lo que falta. El problema de la adaptación de Garben es que los cortes interrumpen el proceso de transformación de los motivos, que, independientemente de la acción, siguen su propia lógica. Una de las razones por las que muchos de los motivos del Anillo se resisten a las etiquetas fáciles es que -sobre todo a medida que se avanza en la historia- se hacen más maleables, se desprenden unos de otros, como si siguieran su propio camino, a veces obligando a "cantar con ellos" a los personajes, a veces como si ignoraran completamente lo que esos personajes están cantando para revelarnos lo que deberían cantar (se suele citar el hábito de Wagner de tocar permanentemente esos motivos al piano como explicación para esta particularidad de su discurso). Aquí, algunos no aparecen, o aparecen tardíamente, sin que quede muy claro cuál es el lugar del que proceden. En otros casos, se da el hecho curioso de que suenen los motivos de los personajes eliminados de esta adaptación, una involuntaria rebelión musical a la amputación de Erda, las Nornas, o esos Rosenkranz y Guildestern de esta historia que son Donner y Froh.

El otro procedimiento es el de la subdivisión de las filas de instrumentos de la orquesta, que llega a contar hasta ocho voces en los violoncellos (en la llegada de Siegmund en el primer acto de La walkyria) o en los cornos (en el comienzo de El oro del Rin y, con un nivel de virtuosismo aún mayor, el comienzo del tercer acto de El ocaso de los dioses). La interrupción del discurso musical producida por los numerosísimos cortes hace que muchos de esos pasajes desaparezcan, sencillamente porque no hay tiempo para dejar que esas líneas se vayan multiplicando para después reintegrarse. Lo mismo sucede con el célebre sonido "camarístico" que, a pesar de una vieja lectura que indica lo contrario, parece ser una de las principales características de El anillo del nibelungo: la eliminación de muchos de esos pasajes, que a veces son caracterizados como momentos en los que "no pasa nada", hace que sólo queden los momentos en los que "pasa todo". La orquesta y los cantantes están siempre al máximo y llegan al final totalmente desgastados.

Y, paradójicamente, lo mismo puede ocurrir con la paciencia del espectador: la mayoría de las situaciones dramáticas del Anillo se repiten tres veces (la célebre fórmula de los dos intentos fallidos y el tercero exitoso), pero al eliminar dos de ellas, la tercera pierde todo tipo de densidad dramática. No es el resultado de ningún proceso reconocible. El caso más evidente es la ausencia de los dos episodios (el relato de Waltraute y el encuentro de Siegfried con las Doncellas del Rin) en los que el anillo está a punto de volver a su origen y evitar la catástrofe que se avecina. Al no poder ver a Brünnhilde y Siegfried eligiendo deliberadamente conservar el anillo a pesar de las advertencias que todos les hacen bienintencionadamente no se entiende bien por qué todo desemboca en una catástrofe. El fracaso más rotundo de la adaptación es que, con su pretendida intención de deshacerse de la mitología para conservar la acción, "deshumanizan" la historia. No queda espacio para la duda, que es al fin de cuentas el principal atributo de los hombres y de los dioses.

martes, 6 de noviembre de 2012

Luciano Berio contra el Ciclo de Música Contemporánea


Hoy, durante un almuerzo con Steve Reich y otros invitados en la Fundación Proa, tuve la oportunidad de revisar algunos prejuicios propios -y conocer, de paso, algunos ajenos- relativos al minimalismo. Más sobre eso en otra entrada. Ahora está por empezar el primero de los dos conciertos con música del compositor norteamericano en el marco del XVI Ciclo de Música Contemporánea y, ya transcurridos, habrá oportunidad de hacer un balance de su visita. Lo que me interesa compartir aquí, más como curiosidad, casi entre paréntesis, es un comentario vertido por Luciano Berio en la Intervista sulla musica publicada por Laterza en 1981 y comentada anteriormente aquí. En esas páginas, Berio se carga a Reich y Morton Feldman, dos de las principales figuras del Ciclo, en términos poco amistosos:

Existen algunos músicos (o bien, "operadores musicales") que, como un cierto número de pintores esclavos de sus marchants, deben ser heroica e indefectiblemente fieles a sí mismos - deben mantener y perpetuar los procedimientos y los gestos que les generaron el primer éxito en su carrera: para evitar la pérdida de reconocimiento, la pérdida del mercado y, naturalmente, su puesto asegurado en los ámbitos en formación de la neovanguardia. Tengo la impresión de que detrás de la insensatez musical fundamentalmente desesperada de un Morton Feldman y de un Steve Reich (el primero escribe todo pianissimo y el segundo escribe gags vagamente encantadores sincronizando y repitiendo con testarudez escuálidos patterns sonoros que poco a poco se van desfasando) subsista todavía el temor de dar un paso fuera de la neovanguardia y de poner descaradamente un pie en esas regiones que en los viejos mapas llevaban la leyenda "hic sunt leones", en donde se abre la música con todos sus volcanes, sus mares y sus colinas. En fin, tienen miedo de ser comidos vivos. Ello no quita que la indigencia semántica de la minimal music de Steve Reich, en las manos de un músico como el holandés Louis Andriessen -lleno de energía y sin complejos de mercado- pueda aportar construcciones musicales mucho más atractivas y significativas. Por un extraño diseño del destino, tanto Reich como Andriessen fueron alumnos míos, uno en California y el otro en Milán. La distancia produce extraños juegos.

Desde ya, es discutible la posibilidad de que estas palabras, vertidas en 1981, puedan ser traídas hasta este 2012 como si nada hubiera pasado en el medio. De cualquier modo, aun con todas las salvedades del caso, no deja de ser interesante recordar hasta qué punto estéticas que hoy pueden compartir cartel fueron alguna vez objeto de discursos de barricada.

Noviembre, con su profusión de conciertos, parece ser el mes ideal para volver a visitar viejas trincheras.

sábado, 27 de octubre de 2012

cerca de la revolución

Esta mañana falleció en Dresden el compositor Hans Werner Henze. Uno de esos personajes capaces de modificar, a fuerza de talento, creatividad y no pocos escándalos, el paisaje musical durante casi medio siglo. Haciendo click aquí se puede consultar un completo perfil de Henze. Lo que transcribo a continuación es un fragmento de una entrevista que Das Opernglas publicó en septiembre de 2001. En su momento, este pasaje apareció en El diario del Teatro Colón, un lejano pero simpático proyecto de los años 2003-2004.


Artista inclasificable y uno de los principales compositores de los útimos años, Hans Werner Henze, entre otras cosas, integra el Partido Comunista Italiano y escribió en Cuba un réquiem para el Che Guevara. En 2001, a los 75 años, Henze repasaba en una entrevista su relación con las revoluciones -musicales y de las otras- del siglo pasado.

A partir del escandaloso estreno en 1968 de La balsa de Medusa, comenzaron a circular todo tipo de rumores sobre su persona...
Sobre mí se han dicho las cosas más extraordinarias: especialmente rumores acerca de orgías que se realizaban en mi casa, de la que supuestamente entraban y salían a todas horas robustos hombres africanos semidesnudos. Hoy estas cosas resultan graciosas, pero en esa época la situación no resultaba tan divertida. La gente creía cualquier cosa: ¿un comunista que organiza orgías con negros homosexuales? Era un escándalo.

Pero lo de "comunista" no era un rumor...
Naturalmente, yo simpatizaba con las ideas de izquierda. Conocía mucha literatura marxista, me uní al Partido Comunista Italiano y viajé a Cuba, para interiorizarme en la música revolucionaria. En Cuba, me encontré fundamentalmente con música "militar", pero habiá también música electrónica. Fidel Castro conversaba con los músicos antes de la inauguración de una central de abastecimiento de aguas, un aeropuerto o un nuevo barrio. Generalmente, le encargaba alguna composición a mi colega Juan Blanco. Y él debía componer "música revolucionaria" -básicamente, música electrónica pomposa: nada muy refinado. La música moderna de Cuba estaba entonces, como hoy, orientada principalmente hacia Nueva York. Hacia John Cage y Steve Reich. De Darmstadt, ni noticias. Decidí establecerme un tiempo en Cuba, y allí estrené mi Sexta sinfonía en el Teatro García Lorca de La Habana, el 24 de noviembre de 1969, con la Orquesta Sinfónica Nacional. Las transformaciones motívicas de la sinfonía están inspiradas en un poema de Miguel Barnet llamado "Fe de erratas":

Donde dice un gran barco blanco,
debe decir nube;
donde dice gris,
debe decir un país lejano y olvidado;
donde dice aroma,
debe decir madre mía querida;
donde dice César,
debe decir muerto ya reventado;
donde dice abril,
debe decir árbol o columna o fuego;
pero donde dice espalda,
donde dice idioma,
donde dice extraño amor aquél,
debe decir naufragio
en letras grandes.

Su relación con la escuela de Darmstadt, fundamental en el panorama de la música del siglo XX, es bastante ambigua.
En un comienzo, integré la escuela de Darmstadt. Pero hubo una fuerte ruptura y no regresé nunca más. Ocurre que, en Darmstadt, la forma debía ser destruida. Y la ópera estaba terminantemente prohibida. El que pensaba en componer una ópera, debía hacer las valijas. Boulez, Nono, Stockhausen, todos eran grandes adversarios del teatro musical. Eso me parecía un poco estúpido. Y todavía sigo pensando que es algo bastante tonto. El propio Nono compuso tiempo después Intolleranza, y Boulez, que alguna vez dijo que había que hacer volar por los aires los teatros de ópera, está componiendo un Singspiel. Personalmente, siempre busqué mantener mi independencia: en mi trabajo hay una constante, que es la relación permanente con el arte del siglo pasado. En mis frecuentes visitas a Francis Bacon en su atelier de Londres, descubrí que, todavía mayor, seguía copiando a Velázquez. No para vender esas copias, sino como un modo de ejercitarse. Las obras clásicas de Picasso eran ejercicios, a pesar de toda su belleza y elegancia. Pero ya son las once... ¿no quiere tomar un Tío Pepe?

Cómo no... Pero, ¿no le parece que es un gesto de "socialismo de salón"?
¿Por qué? ¿Porque me gusta tomarme una copita a las once de la mañana? Recuerdo que, una vez, el crítico Carl Dahlhaus tuvo la gentileza de visitarme, y le llamó la atención -en otra ocasión, se burló de mí por eso- que yo tuviera sirvientes con guantes blancos, como acostumbra la alta burguesía de Italia. Pero observe, por ejemplo, el caso de Visconti: él, un aristócrata, era un respetado representante del Partido Comunista. Muchos no entienden eso y creen que un comunista debería ir de un lado al otro en harapos y comer del tacho de basura... Hacia fines de los sesenta, muchos comprendimos que la música tenía en el socialismo una misión especial: sensibilizar a los hombres. Desde luego, todavía hay mucho por hacer para mejorar la relación de los hombres con la música.

jueves, 18 de octubre de 2012

leer no leer


"Mejor sería que dejaran de escribir y se pusieran a leer. Mucho mejor leer", escribió Bolaño, y Alejandro Zambra, como una suerte de parricida cariñoso, publicó un imperativo No leer.

La oposición es sólo aparente. Alguna vez, en este mismo blog, se habló de esos libros que hablan de otros libros, colecciones de artículos más o menos breves en los que los escritores (o sus herederos o editores, a veces con fines sanctos, y otras veces non) reúnen observaciones acerca de otros libros, un fichero infinito como el de la biblioteca de Babel que posee sus propio catálogos en los anaqueles. Así, desfilaban el fundamental Entre paréntesis de Bolaño, El hombre que fue viernes de Juan Forn, De eso se trata de Juan Villoro, entre varios otros. Y, claro, No leer de Alejandro Zambra.

Y No leer, que acaba de editarse en la Argentina (la foto de esta entrada pertenece a la edición chilena, a cargo de la Universidad Diego Portales que, dicho sea de paso, acaba de editar, del otro lado de la cordillera, Temas lentos de Alan Pauls, otro meta-libro), es, más que cualquier otro, descendiente directo del Entre paréntesis bolañesco. El propio Zambra, en algún texto lejano, señala la importancia de ese imperativo "mucho mejor leer" que parece haber sido el mayor legado de Bolaño. Y agrega, también, que la genialidad del autor de 2666 consiste en no haber dejado sucesores, sino precursores: habernos invitado a descubrir toda una biblioteca de autores más o menos ocultos, geniales, la mayoría de las veces derrotados por el tiempo, o por esa variante del tiempo que es el olvido.

La frase es ingeniosa, pero esconde un trampa. Porque Bolaño sí dejó sucesores, aunque Zambra no pueda o, más probablemente, no quiera reconocerlo. Porque el sucesor es él, por más "no leer" que estampe en la portada de su libro. Hay que leer a Zambra. Hay que leer sus tres breves y geniales novelas (la última fue comentada en este mismo blog), y también este No leer que incluye reflexiones sobre el oficio de escritor, sobre el más arduo (pero más gratificante) oficio de lector, sobre Borges, Puig, Pavese, Nicanor Parra o Julio Ramón Ribeyro, entre tantos otros. Y Bolaño, claro.

Hace poco, en una entrevista para Página/12, Zambra reivindica la estatura mítica de Bolaño. "No estoy en contra de los mitos", dice allí Zambra. "Es como si un futbolista no quisiera ser Messi". Y así como hubo quien discutía a Messi, la consagración de Bolaño tampoco es unánime: "es cierto que es una obra canonizada, pero moviliza muchas lecturas y no hay consenso. Wikipedia todavía no sabe qué poner; es un escritor difícil de neutralizar. Todo este rollo del bolañismo y por qué les va bien a sus novelas en el mundo es una tontería. ¡Qué bueno que por una vez a un escritor muy bueno le vaya bien! Debiéramos alegrarnos, ¿no?"

Alguna vez, cuando este blog recién comenzaba, el nombre de Alejandro Zambra apareció furtivamente como una promesa. La edición local de No leer (Excursiones) invita a aplicarle al propio Zambra lo que él dijo de Bolaño: qué bueno que a un escritor muy bueno le vaya bien.

Alegrémonos.

Busquemos No leer.

Y leamos.

martes, 16 de octubre de 2012

España, aparta de mí ese Calixto (II)


(viene de la entrada anterior)

Recapitulando: el propio Albéniz eligió la novela de Juan Valera como fuente, Money-Coutts armó su libreto en inglés, y así fue escrita Pepita Jiménez, aunque probablemente esta sea la primera vez en toda la historia en que se la pueda escuchar en su versión original. Para el estreno en Praga, en 1897, se usó una versión en alemán, y para una revisión de 1905, estrenada en Bruselas, una versión en francés. Y hasta existió, en la década del '60, una versión en español, con muchos cambios en la obra, responsabilidad del compositor Pablo Sorozábal, que hasta le cambió el final a la obra: en esta nueva variante, Pepita se suicidaba, para darle un final más dramático a todo el asunto.

La pregunta es si esta versión original, con un tema españolísimo cantado en inglés, funciona. La respuesta, desde ya, es que sí. En palabras de Bieito, la cuestión del idioma, "que en aquel momento podía ser considerado un defecto, es una gran virtud, porque yo creo que en definitiva estamos destinados a entendernos: en el arte, en la cultura, en la educación. Estamos destinados a hacer las cosas juntos, en diferentes lenguas, entre diferentes naciones. Yo creo que eso es el futuro del arte, y la ópera refleja muy bien lo que es esa internacionalidad".

Una última confesión, entonces. A pesar de la muy buena música, de ese post-romanticismo tan típico del fin de siglo XIX, ideal para el teatro lírico, la verdad es que no terminaba de encontrarle el interés a la anécdota: una joven viuda, pretendida por unos cuantos hombres de la nobleza, pero enamorada de un joven seminarista que se niega a dejar los hábitos por ella, aun cuando desde la primera escena los espectadores nos damos cuenta de que el amor es mutuo. Mi primera reacción era el escepticismo: ¿puede sostenerse la tensión dramática solamente en el hecho de que este muchacho, a todas luces enamorado de esta mujer, no puede abandonar la carrera eclesiástica para la que parece predestinado?

La palabra clave, desde ya, es represión. Desde ese ángulo, la obra se transforma. Lo que parecía una inocente comedia amorosa se transforma ahora en un asunto más oscuro, casi agobiante. Una institución como la Iglesia (representada en la ópera por el vicario) en directo conflicto con el deseo de dos jóvenes amantes. Poner en escena ese conflicto, el verdadero centro de gravedad de toda la obra, es responsabilidad de Calixto Bieito, que cuenta haberse inspirado en la estética de un film español de los años '60, La tía Tula, de Manuel Picazo (basada en Miguel de Unamuno), y, a partir de esa idea, haber imaginado una escenografía imponente, construida con armarios. Esos armarios en los que se esconden las cosas que uno no desea que salgan a la luz. No tanto la metáfora de salir-del-closet, sino aquella otra de los esqueletos que se amontonan detrás de las puertas.

En la conferencia que ayer ofreció en la Embajada de España en Buenos Aires, Bieito pintó un panorama muy sugestivo, que invita a ver Pepita Jiménez como una experiencia que trasciende la mera anécdota de sus protagonistas y de la hermosa música con la que Albéniz los describe. Le cedo la palabra, en la esperanza de que, como a mí, esta imagen les despierte el deseo de viajar en unos días a La Plata para no perderse el debut argentino como régisseur de este artista excepcional:

La decisión de hacer esta ópera fue fundamentalmente por la música. Pero, además, toca varios temas que desde hace tiempo que me acompañan... Recordaba a mis padres, recordaba esa España gris, que duró hasta el '75 con la muerte del dictador. Quería hacer un espectáculo que hablara de ese enfrentamiento muy español (algunos me han dicho que es muy argentino también, aunque lo desconozco) entre el erotismo y la religión… [Quería hablar sobre] la represión sexual, sobre el poder de la Iglesia Católica en España durante tanto tiempo, ese enfrentamiento entre el erotismo y la religión. Eso pertencece de alguna manera a mi inconsciente, está ahí porque lo he vivido de niño (...) Yo nací en Burgos, en Miranda de Ebro, un pueblo fronterizo. Y hace apenas diez años supe que por allí funcionaba el campo de concentración más grande del sur de Europa. Yo he estudiado Historia, pero eso nadie me lo había explicado... España es, por supuesto, un gran país, pero hay una norma para ser feliz y es enferentarse a los problemas. Y en España hemos ocultado muchas cosas. No estoy haciendo una tesis; es sólo una sensación que tengo... No acostumbramos a poner la luz en las cosas importantes, en explicar lo que ha pasado, lo que es nuestra historia, cómo han sido las cosas, por qué han sido así… En cualquier caso, estoy encantado de estar en la Argentina. Es fantástico sentirse querido, sobre todo porque a veces los países son duros con sus artistas. Yo estoy encantado de ver sus ojos, sus caras, de ver la gente por las calles y de sentirme un poco un pequeño poeta.


España, aparta de mí ese Calixto (I)



Advertencia al lector: en esta entrada se hablará de artistas importantes como Isaac Albéniz, Calixto Bieito, Miguel Picazo y Juan Valera. Pero, ay, el medio es tirano, y tratándose de un blog, tengo que empezar hablando de mí.

Ocurre que hace un año, el anuncio de que Pepita Jiménez, segunda ópera del español Isaac Albéniz, integraba la temporada 2012 del Teatro Argentino de La Plata, no me movió el amperímetro. Una ópera española, cantada en inglés, contando las idas y vueltas de un amor entre una joven viuda y un seminarista que se niega a abandonar los hábitos por amor no me parecía una razón suficiente para hacer la peregrinación a La Plata. Y, ya que estamos en confianza, recuerdo que alguna vez fui en muletas a ver la última función de Tristán e Isolda en el Argentino. O sea: no es que sea reacio a los esfuerzos en aras de una experiencia artística; lo cierto es que esta no parecía despertar un entusiasmo tan grande.

Si acaso era posible encontrar un estímulo, y ciertamente importante, era la presencia de Calixto Bieito, que por primera vez tendría a su cargo una puesta de ópera en la Argentina. Ya había presentado una impresionante puesta de La vida es sueño en el San Martín, y yo había podido disfrutar un Fidelio de otro mundo en la Staatsoper de Munich (que merecería una entrada aparte, con las presencias insospechadas pero estelares de Jorge Luis Borges y el Guasón de Heath Ledger). Que semejante artista viniera al país finalmente a montar una ópera era sin duda un acontecimiento... "pero", pensaba uno, "lástima que esa ópera sea Pepita Jiménez".

Pobre de mí.

No voy a decir que Pepita Jiménez es una de las más grandes óperas de la historia, ni tampoco voy a adelantarme a los acontecimientos y decir que la puesta de Bieito es (o será, cuando se estrene el próximo 28 de octubre) digna de elogios, porque, como el propio director comentó esta tarde, "un espectáculo es como un melón: uno lo abre y se ve si está bueno o está malo." Lo que sí puedo decir hoy, un año después de aquel subestimado anuncio, es que vale la pena ir a verlo.

Por Albéniz, en primer lugar. Por razones laborales, tuve que adentrarme en los pormenores de la producción operística del compositor español, para poder armar la emisión de un programa de ópera del pasado domingo. Allí tuve que escuchar con atención, y en estricto orden cronológico, las tres óperas que Albéniz llegó a completar: Henry Clifford (1895), Pepita Jiménez (1896) y Merlín (1902). La historia de estas obras es relativamente conocida: un mecenas le ofreció a Albéniz financiarle su carrera, a cambio de que el compositor pusiera música a sus libretos. El personaje era el barón Francis Money-Cutts, millonario británico con veleidades de poeta. Albéniz aceptó porque, en palabras de Bieito, "en España, en aquella época (y hoy no hemos cambiado demasiado), los artistas que se destacaban debían domesticarse muchísimo o debían marcharse". A Londres marchó, pues, Isaac Albéniz. Era la última década del siglo XIX.

No voy a contar toda esa historia, porque se puede consultar en cualquier biografía, pero sí vale la pena detenerse en lo curioso de la situación: un compositor español, reconocido mundialmente como un virtuoso del piano, que quiere escribir óperas, pero no encuentra apoyo. Un mecenas inglés que le brinda ese apoyo, con la curiosa condición de ser él mismo el autor de los libretos de las futuras óperas. Un compositor español que quiere fundar un estilo nacional en la ópera, pero que debe hacerlo en el extranjero.

Otra curiosidad, antes de pasar a Pepita Jiménez: la última ópera que Albéniz llegó a completar se llama Merlín, y es la primera parte de lo que debía ser una trilogía "artúrica". Menciono el detalle porque circula una grabación comercial que vale la pena escuchar por lo curioso de todo el asunto. Albéniz era un apasionado por la música de Wagner (la marcha de Götterdämmerung sonó en su funeral) y Merlín está plagada de recursos wagnerianos, desde gnomos y conjuros, hasta espadas mágicas y disputas por el oro de las profundidades.

Pero si en las dos óperas de tema inglés primaban los elementos sobrenaturales, en Pepita Jiménez la historia es, por el contrario, bien terrenal, con personajes que nada tienen de fantásticos. Y aquí, después de toda esta parrafada, quería llegar. Musicalmente, Pepita Jiménez es estricta contemporánea de La bohéme de Puccini, estrenada ese mismo año. Es imposible no descubrir allí un aire de familia, y el propio autor sugirió que fue otro fruto de ese naturalismo lírico finisecular, Cavalleria rusticana, estrenada unos años antes, una de las obras que tomó como modelo.

(continúa en la entrada siguiente)

lunes, 24 de septiembre de 2012

obras incompletas



No sé si es una historia que merezca una novela o una película. Acaso un capítulo de una serie o, evidentemente, una entrada en un blog. Un artículo en una revista, quizás. La historia es la del célebre retrato de Wolfgang Amadeus Mozart que hoy se puede apreciar en el museo de la casa natal del compositor, y cuya principal característica es la de tratarse de un retrato inconcluso.

Así presentado, no parece un gran misterio. Las razones para no terminar un cuadro son muchas y, en el caso de este cuadro en particular, esos trazos gruesos que rodean el rostro de un Mozart cabizbajo parecen reforzar la idea de un genio muerto demasiado pronto. En todo caso, el que murió joven fue el retratado y no quien lo retrató, con lo cual la pregunta acerca de qué pudo haber pasado para que ese cuadro no fuera terminado es válida.

Y finalmente, como anuncia en su blog el musicólogo Michael Lorenz, parece que varias de las respuestas que rodearon al cuadro inconcluso -¿es auténtico?, ¿cuándo fue pintado?, ¿es ese verdaderamente el rostro de Mozart en los últimos años de su vida?- encuentran una salución satisfactoria. Y, si no es satisfactoria, es al menos interesante.

Como las investigaciones que rodean la figura de Mozart son muchas, y siempre complicadas -hace poco, una entrada daba cuenta del descubrimiento de un Mozart caracterizado como improbable padrino- Lorenz decidió investigar no sólo al compositor, sino también a su retratista, hasta convertirse poco menos que un especialista en la obra de Joseph Lange. Un pintor prolífico, cuyas relaciones con Mozart van más allá de un retrato inconcluso: estaba casado con la hermana de Constanze Weber, esposa de Mozart. Un asunto de familia, pues.

Pero lo importante en esta historia no es el árbol genealógico de las familias Weber, Lange y Mozart, sino el hecho de que el propio Mozart, en cartas escritas en diversos momentos de su vida -a su padre primero, a su esposa más tarde- hiciera referencia a retratos hechos por Lange. Hay allí una prueba de autenticidad. Las cartas hablan de retratos hechos por Lange, con lo cual la tarea de los investigadores consiste en determinar si los cuadros de los que allí se habla son los que mismos que pueden encontrarse distribuidos por Europa. Así, en una primera carta dirigida a su padre en 1783, Mozart cuenta que Lange pintó dos pequeños retratos, uno del propio Wolfgang y otro de su mujer Constanze.

Varios años más tarde, en 1789, Mozart le escribe a su mujer una carta en la que menciona a su cuñado trabajando en un retrato suyo. A partir de estos dos testimonios, se llegó a la conclusión de que Lange hizo dos retratos de Mozart: uno en 1783, enviado por Mozart a su padre junto con un retrato de su esposa, y un retrato posterior, en el que Lange estaba trabajando hacia 1789, y del que no quedan registros de que haya sido terminado. La conclusión parecía sencilla: el retrato inconcluso que conservamos de Lange es aquel en el que se encontraba trabajando en 1789. Del anterior -terminado, a juzgar por las palabras de Mozart- se pierde el rastro una vez que Wolfgang lo envía a su padre Leopold.

Ahora bien, Mozart menciona, en 1783, dos pequeños retratos: uno de él mismo y uno de su esposa. Si el suyo se perdió, ¿qué decir del de Constanze? El retrato más famoso que se conserva de la esposa de Mozart está hoy en Glasgow y fue pintado por... Joseph Lange. Pero no es un pequeño retrato, sino uno más bien grande, en el se la ve a Constanze sentada, con una mano entre las piernas, mirando de frente al espectador. En ese retrato, Lorenz encontró la clave de todo el asunto.

Ocurre que, después de haber investigado la forma de trabajar de Lange, Lorenz advirtió que, en más de una ocasión, el pintor tomaba pequeños retratos, los ubicaba en el centro de un nuevo lienzo y procedía a "ampliarlos", completando el resto de la imagen. Dicho de otro modo: el famoso retrato de Constanze Weber hecho por Joseph Lange no es sino un pequeño retrato sometido luego a un trabajo de ampliación. El análisis del cuadro revela que, en efecto, todavía es posible discernir el viejo contorno del retrato original, más pequeño.

Y entonces, la conclusión inevitable: ¿y si el cuadro "inconcluso" de Mozart no es otra cosa que el retrato mencionado en 1783? En ese caso, no habría dos retratos de Mozart hechos por Lange, sino un retrato completo, hecho entre 1782 y 1783, al que luego el propio Lange quiso someter al mismo proceso de ampliación que había aplicado en el caso de Constanze. Lo inconcluso, entonces, es esta segunda etapa del cuadro. El primer retrato, entonces, no estuvo perdido todos estos años, sino que estaba a la vista de todos, integrando un cuadro más amplio que nunca llegó a completarse.

Los interesados en los detalles de la investigación de Lange, pueden encontrar la documentación en su propio relato. Hay allí curiosos detalles del trabajo de restauración que sufrió el cuadro a mediados del siglo XX, en el que no se reparó en esto, y ni siquiera se tomaron registros de las intervenciones sobre la tela original. Y si a alguno lo escandaliza ese descuido para tratar una imagen tan valiosa, agradezcan que al menos no le encargaron la restauración a Cecilia Giménez:


A mí, particularmente, me atrapó la idea de un cuadro perdido, al que fotografían cada año millones de personas -entre ellas, yo mismo, como el caso de la foto que abre esta entrada-. Como la carta robada de Poe, o el escándalo en Bohemia con el que Irene Adler avergonzó a Sherlock Holmes, el mejor lugar para esconder algo es a la vista de todo el mundo.

lunes, 10 de septiembre de 2012

el sonido y la furia


Mañana sale a la venta oficialmente Tempest, y era inevitable que este blog se hiciera eco de la noticia. La última vez que Bob Dylan lanzó un disco un 9-11 corría el año 2001 y "Love and Theft" resultó ser unánimemente saludado como uno de sus mejores. Sin duda, uno de los más inspirados, lírica y musicalmente.

Tempest, en cambio, es uno de los más sangrientos.

Sólo por eso, podría aspirar también a integrar la lista de los mejores.

Y no es que la violencia haya estado ausente en otros discos de Dylan. Pero aquí es casi omnipresente: un disco para ser filmado por los hermanos Coen en una perdida carretera del sur de los Estados Unidos. Algunos de los versos quedan grabados inmediatamente en quien los escucha y, vocalmente, combina algunos de los momentos de mayor fragilidad con otros que tranquilamente pueden contarse entre las mejores interpretaciones de los últimos tiempos. Voy punto por punto, como en el anterior Together Trough Life (2009).

1. "Duquesne Whistle": se lo pudo escuchar como adelanto, y hasta tuvo su video promocional. El comienzo induce a pensar que estamos en la misma senda de Modern Times, de Together Through Life. Craso error. Cuando ya estemos cómodos en el asiento, el conductor traba las puertas y toma un giro inesperado.

2. "Soon After Midnight": vocalmente, uno de los puntos altos del disco. Como "Where Teardrops Fall" en Oh, Mercy!, una canción aparentemente romántica, pero desafiante a la vez. "I've faced stronger walls than yours" canta Dylan, justo antes de un puente en el que aparece por primera vez la sangre en un disco en el que correrá mucha. "¿Alguien oyó hablar de Two-Timing Slim?" Nadie, pero el cantante anuncia que arrastrará su cadáver por el barro, dispuesto a todo para estar con esa chica. "Es ahora o nunca", termina.

3. "Narrow Way": musicalmente, otra canción en sintonía con Modern Times. En cuanto a la letra... Qué decir de una canción que parece combinar en iguales dosis toda la violencia, la pasión y el rencor posibles. Acá hay versos tremendos, del estilo "I'm still hurting from an arrow that pierced my chest / I'm gonna have to take my head and bury it between your breasts". Una de las tantas canciones de Tempest en las que el protagonista anda armado hasta los dientes y no se sabe si pide perdón por un crimen cometido, o por el que está a punto de cometer. Aunque, pensándolo bien, no pide perdón.

4. "Long and Wasted Years": la canción por la que vale la pena todo el disco. "Ayer te escuché hablando mientras dormías / Diciendo cosas que no deberías decir... / Querida, / Tal vez un día tengas que ir presa..." Lejos, lo mejor de Dylan de todos estos años, de todos estos Dylan. Vocalmente en estado de gracia, la sensación que transmite esta canción es similar a la que genera "Not Dark Yet" en vivo. En espíritu, más cerca de "Idiot Wind": en casi todo el disco, pero fundamentalmente en esta canción, Dylan recupera algo de la sensación que atravesaba Blood on the Tracks. Un amor que terminó, aunque uno se resiste a que termine. El resentimiento como una de las bellas artes.

5. "Pay in Blood": uno de los centros de gravedad de Tempest. La canción más sanguinaria en un disco lleno de sangre. "I pay in blood / but not my own", canta Dylan, que parece dispuesto a saldar cuentas con más de uno, y echa mano a todo un repertorio de diversos modos de impartir un castigo de proporciones bíblicas. No falta la cuota de sarcasmo: "You got the same eyes [¿o canta "ass"?] that your mother does / If only you could prove who your father was..." En alguna entrevista Dylan confesó que quería hacer un disco de canciones religiosas. Esta lo es, en el sentido en el que Mel Gibson o Ned Flanders parecen entender la religión. Toda la crueldad del Antiguo Testamento está aquí. "Foot of Pride", versión 2012. No creo que ninguno de los locos homicidas que cada tanto aparecen en los Estados Unidos reclame a Bob Dylan como inspiración para una masacre. Pero si alguna vez alguien lo hace, recuerden esta canción...

6. "Scarlet Town": otra vez, la sangre. El Sur de los Estados Unidos perdió la guerra, pero ganó eso que se llama "la batalla cultural". Ahí transcurre todo lo que tiene de fascinante (esa fascinación de lo monstruoso e inasible en un solo golpe de ojo) la América del Norte. Faulkner, McCullers, y estas canciones de Bob Dylan situadas en pueblos fantasma dan cuenta de ese espíritu, forjado en la violencia y el temor religioso.

7. "Early Roman Kings": un respiro entre tanta atmósfera opresiva... Aunque no tanto. Más a tono con el aire juguetón de Together Through Life, una base que recuerda a las "Rainy Day Women # 12 & 35" y un riff de acordeón sobre el que Dylan vuelve a divertirse juntando imágenes disparatadas en las que, una vez más, se alude a una sociedad decadente dirigiéndose indefectiblemente a la destrucción.

8. "Tin Angel": una murder ballad ideal para Nick Cave. Un triángulo amoroso con suicidio incluido. La versión "romántica", si existe algo así, de "Ballad of Hollis Brown". Sería la canción más extensa de Tempest, si no fuera por...

9. "Tempest": una sea ballad, de esas que cantan los marineros, con violines sacados de la tercera clase del Titanic. La canción cuenta, precisamente, los últimos momentos del trasatlántico y de sus pasajeros, con un cameo de Winslet & Di Caprio, más las inevitables resonancias bíblicas de todo el asunto. Más de cuarenta estrofas, en el mejor estilo de la "Rime of the Ancient Mariner" de S. T. Coleridge. Apenas más breve que "Highlands", la canción más extensa de Dylan, aunque aquí el cantante parece tener su corazón puesto no en las tierras altas, sino en alta mar.

10. "Roll On John": al menos en una primera aproximación, esta es la canción que menos me impresionó en Tempest. Un homenaje a Lennon que suena como una canción de Lennon: simple, directa y sin mayores complicaciones. Algo así había hecho Queen en "Life is Real (Song for Lennon)", canciones en las que se juega a escribir una canción en el estilo del homenajeado. Una curiosa elección para el final del disco que muchos recibieron como el último, en la doble acepción de "más reciente" y "no habrá otro después". Al respecto, se escribió mucho sobre la referencia a la última obra de Shakespeare en ese título, y no faltó el periodista que le preguntara a Dylan si había allí una clave que invitaba a pensar en esa relación. Tempest como la última obra maestra de ese Próspero, un testamento artístico. La respuesta de Dylan fue contundente y divertidísima: "en primer lugar, la obra de Shakespeare se llama La tempestad. Mi disco se llama Tempestad. Son dos títulos completamente distintos."

Insisto: el disco sale a la venta mañana. Apenas pude escucharlo un par de veces, y estas primeras impresiones pueden dar paso a otras. No sé, por ejemplo, cuántas de las opiniones sobre Together Through Life vertidas apenas se presentó el disco se mantienen hoy, cuántas cambiaron después de escuchar más veces esas canciones. En todo caso, no hay dudas acerca de que Tempest es un disco muy cruel. Esa fue siempre una de las mejores facetas de Dylan, sobre la que alguna vez habría que escribir largo y tendido: la violencia, casi lindante con la misoginia, con la que se le habla a un amor perdido. A una persona que todavía se ama, pero que causó una herida que todavía sigue abierta. "Idiot Wind" es el caso más evidente, pero esa furia contenida está también presente en "Just Like a Woman", en "Sugar Baby", en "New Danville Girl"/"Brownsville Girl", o en esa genialidad hermética, todavía teñida de esa atmósfera religiosa de los primeros '80s, que es "Angelina". Y podrían agregarse muchos otros ejemplos.

Tempest es así de cruel, desde el comienzo hasta el final. Difícilmente podría pensarse en un disco menos complaciente que este. Deja un sabor amargo, incomoda, y uno no puede dejar de escucharlo.

sábado, 25 de agosto de 2012

los amigos


Hace unas horas terminó el primero de los cinco conciertos de la temporada 2012 de la Orquesta Amigos de la Nueva Música. El programa completo se puede consultar aquí, y consiste en una equilibrada combinación de piezas clave del repertorio del siglo XX y obras encargadas especialmente por la agrupación a jóvenes compositores argentinos. Y entre nombres como Webern, Pärt o Goossens (en el primer grupo) o Ariel González Losada y Alex Nante (en el segundo), aparecen también la Sinfonía Nº 4 de Beethoven y el Idilio de Sigfrido de Richard Wagner. Los nombres de Beethoven y Wagner, lejos de ofrecer un contraste, sirven más como testimonio de una continuidad entre esos dos mundos aparentemente separados de manera radical, al menos si nos remitimos a categorías de mercado como "música clásica" y "música contemporánea". El repertorio de la OANM funciona como una especie de Arca de Noé en la que la diversidad de las especies no impide navegar en una misma dirección.

El caso del concierto de esta tarde, que se repite el viernes 5 de octubre a las 19 hs. en el Aula Magna de la Facultad de Derecho, es un buen ejemplo de ese arte particular que consiste en la elaboración de un programa. El recital de András Schiff del miércoles pasado en el Teatro Colón podría ser otro ejemplo, superlativo, y la comparación no es descabellada: en el caso del extraordinario pianista húngaro, las obras de Beethoven y Schubert enmarcaban las sonatas de Bartók y Janacék; ofrecían el eje a partir del cual se desprenden los autores no solamente más "nuevos", sino también "periféricos". En toda elaboración de un programa, la sensibilidad del intérprete busca formular un relato en el que cada episodio, además de desplegar su propio valor, ilumina el de los demás; sea por contraste, continuidades, relaciones armónicas, temáticas o incluso literarias.

El programa de esta tarde estaba organizado de manera similar: dos obras consagradas, el Concierto, Op. 24 de Webern y el Idilio de Sigfrido de Wagner en cada extremo, enmarcando dos estrenos: De anhelos y sombras de Alex Nante (1992) y El sueño de la materia de Ariel González Losada (1978). Pero, además, los dos estrenos no podrían ser más distintos, a la vez que establecen un diálogo, cada uno a su manera, con las obras de Webern y Beethoven: en el caso de Alex, con una orgánico "vienés", más camarístico y similar al del Pierrot Lunaire de Schönberg; el de Ariel incorporando un piano al del Idilio wagneriano.

Y si ya se habló lo suficiente acerca del hilo invisible que une a Wagner con la Segunda Escuela de Viena, en el caso de las obras de Ariel y Alex lo que se percibe es la fabulosa diversidad y riqueza que se esconde debajo de la etiqueta de la "música contemporánea". Insisto: las obras no podrían ser más distintas -motivos de gran lirismo en la de Alex, estallidos controlados en la de Ariel-, y sin embargo hay, también allí, un hilo conductor posible. Juan Martín Miceli, el director de la OANM, se permitió citar a Eduard Hanslick -y no deja de tener su cuota de sutil provocación el hecho de elegir al enemigo público Nº 1 de la tradición wagneriana para presentar un programa como este- y su definición de la música como "formas sonoras en movimiento". En el caso de Alex, ese movimiento es, previsiblemente, el que generan los sonidos combinándose entre sí (y no digo que la obra fuera previsible; sí que su forma era más familiar para un público acostumbrado al repertorio clásico). En el caso de Ariel, el movimiento es menos perceptible, pero no menos real: es esa actividad presente al interior de los sonidos, esos que nosotros percibimos como algo sólido y preciso, pero que no son otra cosa que el resultado de múltiples interacciones que la obra de Ariel evoca. Como la lira de Heráclito y su armonía invisible, si se permite la intromisión de la filosofía presocrática en un concierto de música contemporánea.

Dicho todo esto, tengo que confesar que estoy hablando de un concierto "ideal": en primer lugar, porque la obra de Webern que abría el programa no fue interpretada debido a la ausencia de uno de los músicos (aunque seguramente sí será interpretada en el concierto de octubre), y en segundo lugar porque la acústica del Aula Magna del Colegio Nacional de Buenos Aires, a pesar de todos los bellos recuerdos que evoca, dista mucho de ser la ideal. Pero, insisto: no estoy haciendo una crítica del concierto que tuvo lugar esta tarde, sino una invitación calurosa a los próximos.

Pero, ya que estamos, vayan también algunas breves consideraciones sobre ese aspecto más concreto de la interpretación musical. Y digo breves porque hay entre los músicos involucrados varios queridos amigos y mi visión podría estar levemente sesgada. Me permito, en todo caso, celebrar el nivel de los músicos, todos ellos muy jóvenes, y en particular de la dinámica y el sonido que les imprime su director. Y así como en el ámbito deportivo Horacio Pagani se permitió consagrar al joven Sánchez Miño como el inminente sucesor de Juan Román Riquelme, no me extrañaría que en algunos años el nombre de Juan Martín Miceli sea mucho más familiar para un público bastante más numeroso. No digo la mitad más uno, porque como hincha de Independiente corresponde que le augure a los artistas convertirse en "orgullo nacional" o "rey de copas", dependiendo del arte y del artista.

Así que ya saben: no se pierdan los próximos conciertos, si andan con ganas de escuchar nueva música, o de hacer nuevos amigos.

viernes, 24 de agosto de 2012

la broma infinita


El más reciente proyecto de Jerry Seinfeld se llama Comedians in Cars Getting Coffee, y se transmite exclusivamente en la web, en forma gratuita. Los episodios se suben los jueves por la noche, y consisten en una edición de no más de quince minutos de lo que, en realidad, fue todo un día de pasear por Nueva York en uno de los autos de colección de Seinfeld (uno distinto en cada episodio) y compartir un café con algún comediante. A diferencia de la serie Seinfeld, que estaba cuidadosamente guionada, este es un verdadero "show acerca de nada", que se puede disfrutar aquí. Cada episodio cuenta, además, con una serie de "spare parts" ["repuestos"], brevísimos fragmentos de conversación que quedaron afuera de la edición final, pero que perfectamente podrían reemplazar algunas de las observaciones que aparecen en el capítulo propiamente dicho.

Hasta ahora, los invitados fueron Larry David, Ricky Gervais, Brian Regan, Alec Baldwin y Joel Hodgson. Los episodios son muy breves y se pueden ver todos en menos de una hora, así que no pretendo describir cada uno de ellos. Sí me interesa llamar la atención acerca de una conversación que aparece en el capítulo de esta noche, co-protagonizado por Joel Hodgson, en la que, además de ofrecer una maravillosa definición del trabajo de comediante ("la persona que percibe la futilidad de todo esfuerzo humano por organizar la vida" sería una traducción libre) hay una interesante reflexión acerca de la pasión actual por todo lo que sea "retro".

La conversación transcurre en un café decorado en el estilo de los años '50. Seinfeld se pregunta por qué existe hoy esa obsesión por mirar hacia atrás: en la arquitectura, en la música, en el cine y la televisión. Independientemente del hecho de que esa mirada retrospectiva existió siempre (pienso rápidamente en la ópera, nacida del esfuerzo por recrear el fenómeno de lo que los florentinos del Renacimiento tardío pensaban que era la tragedia griega), nunca como ahora parece existir esa obsesión no sólo con mirar hacia el pasado, sino además reproducirlo hasta el detalle. Es decir, no se trata de crear algo nuevo a partir de viejos materiales, sino de lisa y llanamente volver a hacer lo que ya había sido hecho. La reciente Rock of Ages, Graduados, y hasta la remake de Los Tres Chiflados y Brigada A caen en una categoría en la que se podrían seguir nombrando infinidad de ejemplos. Seinfeld se pregunta, entonces, por qué no hay tantos intentos por imaginar el futuro.

La respuesta de Hodgson es brevísima y reveladora. "Porque cuando miramos hacia atrás", apunta, "sabemos lo que tenemos que decir y lo que vamos a escuchar. Del futuro no sabemos nada." La conversación deriva después hacia lo ridículo que suena el aire que se escapa de una botella de ketchup semivacía, y ese momento de aparente profundidad desaparece como si no hubiera existido. Pero existió.

Lo que uno percibe en esa ráfaga de sinceridad es el miedo.

Uno de los pasajes que más recuerdo de Las cuestiones de Nicolás Casullo es el que le dedica a la idea de revolución como algo que, por primera vez en la historia, no está puesto delante, como un posible aunque utópico destino, sino en el pasado, como un impulso que terminó en fracaso. Hoy, parece que hasta los revolucionarios tienen que mirar hacia atrás. El fin de la historia y todas esas poses absurdas disfrazadas de posmodernismo superador son apenas una fachada para que no se note, detrás, la mueca de espanto. De ahí que se diga que el sentido común es, por definición, conservador. No es que no exista nada nuevo, sino que tenemos terror de no reconocerlo cuando lo tengamos enfrente. Tampoco descarto la posibilidad de que exista el miedo a que finalmente se lo encuentre.

O puede que se trate todo de un chiste, y todas esas cámaras cada vez menos ocultas sean parte de la broma.

martes, 7 de agosto de 2012

la brevedad de la espera


El Teatro Colón presentó hace muy poco Erwartung de Arnold Schönberg. Es una de las obras que más me gustan de toda la llamada "Segunda Escuela de Viena", así que no me la quería perder. Y no me la perdí. No pretendo hacer una crítica del espectáculo, que cualquier curioso puede encontrar en lugares más autorizados que éste, sino apuntar un par de cosas que todavía hoy, más de una semana después de la función, me siguen dando vueltas en la cabeza.

Tampoco pretendo con esto ser muy original. Ocurre que en más de un lugar leí que se hablaba de Erwartung calificándola como obra "concentrada", como si fuera el producto de la aplicación de un mecanismo de reducción, una suerte de compactadora a partir de la cual se obtiene el destilado de una ópera reducida a sus mínimos componentes. Es decir, está el consabido triángulo amoroso propio de toda ópera, pero hay un único personaje: "la Mujer", que no tiene nombre. Los otros vértices del triángulo ni siquiera pueden ser llamados "personajes" en sentido propio: apenas el cadáver del amante, y el fantasma de esa "otra mujer" que sobrevuela la última escena. Todo lo que vemos y escuchamos es visto y escuchado a través de la angustia de esa mujer que canta durante media hora.

Pero, ¿qué pasa en esa media hora? Aparentemente, no "pasa" nada. Asistimos únicamente a las expresiones de angustia, de miedo, de amor, de odio, de remordimiento y desesperación de esa mujer. Sin embargo, la obra tiene cuatro escenas, lo cual invita a pensar que sería un error suponer algo así. Tiene que haber una justificación para esos cambios de escena y, además, es difícil encontrar en una ópera alemana un bosque en el que no pase nada. Pienso en el Englischer Garten de Munich: el bosque de Erwartung tiene que ser enorme, y más aún si se quiere hacer una lectura psicoanalítica del libreto. La psique de la Mujer es un abismo.

En cada escena, pues, la Mujer va recorriendo distintos lugares del bosque. Según el libreto, finalmente llega a un claro desde el que se ve una casa. Hay un banco cerca, y allí, cuando se dispone a descansar, encuentra el cadáver de su amante. No interesa si descubrió realmente a su amante muerto, si lo imaginó todo, si fue ella quien lo mató y ahora "descubre" aquello de lo que en realidad es responsable, etc. No resolver esa cuestión es una de las genialidades de la obra. Lo cierto es que, en esa última escena, el libreto indica que "a la izquierda, por el Este, comienza a amanecer".

Independientemente del detalle de indicar que el sol sale por la izquierda del escenario (lo cual automáticamente distribuye espacialmente todos los elementos: la casa vacía también está a la izquierda y, por lo tanto, al este; la mujer llega desde el oeste o desde el sur; el público ve todo desde el norte), la mención del amanecer parece chocar con aquella famosa frase del propio Schönberg, recuperada luego por Theodor W. Adorno, según la cual Erwartung es la manifestación de todas las emociones que atraviesa la mente de su protagonista en apenas un segundo, una obra de arte "expresionista" en el más estricto sentido: la exacerbación de un único instante en un estallido de tensiones.

Lo más interesante de esa frase de Schönberg es que es mentira. No hay forma de que todo lo que pasa en Erwartung pase en "apenas un segundo". E, insisto, ello ni siquiera es así en una lectura hiper-psicoanalítica según la cual todo lo que vemos es una proyección de la protagonista. No hay caso: desde la noche cerrada del comienzo, hasta el amanecer de la última escena, transcurren, probablemente, varias horas. En rigor, toda una noche. ¿Por qué, entonces, se sigue repitiendo la fórmula de Schönberg y Adorno?

Personalmente, creo que la frase funciona como una clave de interpretación, cuando no como una advertencia. La obra no es eso que su autor dice que es, pero abordarla como si lo fuera produce un efecto diverso del que produciría esa misma obra si no supiéramos que su autor la presentó de esa manera. Quiero decir: en comparación con El anillo del Nibelungo, Erwartung es una miniatura, una ópera reducida a su mínima expresión. Pero no es ese el marco de referencia. Hoy, que ya conocemos el derrotero de esa "Segunda Escuela de Viena", conviene ubicar a Erwartung en otra serie de relaciones; por ejemplo, con las miniaturas de Webern. En ese caso, la ópera de Schönberg sería una colosal creación, treinta veces más extensa que una obra de su alumno.

Allí, intuyo, reside el interés de la frase de Schönberg: en sugerirnos enfrentar Erwartung no como una obra reducida o despojada, sino, por el contrario, como una verdadera explosión. La condición misma de la espera, de la expectativa (dos de las posibles traducciones del título) apuntan hacia un "afuera". La angustia interior es el resultado de lo que se imagina más allá de los límites conocidos. Lejos de replegarse "hacia dentro", Erwartung es una obra expansiva, abierta no sólo a las interpretaciones, sino fundamentalmente a las posibilidades expresivas de su música, de su caprichosa línea de canto, hasta ese final extraordinario que parece querer continuar su ascenso indefinidamente.

Como en el jardín místico del que habla Dylan en "Ain't talking", el jardinero ya se fue y nos quedamos solos. De ese bosque, no hay salida.

viernes, 27 de julio de 2012

Gog, Magog, y el Minimoog


Hace un tiempo, científicos británicos descubrieron que los instrumentos musicales que pinta Hieronymus Bosch en su Jardín de las delicias no se pueden tocar. Acaso como involuntaria prueba de la gravedad de la crisis en Europa, ahora es el turno de investigadores españoles y un curioso hallazgo acerca de la música de nuestro tiempo. (Y, de acuerdo, como becario del CONICET que se dedica a la Filosofía Medieval, no sé si me conviene criticar que los estados financien estas locuras, pero bueno... aquí vamos.)

Dicen los muchachos de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona que la música de hoy es más ruidosa y menos compleja que la de las décadas del '50 y '60. El estudio, publicado en una revista científica (y no en el último número de la Revista Barcelona), comparó grabaciones de música pop de aquellos años y algunas de la actualidad, y llegó a la conclusión de que los músicos de hoy usan menos acordes para sus canciones, que además son grabadas a mayor volumen, todo lo cual redunda en música que, en términos científicos, "suena toda igual".

Y, de acuerdo, el tema del volumen es un verdadero problema, como cada tanto se tiene oportunidad de leer o escuchar de boca de músicos, productores y técnicos de sonido. La idea de que, para captar la cada vez más volátil atención de los potenciales oyentes, el camino más fácil es el de comprimir el sonido y tirárselo por la cabeza al público, al que se piensa más como personas que hacen otras cosas mientras sus auriculares los conectan a sus iPods que como alguien que se toma su tiempo para poner un disco en un equipo de audio y sentarse a disfrutarlo.

Lo de los acordes, en cambio, es menos defendible.

En primer lugar, porque hay una música para la cual la idea de tres acordes y mucho volumen no es un defecto, sino una virtud. Se llama punk, y su aparición significó un salto hacia adelante. Aunque, claro, alguien con espíritu científico-arqueológico podría decir que, precisamente, el punk nació en el Perú, en esa década del '60 que los investigadores de la UPF consideran como insuperable. Quod erat demonstrandum.

No me voy a extender aquí en la relación entre las nociones de complejidad y valor en la música, porque para eso escribió Diego Fischerman su Efecto Beethoven. Sí voy a decir que no me parece del todo justo comparar lo peor de la música de la actualidad con lo mejor de la música de los '60, porque igualmente podría tomarse el camino inverso y demostrar la tesis opuesta a la de los cráneos de la universidad catalana, que contrastan los discos de Katy Perry con los de Pink Floyd. Bastaría con juntar los peores discos de los '50 y '60 (esos rockabillis de tres acordes que suenan todos más o menos igual) y confrontarlos con los últimos discos de Radiohead, de Björk o de The Mars Volta (y eso por nombrar artistas que venden millones de discos: se pueden encontrar cosas aun más extrañas debajo de la alfombra de la industria).

Por otra parte, si la cantidad de acordes fuera el único parámetro para medir la riqueza de la música, el Trío, Op. 45 de Schoenberg debería ser la obra más grande de todos los tiempos. Y, por el contrario, habría que ver qué hacemos para justificar la chacona final de la Cuarta sinfonía de Brahms, escrita -como toda buena chacona, dicho sea de paso- sobre un mismo bajo que se repite una y otra vez. Al fin de cuentas, nada le impidió al blues convertirse en una de las músicas más ricas del mundo, repitiendo siempre la misma progresión de acordes.

Pero eso no es todo. No contentos con la conclusión de que la música de hoy "suena toda igual", se nos informa que "el estudio también reveló que algunos instrumentos se ponen de moda y otros dejan de estarlo, dependiendo del sonido de la época". Quién lo hubiera dicho.

Personalmente, creo que todo es parte de una campaña para volver a instalar el Minimoog.


Addenda: Informe redactado por un experto en técnicas de organización y productividad tras asistir a un concierto de la Orquesta Sinfónica titular de una Comunidad Autónoma española:

- Los cuatro oboes permanecen largo tiempo sin intervenir. Sería conveniente reducir su número y escalonar su intervención a lo largo de la pieza, para eliminar las puntas de actividad.
- Los primeros violines tocan al unísono, es decir, notas idénticas; se podría reducir considerablemente su número y utilizar amplificación electrónica cuando se requiera una fuerte intensidad sonora.
- El coeficiente de utilización del triángulo es extremadamente bajo. Convendría utilizar más ampliamente este instrumento e incluso poner varios. Dado que su precio de compra es extremadamente bajo, la inversión resultaría muy rentable
- Tocar las fusas requiere un esfuerzo considerable y representa una complicación inútil. Se sugiere que todas las notas se redondeen a la semicorchea más próxima. De esta manera, será posible recurrir en mayor medida a músicos menos cualificados
- Hemos detectado que un mismo pasaje se repite con demasiada frecuencia. Estas repeticiones pueden reducirse considerablemente.
-Es inoperante hacer que los instrumentos de viento toquen un tema que ya ha sido interpretado por las cuerdas. Se puede estimar que, si se eliminasen todas las redundancias, un concierto de dos horas duraría veinte minutos, lo que reduciría los gastos generales y evitaría, además, la necesidad de un entreacto.
- La sustitución del piano de cola por un piano vertical, que ocupa mucho menos espacio, permitiría utilizar más racionalmente la zona de almacenamiento de instrumentos.
- Las técnicas de ejecución, que parecen no haber evolucionado desde hace siglos, sin ningún avance en la ergonomía, merecerían un estudio en profundidad. Se observa, por ejemplo, que el pianista, para interpretar su partitura, necesita de ambas manos, y además toca con los dos pies, que activan unos pedales. A pesar de ello tiene serias dificultades con determinadas notas. Es probable, que una nueva concepción del teclado que pusiera al alcance inmediato de su mano las teclas más frecuentemente utilizadas, podría mejorar las condiciones de trabajo del intérprete.
- A muchos otros ejecutantes, una de las manos les sirve casi exclusivamente para sostener el instrumento; si se emplease un soporte, la mano ociosa quedaría disponible para realizar otra actividad.
- Cabe señalar también el excesivo esfuerzo que, de vez en cuando, deben hacer los intérpretes de instrumentos de viento, cuando el empleo de un compresor podría proporcionar el aire necesario de una forma adecuada y mejor controlada.
- La obsolescencia de los instrumentos es un punto que merece también ser examinado: ¡el programa anunciaba que el instrumento del primer violinista tenía más de 100 años! Si se hubiera aplicado correctamente el baremo de amortización, se habría constatado que el valor de este instrumento era ciertamente nulo y se hubiera podido pensar en la compra de un instrumento moderno.

miércoles, 11 de julio de 2012

el general Patton en su Laborintus


Mañana comienza la serie de tres conciertos dedicados a Karlheinz Stockhausen en el Centro de Experimentación del Teatro Colón, a cargo de la gran Patricia DaDalt. En el marco del ciclo Integrales, que arrancó con la obra para piano preparado de John Cage y continuará con música vocal de Benjamin Britten, lo que se podrá escuchar entre el jueves y el sábado es la obra para flauta del compositor alemán cuyo rostro engalana la tapa del Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band. Tuve la oportunidad de extenderme sobre el asunto en las notas para el programa de esos conciertos, que los amigos del CETC han subido generosamente a esta página, así que baste con lo dicho. Y, desde ya, con la invitación correspondiente: no se escuchan estas obras tan seguido, y menos aún con una intérprete de la talla de Patricia.

Así que aprovecho estas líneas para hablar de otro clásico de ese universo al que todavía llamamos "música contemporánea", a falta de una terminología más adecuada, que también es noticia por estos días. Ocurre que la semana pasada el sello Ipecac lanzó un registro de Laborintus II de Luciano Berio a cargo del conjunto belga Ictus Ensamble, las voces femeninas del Nederlands Kamerkoor y la dirección de Georges-Elie Octors. Dejé para el final el nombre del narrador, que en el estreno de la obra en 1965, conmemorando los 700 años del nacimiento de Dante Alighieri, estuvo a cargo del responsable del "libreto" de la obra, el poeta Edoardo Sanguineti. En esta versión, capturada en vivo en el Holland Festival de Amsterdam en 2010, la voz es la del gran Mike Patton.

Y, de acuerdo, Patton resbala apenas un poquito en la pronunciación del latín (en textos de La vida nueva de Dante y de las Etimologías de Isidoro de Sevilla), pero su italiano es casi perfecto. Que la suya es una de las voces más versátiles de los últimos tiempos nadie lo puede poner en duda, y los que se animen a hacerlo deberán repasar sus participaciones en Medúlla de Björk, además de sus discos al frente de Faith No More, Mr. Bungle, Mondo Cane y una enorme cantidad de proyectos con los que periódicamente se despacha Patton. Aunque lo de "periódicamente", en rigor, debe ser aplicado a uno, que cada tanto captura alguna de estas postales de una carrera que parece no detenerse nunca. Son tantos los proyectos en los que continuamente trabaja que seguirle el ritmo es prácticamente imposible.

La interpretación de Patton es, seguramente, uno de los puntos altos de este Laborintus II, aunque en realidad habría que alabar el gran trabajo de ensamble logrado por la versión. Y, muy especialmente, a la calidad de la grabación. De más está decir que un disco como este difícilmente llegue a las bateas locales. En todo caso, la descarga en iTunes, relativamente económica dada la extensión de la obra, de poco más de media hora, es de una claridad fabulosa.

Sobre la obra, el propio Luciano Berio comentó alguna vez que "fue concebida con el espíritu de los catálogos medievales". Vale la pena intentar una traducción de todo el pasaje:

El inventario del catálogo musical de Laborintus II es muy amplio y no sabría por dónde empezar a describirlo. Hay un episodio de jazz, las voces están siempre amplificadas y no hay ninguna referencia a la tradicional vocalidad "culta"... Estoy muy satisfecho con el sonido de Laborintus II, de la coherencia y de la homogeneidad acústica del conjunto, a pesar de las técnicas y los medios dispares que fueron utilizados. Esto compensa la relativa simplicidad formal de la pieza, que procede mediante episodios diversificados pero por o general recurrentes y de naturaleza circular: evité deliberadamente grandes desarrollos. Laborintus II es, en sustancia, una pieza didáctica, que no presenta excesivas dificultades técnicas: de hecho, cuando me tocó prepararla y dirigirla en algunas universidades norteamericanas -en donde no hay dificultades para encontrar todos los elementos necesarios- me pareció poder llegar al verdadero espíritu de la obra en mayor medida que en una situación formal de concierto.

En esta última observación del compositor tal vez resida una de las claves para entender por qué una voz como la de Mike Patton es ideal para este Laborintus II.

No se (lo) pierdan.