jueves, 18 de agosto de 2011

las callecitas de Bayreuth tienen ese no se qué...

Mañana se estrena en el Teatro Argentino de La Plata Tristán e Isolda. Será la primera obra de Richard Wagner interpretada en su idioma original en la sala de 51 entre 9 y 10. Un par de pequeñas lesiones me impedirán asistir a la función, pero no quiero dejar de sumar mis mejores deseos para que sea una noche inolvidable. Vayan, si pueden. Como adelanto, incorporo al blog el artículo que incluimos en el último número de la revista del Teatro acerca de la relación entre Wagner y la filosofía, de Adorno a Žižek. El título es "Wagner, de la A a la Ž". Después me cuentan...



I. Wagner lector de Schopenhauer. Wagner amigo de Bakunin. Wagner amigo/enemigo de Nietzsche. A la hora de establecer puentes entre la obra de Wagner y la filosofía se suele echar mano a los nombres a los que el propio compositor frecuentó, a los que cita como influencia en sus escritos, a los que, de un modo u otro, se cuelan entre los pliegues de una producción enorme y, por momentos, abrumadora. Pero puede establecerse otro tipo de relación entre Wagner y la filosofía, ya no pensando al músico como vehículo más o menos consciente del pensamiento de su tiempo, sino al corpus wagneriano como un objeto caro a los filósofos: otra vez Nietzsche, desde ya, acaso el primero en descubrir que existe algo así como un “caso Wagner” que exige ser abordado con todas las armas posibles. En el largo siglo que siguió a la muerte de Wagner en Venecia, en 1883, su “caso” trascendió las fronteras de Alemania y se convirtió en una suerte de obsesión para una larga nómina de pensadores que van desde Theodor W. Adorno hasta Slavoj Žižek. El “caso Wagner”, entonces, de la A a la Ž.

II. “La sensación de abandonar el suelo firme, de adentrarse en lo incierto, constituye lo emocionante, también lo obligatorio, de la experiencia de la música wagneriana”, escribe Adorno en 1963. La frase está en el centro de una conferencia ofrecida en Berlín en 1963 con el título de “Actualidad de Wagner”, publicada un año más tarde en el programa de mano de los Festivales de Bayreuth. Adorno retoma en ese texto algunas tesis abordadas en su Ensayo sobre Wagner de 1952, y confiesa, una vez más, su ambivalencia ante la obra de su compatriota: la reacción ante la obra de Wagner es, a la vez, de “atracción y repulsión”. Pero, se apresura a agregar Adorno, esa ambivalencia es uno de los rasgos fundamentales de la cosa misma a la que se alude. La “actualidad” de Wagner de la que habla Adorno consiste precisamente en ese estado de apertura que anida dentro de la obra misma. La obra llega a nosotros “inacabada”. Y agrega: “si la obra de Wagner es en sí verdaderamente ambivalente y frágil, sólo le hace justicia una praxis interpretativa que dé cuenta de ello y realce las fracturas en lugar de maquillarlas”. Adorno habla allí de los intérpretes wagnerianos en el sentido de los cantantes, directores de orquesta y de escena, criticando a aquellos que intentan barrer debajo de la alfombra “los pasajes descaradamente nacionalistas como la alocución final de Sachs” en Los maestros cantores de Nürnberg o “las vergonzosas caricaturas judías de Mime y Beckmesser” en El anillo del nibelungo y, otra vez, Los maestros cantores. Pero también podría extenderse la sugerencia de Adorno en el sentido de los otros intérpretes, los exégetas y comentadores, como el propio Adorno, para los cuales la obra de Wagner es objeto de análisis. El procedimiento sería el mismo que Slavoj Žižek, siguiendo a Alain Badiou, aplica a la obra de Karl Marx: si Wagner pude ser considerado uno de los más grandes compositores de la historia, ello no se debe a que generó una obra con un mensaje unívoco que hoy habría que recuperar, sino, al contrario, porque su obra se permite, todavía hoy, abrirse a nuevos significados.

III. Entre 2004 y 2006, en la École Normale Supérieur de París, Alain Badiou y Francois Nicolas organizaron el seminario “Música y filosofía”, en el que también participó, como invitado, Slavoj Žižek. La disertación del filósofo esloveno, “Wagner, antisemitismo e ‘ideología alemana’”, se mueve por los habituales carriles de la crítica a la obra de Wagner: el mito y su componente político-social. Eso no la hace menos original –al fin de cuentas, es Žižek el que habla–, pero más que ese aspecto de la obra wagneriana, acaso aquél sobre el que más se ha escrito, resulta interesante detenerse en lo estrictamente musical. Esa es la propuesta de Alain Badiou, que, en ese sentido, parece recoger el guante de Adorno: su participación en el seminario fue recientemente publicada por la editorial británica Verso en un volumen que lleva el título de Five lessons on Wagner y que incluye, a modo de epílogo, la conferencia de Žižek. La propuesta de Badiou es que Wagner (el significante “Wagner”) consiste en algo así como una “cuestión filosófica”: que el propio corpus wagneriano se constituye desde su origen como un problema susceptible de ser abordado por la filosofía y que los escritos sobre Wagner son ya, a esta altura, un subgénero en sí mismo de la escritura filosófica, como lo atestiguan los escritos de Nietzsche, Heidegger, Adorno, Philippe Lacoue-Labarthe y, ahora, Žižek y él mismo. En otras palabras, según Badiou, el “caso Wagner” sigue abierto.

IV. Ese “caso Wagner”, por otra parte, y en tanto problema filosófico, excede ampliamente las fronteras de Alemania. George Bernard Shaw escribió su Perfecto wagneriano en el Reino Unido, y Debussy, Baudelaire y Mallarmé se ocuparon de Wagner y de su influencia en París (ese París que, mientras vivió, Wagner no logró conquistar). No se trata, entonces, de negar las evidentes raíces germánicas de la obra de Wagner, sino de trascenderlas. Desde luego, la identificación de Wagner con su tierra es un dato que debe estar presente en el análisis. Philippe Lacoue-Labarthe había señalado un paralelismo entre la obra de Wagner y la de Hegel: Wagner se presenta como la conclusión de cierto tipo de tradición musical, del mismo modo en que Hegel constituye la conclusión de una cierta metafísica. El fracaso de la revolución wagneriana sería el mismo fracaso de Hegel: sus continuadores deben transitar un camino que el propio maestro declaró cerrado y completo. Adorno había sostenido algo similar en su Ensayo sobre Wagner, si bien en 1963 ofrece una revisión de esa crítica a la supuesta “totalización” implicada en la propuesta estética wagneriana. En “Actualidad de Wagner”, la comparación entre el músico y el filósofo se reemplaza por la comparación de sus obras emblemáticas: si algo tienen en común la Fenomenología de espíritu y El anillo del Nibelungo, según Adorno, es la decepción que sigue a la promesa de lo absoluto. El reproche es que “Wagner no produce la música del fin del mundo que promete”, y lo mismo ocurre en el ámbito de la filosofía de Hegel: “El lector candoroso que haya devorado toda la Fenomenología espera que el saber absoluto se desvele en la conclusión con la identidad de sujeto y objeto, que entonces por fin se logre realmente. Pero si uno lee el capítulo final, queda terriblemente decepcionado (...) Es, musicalmente hablando, una recapitulación, con lo decepcionante propio de todas las recapitulaciones. Lo mismo ocurre en El ocaso de los dioses.” Badiou aquí se separa de sus colegas: Wagner no debe ser leído como la conclusión de un camino, sino como la apertura de uno nuevo: su actualidad reside, en última instancia, en el hecho de que el suyo es, en muchos aspectos, un camino que todavía estamos transitando.

V. En su lúcido ensayo El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, Alessandro Baricco (el escritor italiano, además de estudiar filosofía, se desempeñó varios años como crítico musical en la prensa italiana) señala que el germen de la modernidad, en el plano de la música, debe rastrearse en Gustav Mahler y Giacomo Puccini. El siglo XX, tal como lo conocemos, se desarrolla a partir de la idea de “espectáculo” que estos dos compositores, cada uno en su ámbito (la sinfonía y la ópera, respectivamente), empujaron hasta el límite. De las sinfonías mahlerianas se deriva, en cierto modo, la novela del siglo XX. De la ópera pucciniana, el cine, en todo lo que tiene de gran espectáculo de masas. El aporte novedoso de Badiou consiste en tirar más atrás el origen de esa concepción moderna del espectáculo, hasta encontrarla, como programa, en el drama musical wagneriano. En rigor, la idea de que el germen del siglo XX se encuentra en Wagner no es nueva: el hilo que une el “acorde de Tristán” y la disolución de la tonalidad de la música de Schönberg y sus seguidores es demasiado visible. Lo interesante es que la música de Wagner sea considerada, además, precursora de esa otra “música del siglo XX”: no ya la de las vanguardias, más o menos cerradas sobre sí mismas, sino aquella otra, que derivaría en los grandes espectáculos masivos. No hace falta remitirse a la escena de la “cabalgata de las walkyrias” en Apocalipsis Now! para observar que, en efecto, el cine le debe a Wagner mucho más que el recurso musical del Leitmotiv. Por otra parte, es en ese mismo programa wagneriano de “obra de arte total” que puede rastrearse alguna influencia de Wagner en el nacional-socialismo: si el nazismo pudo encontrar algún elemento legitimador en la obra de Wagner, debe buscarse, más que en el proverbial antisemitismo wagneriano (condición necesaria pero no suficiente), en la estetización de la política. Aunque, como bien apunta Badiou, en la obra de Wagner subyace lo opuesto: la politización de lo estético.

VI. Una última mención a otra categoría típica de la obra de Wagner que, dicho sea de paso, parece hacerse presente en este artículo: la extensión. Las críticas a la excesiva duración de las obras de Wagner suele conjugar dos aspectos: no sólo el hecho de que un acto pueda durar más de dos horas (el primer acto de Parsifal es casi tan largo como todo El holandés errante), sino, además, la peculiaridad de que en esas dos horas no “pasa” nada. Los personajes de Wagner cuentan una y otra vez la misma historia, que no es otra que la que están protagonizando. El problema con las críticas a esa característica del drama musical wagneriano es que omiten el detalle de que, lejos de constituir una falencia del compositor, ella constituye el núcleo mismo de la propuesta. Curiosamente, Nietzsche no parecía tan errado cuando, en el juvenil El nacimiento de la tragedia, emparentaba a Wagner con Esquilo: hay algo de aliento épico en esas grandes narraciones, desde la balada de Senta en El holandés errante hasta las Nornas de El ocaso de los dioses o los relatos de Gurnemanz y Kundry en Parsifal. Musicalmente, la aparente “falta de forma” de la obra wagneriana, el constante movimiento sugerido por la “melodía infinita” se revela, en realidad, como la única forma posible para el tipo de obra diseñada por Wagner con un total dominio de sus medios: el complejo entramado de Leitmotive, lejos de invitar a la elaboración de un “diccionario” al cual a cada motivo corresponde una idea, pone de manifiesto la ambigüedad y la incertidumbre: los personajes cuentan una y otra vez su propia historia para intentar comprender qué papel desempeñan en ella. Con cada aparición, el motivo se transforma, aunque parezca siempre el mismo, por las nuevas relaciones que establece con los otros motivos. Todas las obras de Wagner juegan con esa tensión entre un desenlace ya determinado irrevocablemente desde el primer momento y una música que, carente de todo punto de reposo, parece estar en perpetuo movimiento hacia un lugar desconocido. Y esa dialéctica entre la eterna inmutabilidad del principio y la perpetua contingencia del devenir es la cuestión filosófica por excelencia.

lunes, 15 de agosto de 2011

retrato de un violín

Un nuevo huésped llega al cuarto de invitados de estudio de noche, esta vez con la historia de un violín, que es también la historia de un violinista. De un negro espiritual, como diría (o podría decir; quién soy yo para impostar voces ajenas) el amigo Gabriel Senanes. Gracias por pasar a visitar.


por APG

Hay un hombre y hay un joven. Un hombre de sobretodo y sombrero; un joven de pantalón corto y piernas flacas de vello incipiente. El hombre tiene la postura erecta y arrabalera del tango; el joven se desgarba en un cuerpo que creció de golpe y aún no consigue asimilar. Tiene la mirada ávida de quien -a mediados del siglo pasado y en plena pubertad- incursiona en la ciudad casi por primera vez dejándose deslumbrar por el paisaje urbano que se diferencia tanto de su Ramos Mejía natal. Son esos ojos los que, pegados a la ventanilla de ese asiento en primera fila, observan a la distancia al hombre de sobretodo y sombrero que extiende su brazo para que el colectivo de la línea 101 en el que él viaja se detenga y luego al subir -el hombre, de sobretodo y sombrero- descubra su cabeza; entonces, ese joven que lleva un estuche apostado entre sus piernas flacas de pantalón corto, se pone de pie para cederle el asiento.

― Muy amable jovencito. ¿Hacia dónde viaja con ese violín?
― A la Orquesta Sinfónica Juvenil, Señor.
― Olvídese de la Sinfónica, dedíquese mejor al tango.

A los pocos días el joven de pantalón corto y piernas flacas es invitado por el hombre de sobretodo y sombrero a tocar en un ensayo junto a músicos tangueros. Su violín -ese mismo violín que le habrían regalado sus padres al cumplir cinco años al tiempo que le decían: “Que ni se le ocurra ser músico; es para que se entretenga, porque usted va a ser médico”- se sumerge con soltura en el dos por cuatro.

Y una tarde, llega tarde. Y por llegar tarde, el Director de la Orquesta Sinfónica Juvenil lo somete a un interrogatorio:

― ¿Estás son horas de llegar? ¿Se puede saber de dónde viene, jovencito?
― Disculpe señor director. Vengo de tocar en un hotel del barrio de Retiro acompañando a un músico que se llama Pazzola, Pazzoli, Piazzoli, o algo así.

Hay un hombre con la cabeza apoyada en la ventanilla. Ya no viste pantalones cortos ni lleva un estuche apostado entre sus piernas; lo ha despachado junto al resto del equipaje poco tiempo antes de embarcar en vuelo hacia Tokio, primer punto de la gira junto a Astor.

sábado, 13 de agosto de 2011

el resto es ruido

"La palabra es fascinación", escribe Diego Fischerman en su flamante Después de la música. El siglo XX y más allá (Eterna Cadencia, 2011), suerte de La música del siglo XX (Paidós, 1998) reloaded. La frase abre el segundo capítulo y se refiere a París circa 1900, pero la palabra"fascinación" puede extenderse a todo el libro, a cada uno de los capítulos en los que se aborda un aspecto particular de ese caos maravilloso que es el siglo XX musical. La sensación, al terminar la lectura, es que lo que parecía un libro de relatos con algunos personajes que reaparecían de vez en cuando, era en realidad una fabulosa novela, de esas que parecen contar la historia de una familia pero que en realidad están contando la Historia, a secas.

Desde luego, la palabra "fascinación" no se refiere únicamente a lo que produce la lectura del Después de la música (no pretendo llegar a semejante nivel de adulación a un amigo, aunque algo de eso habrá, para qué negarlo), sino también a la sensación que sin duda produce ese objeto elusivo que Diego analiza en esas 150 páginas. Y está claro que "fascinación" no es una palabra inocente, ni mucho menos unívoca. Basta recordar al canoso narrador de "Un descenso al Maelstrom" para advertir que uno puede sentirse fascinado ante una vista sublime (Kant dixit) que está a punto de aniquilarnos. Exagero, como de costumbre. Nadie llegó al límite, que yo sepa al menos, de sugerir que escuchar música del siglo XX equivale a una experiencia cercana a la muerte...

En todo caso, lo que quiero decir es que después de Después de la música es inevitable salir corriendo a escuchar algunas de las obras que allí aparecen como protagonistas de la historia musical del siglo XX (y más acá), o incluso aquellas que apenas si gozan de un papel secundario o un cameo. O también, por qué no, las obras que ni siquiera son mencionadas y que entonces uno tiene que analizar, imaginar sus genealogías, pensar en cuál de los capítulos del libro no desentonarían. O desentonarían, llegado el caso, puesto que a veces de eso se trata.

Lo que quiero decir es que Diego se animó a internarse en los recovecos de ese siglo XX musical, problemático y febril, escuchó mucha música y, después de esa música escribió Después de la música para que nosotros, después de leer Después de la música, nos animemos también a emprender ese viaje con la certeza de que hay música, también, del otro lado.

Es curioso: el libro se inicia recordando al anécdota de la mujer que una vez le preguntó a Luigi Nono qué es la música contemporánea. Y mientras todos pensaban que era una pregunta tonta para hacerle a uno de los principales compositores del siglo pasado, el propio Nono afirmaba que era la pregunta más importante que le habían hecho "y la única que valía la pena contestar". Y digo curioso porque ahora, si esa misma señora hiciera esa misma pregunta, la respuesta sería mucho más sencilla.

"Lea Después de la música, señora".

jueves, 11 de agosto de 2011

encrucijadas

Hace ya un par de temporadas que me ronda la idea de invitar otras plumas para engalanar el blog. Así que, sin mayores preámbulos, en este emotivo acto, doy por inaugurada la flamante sección "cuarto de invitados". En este caso, con una colaboración de mi hermana en la vida y colega en la Universidad de Filosofía y Letras, Aldana FW. La era del nepotismo blogger llega a estudio de noche. ¡Salud!

por Aldana Fernández Walker

Cuando retomé ayer mis lecturas acerca de Sarmiento, la nación, el desierto, la civilización y la barbarie (cortesía de la Sarlo de los años '80) no pude más que recordar las noticias policiales de los últimos días; de un lado, el supuesto asesinato de una beba en la localidad de Ayacucho, del otro, el asesinato de las dos turistas francesas en Salta.

Lo primero que vino a mi mente cuando los medios críticos de los medios salieron a desenmascarar las operaciones hechas con claros objetivos políticos desestabilizadores, fue el relato de Fuenteovejuna. Rápidamente comenté con mis amigas de Letras esta asociación (sabía que no se ajustaba al argumento, pero podía ver los elementos del clásico literario reordenados como un anagrama en los eventos reales) acerca de qué les parecía esta comparación, a lo cual una respondió, atinadamente y confirmando mis sospechas, que si bien en ambas se veía una farsa, la de Lope de Vega era una justiciera, dado que el comendador era atacado por los habitantes de Fuenteovejuna por ser, y cito, “un reverendo hijo de puta”. En Ayacucho, por el contrario, los grandes medios fogonearon una pueblada contra un “comendador” que de nada era responsable ya que el asesinato nunca había tenido lugar. Antes de proseguir la divagación creo que también debería señalar que, si bien no hubo asesinato, sí hubo una trágica muerte, que lejos de lamentar, esos mismos medios utilizaron para sacar un rédito político.

El otro acontecimiento policial de la semana fue la muerte de las turistas francesas. Nuevamente, lejos de querer informar, lejos de querer alertar o lamentar, los medios hicieron otra operación, y aquí es donde entra Sarmiento (también me pregunto que opinaría Rousseau sobre esto, pero no tengo mucho para decir). El tópico central de la obra de uno de nuestros más prolíficos intelectuales es la dicotomía entre “civilización” y “barbarie”. Un considerable porcentaje de su obra se encarga de analizar este problema –que luego el célebre historiador de Berkeley, Halperin Donghi, identificará como “la creación de una nación en el desierto”– llegando a alcanzar, en ciertos pasajes (“en las provincias viven animales bí­pedos de tan perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor”, le escribió a Mitre en 1863), ribetes Capusotescos.

Lo que quiero recordar y remarcar aquí es el análisis que hace tanto Sarmiento como el resto de los intelectuales del siglo XIX de la vida política, social y cultural de Argentina después de Mayo. ¿Qué es la barbarie? El desierto, el campo, lo indígena. La civilización, por el contrario, está en la ciudad. ¿Cuál es el modelo? Europa. Para Sarmiento, también los Estados Unidos (se le adelantó a Pomelo en eso de “es hora de que seamos lo que todo argentino quiere ser: ¡un norteamericano!”). Dado que es mi tema de investigación (convenientemente) podría escribir un ensayo de 100 páginas; pero lo que me interesa destacar es esto: seguimos pensando como en el siglo XIX. Nuestro faro es Europa, nuestro modelo es Francia, otra vez. Es muy significativo que dos turistas francesas, parisinas, de “la ciudad luz” hayan encontrado su muerte perdidas en una provincia del interior de un país latinoamericano. Aquí se halla en todo su esplendor el tópico barbarie vs. civilización. Y todos los imbéciles obsecuentes de siempre, entrevistando a los medios europeos casi como pidiendo perdón por ser tan salvajes, tan incultos y retrasados.

Lo mismo con las noticias de Londres. ¿Sabrá esta gente lo que es el capitalismo? ¿Sabrán que Inglaterra fue la cuna del capitalismo, que en sus fábricas morían niños sobreexplotados, que es también, por consecuencia lógica, la cuna del movimiento obrero? ¿Deberíamos repartir ejemplares gratuitos del capítulo 24 de El capital? ¿Qué país están mirando? Se quedaron en el siglo XIX y, lo que es más triste, todo nuestro imaginario social se quedó en el siglo XIX, con complejo de inferioridad y admirando los países del norte, mientras esos mismos países se hunden en su propia desgracia.

Mucha gente pregunta por qué se sigue hablando de la dictadura cuando eso “ya pasó” (son los mismos giles que me preguntan por qué a los chicos les va mal en Historia si es como “un cuentito”; bueno, vaya cuentito...). Y yo me pregunto cómo no deberíamos hablar de la dictadura, y de más atrás también, dado que seguimos analizando la actualidad con el mismo prisma de hace 150 años.

lunes, 1 de agosto de 2011

¿sueñan los zombies con música electrónica?


Prometí que iba a hablar de música. No necesariamente de música electrónica, aunque el título del post y su sentido homenaje a Philip K. Dick sugiera lo contrario. Tampoco voy a hablar de zombies, aunque a esta altura ya está bastante claro que, más que una excusa para el entretenimiento fácil, las historias de zombies constituyen un apropiado vehículo para la crítica social: desde el comentario anti-capitalista de comienzos del siglo XX hasta la visión más nihilista y casi punk de los zombies de los últimos años. George A. Romero, no te mueras nunca. Y si te morís, volvé como zombi.

Pero no quiero desviarme del objeto de esta entrada, que es la música o, más específicamente, ciertos usos actuales de la música. Leo en las recientes memorias de Andrew Loog Oldham que "antes uno tenía que ir en busca de la música; ahora no te puedes escapar de ella". Alguna vez se habló en este blog sobre la quiebra de la compañía Muzak, la creadora de la "música zombie", esos sonidos que se escuchan en los ascensores, consultorios, y una larga serie de etcéteras (y que, como en las más recientes historias de zombies, tuvo su origen en investigaciones del ejército norteamericano). El problema no es que la compañía quebraba porque su infame producto ya no era utilizado, sino porque la completa transformación de toda la música en "muzak" la volvió irrelevante. No falta mucho para que escuchemos la última-canción-de-todos-los-tiempos, que, si existiera la justicia poética, puesto que de la divina poco podemos esperar, debería llamarse "Soy leyenda".

Y pensaba en todo esto mientras leía que ayer, en los festejos del PRO ante la confirmación de que seguirían cuatro años más al frente de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sonaba música. Mucha música. Música de Fito Páez, por ejemplo. Y una canción, "Arde la ciudad", que La Mancha de Rolando compuso pensando en las víctimas del terrorismo de estado de la última dictadura militar argentina. O sea: la gente de los globos amarillos bailando al compás del músico al que, semanas atrás, calificaron groseramente de "fascista". Los partidarios de la "memoria completa" saltando con una canción que condena los crímenes de lesa humanidad que esa misma gente saltarina pide olvidar. Y, sobre todo, leo que La Mancha de Rolando pidió que su canción deje de formar parte de la kermese macrista, para recibir como respuesta oficial que "le pagamos a SADAIC, así que no nos pueden prohibir usarla". Por poco no recurrieron a otro clásico del rock vernáculo: "si yo ya puse plata..."

Y aquí quería llegar, porque la frase aparentemente inocente según la cual el pago de un canon autoriza a la libre circulación de la mercadería-canción es todo un síntoma de algo que no termina de quedar claro, pero que suena a terrorífico. Una de zombies. En su notable ensayo El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (del que algo se escrito en este blog, acá y acá), Alessandro Baricco insinúa algo que será desarrollado luego en Los bárbaros: la idea de que el consumo actual (podríamos llamarlo "posmoderno", para entendernos rápidamente) de la música había sacrificado una cierta profundidad (la búsqueda de un sentido en una obra determinada, analizada en todas sus dimensiones), en aras de una superficialidad que, en contrapartida, permitía establecer una serie de relaciones mucho más amplia: el sentido de una obra musical ya no quedaría determinado por el análisis de la obra misma, sino por el lugar que ocupa en una complejísima red de relaciones con otras obras (y que incluso excede el ámbito propio de la música: en ese entramado de obras caben tanto canciones, óperas y sinfonías como novelas, películas y programas de televisión). Por eso, por ejemplo, la música de Wagner puede ser anatema en ciertas comunidades judías: obviamente esa prohibición no está determinada por los méritos intrínsecos de la obra, sino por su pertenencia a una serie de relaciones que, desde cierta perspectiva, une esa música con la experiencia del nazismo. Como dijo Woody Allen, "después de escuchar a Wagner, me dan ganas de invadir Polonia".

Lo sorprendente de la musicalización de las celebraciones del PRO, lo que se advierte en su referencia al dinero como único criterio para la elección de la música, es algo más complejo que la mera transformación de un acto político en una fiesta de quince, o de despedida de soltero (la lista de temas podría ser la misma en cualquiera de esas situaciones): es una etapa superadora de la superficialidad posmoderna. Porque ya no se trata de que la música adquiera su sentido a partir de la red de relaciones que establece con otros productos culturales. Aquí se trata de algo más radical: la destrucción de todo lazo. No hay relación posible. La música pierde su profundidad, pero ya ni siquiera es superficie. No se relaciona con nada que no sea su sola existencia como puro presente.

Pierde su historia.

Se zombifica.

Y parece que era cierto aquello de que los zombies te comen el cerebro...