lunes, 1 de agosto de 2011

¿sueñan los zombies con música electrónica?


Prometí que iba a hablar de música. No necesariamente de música electrónica, aunque el título del post y su sentido homenaje a Philip K. Dick sugiera lo contrario. Tampoco voy a hablar de zombies, aunque a esta altura ya está bastante claro que, más que una excusa para el entretenimiento fácil, las historias de zombies constituyen un apropiado vehículo para la crítica social: desde el comentario anti-capitalista de comienzos del siglo XX hasta la visión más nihilista y casi punk de los zombies de los últimos años. George A. Romero, no te mueras nunca. Y si te morís, volvé como zombi.

Pero no quiero desviarme del objeto de esta entrada, que es la música o, más específicamente, ciertos usos actuales de la música. Leo en las recientes memorias de Andrew Loog Oldham que "antes uno tenía que ir en busca de la música; ahora no te puedes escapar de ella". Alguna vez se habló en este blog sobre la quiebra de la compañía Muzak, la creadora de la "música zombie", esos sonidos que se escuchan en los ascensores, consultorios, y una larga serie de etcéteras (y que, como en las más recientes historias de zombies, tuvo su origen en investigaciones del ejército norteamericano). El problema no es que la compañía quebraba porque su infame producto ya no era utilizado, sino porque la completa transformación de toda la música en "muzak" la volvió irrelevante. No falta mucho para que escuchemos la última-canción-de-todos-los-tiempos, que, si existiera la justicia poética, puesto que de la divina poco podemos esperar, debería llamarse "Soy leyenda".

Y pensaba en todo esto mientras leía que ayer, en los festejos del PRO ante la confirmación de que seguirían cuatro años más al frente de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sonaba música. Mucha música. Música de Fito Páez, por ejemplo. Y una canción, "Arde la ciudad", que La Mancha de Rolando compuso pensando en las víctimas del terrorismo de estado de la última dictadura militar argentina. O sea: la gente de los globos amarillos bailando al compás del músico al que, semanas atrás, calificaron groseramente de "fascista". Los partidarios de la "memoria completa" saltando con una canción que condena los crímenes de lesa humanidad que esa misma gente saltarina pide olvidar. Y, sobre todo, leo que La Mancha de Rolando pidió que su canción deje de formar parte de la kermese macrista, para recibir como respuesta oficial que "le pagamos a SADAIC, así que no nos pueden prohibir usarla". Por poco no recurrieron a otro clásico del rock vernáculo: "si yo ya puse plata..."

Y aquí quería llegar, porque la frase aparentemente inocente según la cual el pago de un canon autoriza a la libre circulación de la mercadería-canción es todo un síntoma de algo que no termina de quedar claro, pero que suena a terrorífico. Una de zombies. En su notable ensayo El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (del que algo se escrito en este blog, acá y acá), Alessandro Baricco insinúa algo que será desarrollado luego en Los bárbaros: la idea de que el consumo actual (podríamos llamarlo "posmoderno", para entendernos rápidamente) de la música había sacrificado una cierta profundidad (la búsqueda de un sentido en una obra determinada, analizada en todas sus dimensiones), en aras de una superficialidad que, en contrapartida, permitía establecer una serie de relaciones mucho más amplia: el sentido de una obra musical ya no quedaría determinado por el análisis de la obra misma, sino por el lugar que ocupa en una complejísima red de relaciones con otras obras (y que incluso excede el ámbito propio de la música: en ese entramado de obras caben tanto canciones, óperas y sinfonías como novelas, películas y programas de televisión). Por eso, por ejemplo, la música de Wagner puede ser anatema en ciertas comunidades judías: obviamente esa prohibición no está determinada por los méritos intrínsecos de la obra, sino por su pertenencia a una serie de relaciones que, desde cierta perspectiva, une esa música con la experiencia del nazismo. Como dijo Woody Allen, "después de escuchar a Wagner, me dan ganas de invadir Polonia".

Lo sorprendente de la musicalización de las celebraciones del PRO, lo que se advierte en su referencia al dinero como único criterio para la elección de la música, es algo más complejo que la mera transformación de un acto político en una fiesta de quince, o de despedida de soltero (la lista de temas podría ser la misma en cualquiera de esas situaciones): es una etapa superadora de la superficialidad posmoderna. Porque ya no se trata de que la música adquiera su sentido a partir de la red de relaciones que establece con otros productos culturales. Aquí se trata de algo más radical: la destrucción de todo lazo. No hay relación posible. La música pierde su profundidad, pero ya ni siquiera es superficie. No se relaciona con nada que no sea su sola existencia como puro presente.

Pierde su historia.

Se zombifica.

Y parece que era cierto aquello de que los zombies te comen el cerebro...

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