lunes, 27 de junio de 2011

la lengua popular


Como bien sugiere el inefable Gustavo Sala en la historieta reproducida aquí arriba, hay vínculos secretos que conectan a Andrés Calamaro con Wolfgang Amadeus Mozart. A las pruebas me remito: la pieza de Mozart se puede escuchar aquí; la de Calamaro, aquí. Curiosamente, la de Andrés no figura en la reciente antología/aniversario Salmonalipsis now, y la de Mozart no está incluida en los numerosos Best of... que cada tanto aparecen con las más grandes obras del geniecillo de Salzburgo. Ambas, sin embargo, merecen un lugar destacado en el histórico catálogo de obscenidades musicales.

miércoles, 22 de junio de 2011

sobrevolando Wagner


Entre 2004 y 2006, en la École Normale Supérieur de París, Alain Badiou y Francois Nicolas organizaron el seminario "Música y filosofía", en el que participaron también Isabelle Vodoz, Denis Lévy y Slavoj Zizek. El título, más bien genérico, no dice mucho. En realidad, el hilo conductor que atraviesa todo el seminario es la obra de Richard Wagner, y es a partir de esas clases que se originó el libro Five lessons on Wagner de Alain Badiou, con epílogo de Zizek que la editorial Verso publicó el año pasado.

No voy a extenderme demasiado en el comentario aquí, porque prometí hacerlo en el próximo número de 51-9-10, la revista del Teatro Argentino de La Plata, a raíz del cada vez más cercano estreno de Tristán e Isolda. Pero sí me apuro a señalar algunas primeras impresiones de la lectura de estas "lecciones" de Badiou. La primera es que, a diferencia de tantos otros análisis de la obra de Wagner (acaso el compositor sobre el cual más se ha escrito, desde defensas encendidas hasta declaraciones de guerra y desprecio), Badiou se concentra, durante la mayor parte de su análisis, en la música antes que en los textos. Después de tantos escritos acerca del tratamiento wagneriano de los mitos nórdicos y de las literaturas germánicas medievales, una reflexión acerca del componente puramente musical de la propuesta de Wagner es más que bienvenido.

Otra cuestión interesante que queda de manifiesto en el libro de Badiou es hasta qué punto el "caso-Wagner" trasciende las fronteras de Alemania: si bien es cierto que la obra de Wagner se presenta a sí misma como un intento por responder la pregunta acerca de la identidad alemana (y, en ese sentido, como recuerda Badiou, la obra de Wagner parece ser el correlato exacto de la filosofía de Hegel), lo cierto es que Wagner arroja su sombra sobre toda Europa: acaso como una suerte de maldición por el desprecio sufrido en su momento en París, desde el momento mismo de la muerte de Wagner, Francia sintió la necesidad de enfrentarse al desafío de dar cuenta de la poderosa influencia wagneriana sobre su música y, en general, sobre su cultura. La obra de Mallarmé, de Baudelaire, de Debussy son una prueba de esto. También, desde ya, el propio Badiou. Un fantasma recorre Europa, y ese fantasma es Wagner.

La paráfrasis marxista tampoco es gratuita: Marx, Feuerbach, Bakunin... todos los nombres asociados a una cierta teoría y praxis revolucionaria del siglo XIX afloran a la hora de analizar la obra de Wagner, él mismo un revolucionario en el exilio tras las revueltas del '48. Promediando sus lecciones, Badiou señala que, desde los inicios del "caso-Wagner", la filosofía se sintió inmediatamente interpelada. Nietzsche, Heidegger, Adorno, ahora Badiou y Zizek... Wagner obliga a una reflexión que, en la mayoría de los casos, se vuelve profundamente desestabilizante. El desafío mayor parece residir en la capacidad de Wagner para mantener una deliberada ambigüedad que permite que se lo interprete de maneras muchas veces antagónicas, siempre con argumentos que, si bien no son irrefutables (menos aún cuando pretenden serlo), al menos parecen convincentes.

Una de las principales enseñanzas que uno puede obtener de estas cinco lecciones es la conciencia de esa ambigüedad que parece anidar en el corazón mismo de la obra wagneriana. La sensación, tal como la presenta Badiou, es que es el propio Wagner el que parece poner en escena -musical más que dramáticamente- esa indecisión: la posibilidad siempre presente de una desviación del curso trazado de antemano. El quiebre constante que Wagner parece ejercer sobre las formas musicales tradicionales (la "melodía infinita" como respuesta a la forma cerrada, el cromatismo como el arma principal de ese "viejo hechicero", como lo definió Nietzsche) es tan elocuente como innegable es que, al fin de cuentas, las tensiones, bien que desplegadas hasta el paroxismo, finalmente son resueltas. Lo que no queda claro es en cuál de esos dos momentos -la dilación de la resolución o la resolución misma- debe uno poner el acento. Porque si uno lo pone en el momento afirmativo, final, la crítica es inevitable: todo fue apenas un engaño, una suerte de histeria musical que tan sólo demora más en entregar lo que promete. Pero, sin negar ese momento conclusivo, uno puede resignificarlo a través del proceso de desintegración que lo precede: la discusión acerca de la decepción que provocan la mayoría de los finales wagnerianos se inscribe aquí. ¿Qué ocurre si esa decepción es deliberada? ¿Si el propio compositor está poniendo en escena -una vez más: musical más que dramáticamente- esa insatisfacción?

No es de extrañar que, para la mayoría de los filósofos mencionados -si no todos- la piedra de toque, el mayor enigma de todo el "caso-Wagner", resida en Parsifal, acaso la obra más incomprendida del canon occidental. Atacada como una defección ante la cruz tras la elevación de la mitología pagana del Anillo, Parsifal se revela, para la mirada de Badiou, como la culminación del proyecto revolucionario wagneriano. Lejos de convertirse en una exaltación del Cristianismo, Parsifal se presenta como el intento de aplicar el complejo artefacto desmitologizador que Wagner había aplicado exitosamente en la mitología pagana al propio Cristianismo entendido aquí como un entramado simbólico más. El fracaso de la empresa reside en la incapacidad del propio mito Cristiano en ser concebido como un mito más entre los mitos. Según Badiou, en cambio, la propuesta de Wagner en Parsifal continúa siendo de una urgencia radical: lo que se pone en escena en el decadente mito del Grial de Parsifal es la posibilidad de una ceremonia laica en un mundo moderno que en la época de Wagner estaba alcanzando su climax y a cuyo ocaso pareceríamos estar asistiendo hoy. El caso del cristianismo de Parsifal es paradigmático: más que su glorificación, Wagner parece promover la necesidad de superarlo. Titurel es el ejemplo manifiesto de que una religión cuya principal motivación es la propia supervivencia está condenada a una muerte irremediable. Es en ese sentido en que debe entenderse la proclama wagneriana de un "arte del futuro": si el nazismo pudo encontrar algún elemento legitimador en la obra de Wagner, debe buscarse en esta estetización de la política, que -más allá del proverbial antisemitismo wagneriano- tenía en la obra de Wagner un sentido diametralmente opuesto: la politización de lo estético.

Dejo acá. Se podría hablar mucho más de Wagner y de los diferentes aspectos que Zizek y Badiou señalan en su obra -desde la flagrante sexualidad de la música hasta la caracterización del tiempo que emerge de su experiencia-, pero eso quedará para otro momento. El "caso-Wagner" continúa abierto.

Hojotoho.

sábado, 18 de junio de 2011

un vaso de agua


Terminó Il trittico de Puccini en el Teatro Colón y dejó, tras de sí, un tsunami de críticas. Y, como ya anunciaban varias teorías apocalípticas, los conflictos del nuevo milenio tienen una única razón de ser: el agua. La fuente de la vida y la madre de todas las batallas. Se sabe que la música de Puccini es impermeable a toda crítica, de modo que el foco del conflicto residió en la puesta del polémico (al parecer, Guillermo Moreno no es el único al que los diarios reservan este adjetivo) Stefano Poda.

Esto no pretende ser una reseña hecha y derecha, que pueden encontrarse en otro lado (reunidas, para quien le interese, en el blog Habitués del Teatro Colón). Son, apenas, algunas observaciones. La primera de ellas es que, como toda manifestación artística, una puesta de ópera está sujeta a críticas de todo tipo: benévolas, condescendientes, virulentas... incluso puede ser olímpicamente ignorada. Puede ser aplaudida a rabiar o abandonada a un silencio lapidario. Los abucheos ya son otro tipo de manifestación, rayana en el mal gusto, pero bueno: al fin de cuentas es, también, un modo de expresarse del público (aunque, habría que aclarar, distinto es el caso de los abucheadores que exigen silencio a los que aplauden, una variante lamentablemente presente de vez en cuando en el Teatro: parecería tratarse de gente ya no ofuscada por lo malo de una puesta, sino furiosa con aquellos que, a pesar de todo, disfrutaron).

Ahora bien, es claro que cualquiera tiene el derecho a disfrutar o a sufrir una puesta en escena, o cualquier otra manifestación artística, por caso. Afortunadamente, no somos todos conmovidos por lo mismo, ni con la misma intensidad. Pero esta suerte de mal entendido relativismo no implica un "vale todo". En términos futboleros, podemos preferir el juego vistoso del Barcelona de Guardiola o la efectividad del Inter de Mourinho; pero nadie podría defender que el mejor equipo es el que se mete un gol en contra por partido. Ante ciertos fenómenos, el relativismo es sencillamente insostenible.

El agua, entonces. Varios comentarios sobre la puesta de Poda señalaron que el elemento que no desentona y es, además, funcional en Il tabarro (que transcurre a orillas del Sena, sobre un barco en el que trabajan los estibadores) no tiene nada que hacer en la comedia florentina Gianni Schicchi y menos aún en el convento dieciochesco de Suor Angelica. "¿Qué hace el agua ahí?", preguntan. No me propongo dar una respuesta definitiva a esa pregunta, porque está dirigida, en todo caso, al responsable de la puesta. Pero sí puedo decir que, en todo caso, la pregunta no me parece, finalmente, amenazante. Desde ya, que un tríptico incluya un elemento que funcione como nexo entre sus partes no es descabellado. Se dirá que son tres obras muy distintas, sí, pero también es cierto que, en esa curiosa unidad que las tres conforman (al menos, según la intención original del compositor), uno puede elegir si pone el acento en el "uno" o en el "tres". Esta puesta parece inclinarse por el "uno", y esa elección está justificada. El problema es cuando ese elemento se acepta para una obra pero se rechaza en las otras dos. Porque, al parecer, las críticas más virulentas insinuaban que Il tabarro puede tener agua porque transcurre a orillas del Sena, pero Gianni Schicchi y Suor Angelica no.

Pero ocurre que una puesta que, desde el primer momento declara que renuncia al naturalismo, anula una crítica como esa. Se puede criticar esa renuncia (a mí, por lo menos, me gusta que las óperas que pretenden ser "veristas" se jueguen a fondo con ese supuesto realismo; y ni hablar una comedia tan "cinematográfica" como Gianni Schicchi), pero esa es otra historia. Dicho rápidamente: lo más probable es que tampoco en Il tabarro sea lícito hacer la correspondencia "agua = Sena" y quedarse con eso. Mientras transcurre la primera obra, esa equivalencia puede funcionar así. Cuando se descorre el telón en la segunda y el agua sigue ahí, necesariamente debe cambiar la percepción que se tenía de la primera. O no, claro: pero si uno no quiere hacer ese salto, no tiene por qué echarle la culpa a la puesta. (Acotación al margen: ese salto de fe debería ser más o menos sencillo en quien está esperando que al final de Suor Angelica aparezca la mismísima Madre de Dios para concederle la Gracia a su protagonista...)

La respuesta, entonces, a la pregunta por el agua, puede buscarse a partir de las señales que la propia producción sugiere. Que en Gianni Schicchi, por ejemplo, todos los que llegan lo hagan con un paraguas parece sugerir que afuera llueve. "Hay agua adentro", se dirá. Claro, pero eso será porque la casa de Buoso Donati deja mucho que desear. "¿Goteras en la casa de Buoso Donati, con la fortuna de la que se habla durante toda la ópera?" Sí, porque la decadencia de la familia es moral, no material. Las goteras son apenas eso: una señal de que su posición de privilegio se les escurre entre los dedos ante la llegada de la "gente nueva" como Gianni Schicchi. El único seco, curiosamente, es el muerto. A los demás ya los tapa el agua. O acaso sea que la lluvia provocó una crecida del Arno (en una Firenze en la que la gestión del alcalde Maurizio M es bastante deficiente), señal de que la ciudad está por sufrir un cambio importante. En todo caso, Gianni Schicchi parece ser el único que chapotea contento: el agua es, a diferencia de los otros, su elemento. En él se mueve mejor que los demás. Como pez en el agua, digamos. De ellos (Schicchi, Rinuccio y Lauretta) es el futuro.

¿Y Suor Angelica? Acá, la naturaleza misma de una suerte de drama místico ayuda en encontrar esas señales que, de todos modos, están bastante claras en el libreto: se habla en la primera parte de una fuente de aguas doradas por el sol; en la segunda parte son las lágrimas de Suor Angelica ante la noticia de la muerte de su hijo las que dominan la escena; y, al final, ella misma vierte el veneno en el agua que bebe para suicidarse. Insisto: no digo que eso sea lo que pretende el responsable de la puesta. Sólo digo que podría ser; que así lo sentí cuando vi Il trittico y que pensar que el agua es el Sena en Il tabarro y que por lo tanto debe seguir siéndolo en las otras dos óperas parece una interpretación pobre, más criticable en quienes aplican esas rígidas equivalencias que en quienes pensaron la puesta en escena.

Una última observación, por si fuera necesario. Independientemente de todo lo dicho anteriormente, la puesta puede, desde ya, ser criticada (yo mismo encuentro varios aspectos que no me gustaron, aunque en general me parece bien lograda), pero el criterio con el que se lo critica debe ser, al menos, claro. La actual gestión del Colón puede ser criticada por demasiadas cosas. Yo mismo, en este blog y en otros medios, he hecho varias de esas críticas, y está claro que, en más de un aspecto, la gestión de Mauricio Macri en la Ciudad, y en particular su política cultural, entre la que se encuentra el Teatro Colón, es altamente deficiente. Afortunadamente, en breve habrá elecciones en las que eso puede empezar a revertirse. Ahora bien, no creo que tomar riesgos en las propuestas estéticas de un teatro oficial sea precisamente un defecto de su dirección.

Digamos, a modo de ejemplo bastante claro: criticar los desmanejos del Colón con su personal es, más que una opinión, una obligación. Indignarse por una puesta de ópera que no es, ni de lejos, lo peor que se ha visto en el escenario del Teatro, se parece más a ahogarse en un vaso de agua.

viernes, 10 de junio de 2011

amor y plagio



Benjamin encadena las citas, las modela y las corta como si fueran una escritura personal, las dispone en la página con un sentido de composición.

Probablemente Bob Dylan no haya leído el artículo "El taller de la escritura" que Beatriz Sarlo publicó originalmente en Página/12 en 1992 y que ahora se reproduce en Siete ensayos sobre Walter Benjamin (Siglo XXI). Igualmente irrelevante es que haya leído (o no) al propio Benjamin. Pero es difícil leer a Sarlo y no imaginar que hay, en ese ensayo, una descripción más que apropiada de esa obra maestra de madurez de Dylan que es "Love and Theft" (2001).

Y, me apuro a aclarar, no es que quiera caer en esa dudosa práctica que la propia BS critica -y con razón- en el séptimo ensayo (ese número, además), que consiste en abusar de Benjamin para abordar prácticamente cualquier cosa. Pero, insisto, cómo no pensar en Dylan cuando se leen cosas como esta:

Repite citas a veces precedidas de un comentario corto, otras veces las incorpora a un texto más extenso en el que ya han adquirido el aire de la prosa benjaminiana, transformándose hasta parecer que Benjamin las hubiera escrito y no copiado. Lo mismo hace con sus propios textos, a los que trata como citas, desplazando párrafos de un trabajo anterior a uno siguiente, recomponiendo frases o cambiando un adjetivo.

Basta con reemplazar "Benjamin" y "benjaminiano" por los correspondientes "Dylan" y "dylaniano" y tenemos una buena semblanza del tipo de procedimiento que se pone en juego en "Love and Theft", un disco que no en vano lleva las comillas como parte indisoluble de su título y que a mí siempre me gustó más traducir por "amor y plagio", antes que el más prosaico "robo". La multiplicidad de citas -de Alicia en el país de las maravillas a El gran Gatsby, pasando por el Antiguo y el Nuevo Testamento, los blues del Delta del Mississippi y un omnipresente Confesiones de un Yakuza de Junichi Saga- puede repasarse en el completísimo sitio de Eyolf Østrem (dicho sea de paso, un medievalista: parece que hay ahí otra conexión inesperada). Lo interesante, en todo caso, es imaginar cuánto de ese Benjamin disperso, sometido constantemente a una hermenéutica desenfrenada, no puede encontrarse, también, en el Dylan que, en su madurez, escribe canciones como "Summer Days", "High Water" o "Sugar Baby", plagadas de referencias a un apocalipsis de resonancias benjaminianas (en un disco editado, de todas las fechas posibles, el 11 de septiembre de 2001). El mismo Dylan que, en su siguiente disco, con el título de Tiempos modernos y una imagen de una vieja Nueva York en la portada, termina cantando una canción que parece extraída de las confesiones del mismísimo Angelus Novus.

De acuerdo, puede que esté exagerando. Pero no creo que tanto: no es tan descabellado imaginar siete ensayos sobre Bob Dylan y buscar, en aquellas viejas fotos en blanco y negro de Greenwich Village en los '60, la clave para un posible "Nueva York, capital del Siglo XX".

miércoles, 1 de junio de 2011

eckhart, cage y la indeterminación



Materie ist ein groß leiblich Ding und ist ungefüge; es hindert.
Meister Eckhart

Hace poco mencioné la feliz aparición de La música en el grupo Sur. Una modernidad inconclusa (Eterna Cadencia) de Pablo Gianera. Pues bien: el Gianero Solitario ataca de nuevo: acabo de recibir Formas frágiles. Improvisación, indeterminación y azar en la música (Debate), otro de esos libros entre cuyas virtudes se cuentan no sólo la invitación a pensar algunos conceptos fundamentales de la música ("la escritura sobre una obra musical como una forma de escucha, más reflexiva y detallada") sino también la capacidad de despertar un deseo impostergable de volver a escuchar (o escuchar por primera vez, en algún caso) algunas de las obras que allí se mencionan.

Otra de las virtudes del libro es la forma en la que se articulan sus diversos capítulos: nombres propios alrededor de los cuales va desarrollándose el tratamiento de los tres conceptos del título (tan diversos entre sí, aunque a veces se los confunda), encadenados de un modo que, a tono con el tema en cuestión, uno imaginaría plagado de hipervínculos en una versión electrónica: las combinaciones pueden ser indeterminadas, pero en ningún caso azarosas.

Pero, como en el caso de La música en el grupo Sur, no es mi intención aquí hacer una reseña completa del libro. Al respecto, en breve aparecerán en sendos medios culturales las notas correspondientes. Y en caso de que Pablo esté leyendo esto, me atrevo a adelantar una de las preguntas que le haré en una próxima entrevista: ¿cómo es que, en un libro que cuenta a la improvisación entre sus objetos de estudio, no aparece entre los nombres propios (Cage, Bach, Tristano, Schubert, Coltrane, Stockhausen, Cardew, Braxton) el nombre de Keith Jarrett? ¿Eh?

De todos modos, hay un detalle de Formas frágiles, un comentario hecho casi al pasar, que me resultó particularmente curioso. Por razones puramente profesionales, diría, relacionadas con mi trabajo como medievalista: la fugaz aparición de Meister Eckhart en el capítulo dedicado a John Cage. Porque, ¿puede imaginarse algún tipo de relación entre la música de Cage y la filosofía de Eckhart? Por lo pronto, es irrelevante que, en la actualidad, las discusiones académicas sobre la obra del dominico alemán tiendan a reducir al mínimo la etiqueta de "místico" con la que se lo suele presentar (así, de hecho, se lo menciona en Formas frágiles). Y digo que es irrelevante porque, aún si hoy no queremos considerar a Eckhart un místico en el sentido en el que se suele entender esa palabra, lo cierto es que, en la época en la que Cage tomó contacto con la obra eckhartiana, esa era la forma bajo la cual eran leídos sus textos. Textos, por caso, como el que se cita más arriba como epígrafe de esta entrada y que bien podría usarse para resumir el sentimiento de algunos músicos de la segunda mitad del siglo pasado, si hacemos el pase de magia por el cual "materia" se transforma en "materiales", a los cuales los compositores deben dar forma, sea ella frágil o no: "una gran cosa corpórea y voluminosa que estorba".

Paradójicamente, Formas frágiles se articula en nombres propios para discernir hasta qué punto ese núcleo irreductible de la música disuelve el sujeto que la crea y la interpreta. Y es que, al fin de cuentas, todo discurso sobre música coquetea, en alguna medida, con la mística.