viernes, 29 de abril de 2011

exhibiciones

Esta semana, Andy Kusnetzoff cruzó en la radio a Ezequiel Martel, hijo de un piloto argentino muerto en la guerra de Malvinas, y a Nigel Word, el oficial inglés que derribó el avión Hércules que piloteaba Rubén Martel (el padre de Ezequiel, obvio). Menciono el tema porque los diarios, en general, no levantaron el informe, aunque sí llenan páginas (y hasta la tapa, en algunos casos), con la boda real inglesa.

Y alguno se preguntará qué tiene que ver una cosa con la otra, y yo no puedo dejar de pensar en ese súbdito de la corona británica que nos enseñó que muchos acontecimientos, aparentemente desconectados, esconden en realidad una trama secreta, una cartografía inesperada que explica eso que, a falta de un nombre mejor, llamamos realidad, pero que bien podríamos calificar de "exhibición de atrocidades". Por mi parte, no dejo de lamentar que no esté vivo J. G. Ballard para ver toda la pompa y circunstancia de la corona británica en un día como hoy.

Ya comenté la curiosa sensación de leer a Ballard en una autopista, a varios kilómetros por hora. Ahora que lo pienso, es una redundancia. En todo caso, reincidí esta semana, cuando llevé mi flamante copia de The Atrocity Exhibition en un viaje de madrugada a La Plata. Y allí, entre los cuerpos desfigurados, los horribles accidentes y las muertes, reales o simuladas, de Elizabeth Taylor, Marilyn Monroe, Jackie Kennedy y Ronald Reagan, hay, claro, aviones que se estrellan. Pero lo que hace absolutamente recomendable la reedición de The Atrocity Exhibition de la editorial londinense Fourth Estate son algunos extras de colección. Está, por ejemplo, "The Smile", un notable cuento de 1976, y una entrevista a Ballard por Travis Elborough. Pero, sobre todo, están los comentarios del propio Ballard a cada capítulo del libro, a modo de notas al pie, escritas en 2001, más de treinta años después de la escritura original. Ahí, uno puede toparse con reflexiones como ésta:

En los '60 se produjo una colisión única entre la fantasía privada y la pública, y habrá que esperar varios años para su reemplazo, si es que alguna vez sucede. El sueño público de Hollywood se combinó por primera vez con la imaginación híperestimulada de los espectadores de TV de los '60. La gente me pregunta cuándo escribiré la secuela de La exhibición de atrocidades, pero nuestra percepción de la fama cambió: no puedo imaginar escribir sobre Maryl Streep o Lady Di, y el innegable misterio que rodea a Margaret Thatcher parece reflejar fallas de diseño en su personaje autoconstruido. Desde ya, uno puede elaborar fantasías sexuales con las tres, pero la imaginación languidece rápidamente. A diferencia de la Taylor, ellas no irradian luz propia.

En Crash, el Dr. Robert Vaughan (que tiene su primera aparición en el universo ballardiano en The Atrocity Exhibition) sueña con morir en un choque frontal con el auto de Elizabeth Taylor, el non plus ultra de la experiencia erótica. La boda en Londres, la lejana muerte de Lady Di, la guerra de Malvinas, y hasta cierto affaire de un ex-ministro con una actriz de escasa luz propia (¡y en un auto!), todo eso no hace más que darle la razón a Ballard.

Y lo equivocado que estuve al escribir, unas líneas más arriba, "universo ballardiano", como si hubiese algo que nos permitiera diferenciarlo del universo, a secas.

lunes, 25 de abril de 2011

rojianamente hablando



¡Viva nuestra Suramérica rokhianamente hablando!

(...)

y bailemos todos, y que vivan
hasta el diez mil del Mundo nuestra Caracas
donde dormí 7 años el exilio, y
nuestra Bogotá preciosa y la putidoncella
fluminense sin fútbol eso sí
pero con Guimaraes, Rio Grande do Sul,
y el Buenos Aires bórgico hasta las últimas estrellas, y
mi Lima vallejiana que no fue nunca horrible
como la han desollado por ahí
y el Tiahuanaco angélico, Evo y más Evo a ver qué pasa,
y Santiago de Chile por qué no
y por qué no Valparaíso que no fue fundado nunca.

Gonzalo Rojas (1917-2011)

domingo, 17 de abril de 2011

el héroe y su identidad secreta

El otro día fuimos con Andrés a ver a Keith Jarrett. Todos saben que Jarrett es un tipo, digamos, difícil. Se levantó un par de veces, retó al público por las fotos, por los ruidos, pidió silencio, se quejó por el piano y al final nos mandó a todos a la mierda. Nosotros no vamos a ser tan exigentes, pero en el tema que viene ahora sí: les vamos a pedir que no hagan ruido, especialmente porque es el único tema de la noche en el que tengo que cantar. Y ya ven que soy un cantante por accidente.

El que habla es Diego García. "Andrés" es Andrés Calamaro. El tema en el que canta "por accidente" es ni más ni menos que el clásico "Hound Dog". Y yo confieso que, cuando pidió silencio, pensé: "¿Otra vez?" Pero no, nada que ver con Keith Jarrett, a no ser por esos momentos extraordinarios en los que uno siente que está presenciando el instante exacto en el que nace la música.

Y puede sonar exagerado, pero no lo es. Diego García (Valencia, 1976), tocó anoche en Boris (y la semana que viene en Ramos Mejía, La Plata y nuevamente en Buenos Aires, así que ya saben) y dio lo que bien podría llamarse una clase magistral para la seis cuerdas. "Hound Dog" cerró la primera parte del show, y Diego hizo trampa: no pidió silencio porque tuviera que cantar, sino porque, en medio del tema, desenchufó la guitarra y se despachó con un solo de otra dimensión. Y, claro, cuando la volvió enchufar, se vino abajo la sala. Inevitable pensar en Bob Dylan en el '66 y en aquella célebre indicación a los Hawks después de que algún ilustre desconocido le gritara aquello de "¡Judas!": Play it fuckin' loud!

La noche arrancó con un Diego que, casi imperceptiblemente, subió al escenario, agarró su guitarra y cruzó dos temas que parecen lejanos pero que, bien mirado, no lo son tanto: "Volver" y "Hit the Road, Jack". Para un músico itinerante, nada más adecuado. Después subieron Juan Pablo Rufino y Gastón Baremberg (bajo y batería, respectivamente) y se armó el verdadero power trio, con canciones de Twanguero, último disco del guitarrista, y con clásicos que parecían salidos de las mejores películas de Tarantino. Hasta se dio el gusto de darle la zapada de bautismo a la nueva Telecaster que, según contó, se acababa de comprar Calamaro. "¿Por qué no la probás en el show, a ver cómo suena?", parece que le dijo. Y parece que suena bien. Con "Frettin' Fingers", literalmente, le sacó humo.

Yo empecé a tocar la guitarra a los 7 u 8 años, cuando escuché a Chet Atkins. Bueno, escuché sus discos, porque es un guitarrista de hace unos cuantos años... Tocaba sobre todo en los '50 y murió en 2001. Yo pensé que nadie lo había escuchado en vivo, hasta que un día, Jorge Drexler me contó que él lo había escuchado. Parece mentira, pero lo escuchó en Uruguay: contaba Jorge que una vez tocó en la embajada norteamericana. Y bueno, después escuché a Hendrix y todo eso y ya me convertí en guitarrista. La verdad es que la mayoría me conoce aquí como integrante de la banda de Andrés y es cierto: yo soy un guitarrista de rock. Pero, vamos, ese es mi trabajo. Mi espíritu estuvo siempre más cerca de esta música, la de las guitarras americanas de los '50. Espero que les guste. La última vez que toqué en Buenos Aires fue ante 10.000 personas, pero hoy estoy un poco más nervioso...

Los nervios, uno supone, deben ser los que enfrenta un superhéroe cuando descubre su identidad secreta. Cuando la cara nueva que uno descubre es ni más ni menos que la verdadera. Es decir, la vulnerable, aunque Tarantino (Kill Bill mediante) opine lo contrario. En sus comentarios, Diego mencionó a Chet Atkins y a Jimi Hendrix. Y es cierto que el espíritu de esas guitarras legendarias estuvo presente anoche. En todo caso, el monstruo mitológico que sonó ayer en el escenario de Boris tuvo también partes de Stevie Ray Vaughan (en "Brooklyner" y "February Blues"), de John McLaughlin (en "6/4") y hasta apareció el Spinetta de Invisible con una versión extraordinariamente blusera de "Durazno sangrando" (nótese cómo, en la lista de temas, aparece el ibérico "melocotón" señalando el cierre del show, antes de los bises).

A título personal, recuerdo que en diciembre de 2008 fui a uno de esos recitales con los que Andrés Calamaro suele despedir el año. Estaba con mi hermana, y creo que le pregunté más de una vez quién era ese monstruo que estaba tocando la guitarra y que, casi, casi, le robó la noche al mismísimo Salmón. Me respondió el propio Calamaro, desde el escenario, cuando presentó la banda, ya cerca del final de la fiesta. "Aplaudan a Diego García, el verdadero héroe de la guitarra", dijo.

Y ahora que lo pienso, "Diego García" es un nombre como "Bruno Díaz". Suena casi anónimo, apenas uno más en la guía telefónica de España o de la Argentina. Un nombre ideal para esconder la identidad de un héroe de la guitarra.

miércoles, 13 de abril de 2011

stand-up pianist


(Ella) tiene la forma exacta de mis manos, decía Paul Eluard, y Keith Jarrett podría afirmar lo mismo acerca de la música. Al menos, de esa parte de la música que le pertenece exclusivamente a él y al género que inventó: los solo concerts. El problema es que Jarrett no está nunca solo: está el público, también, que lo adora pero que a veces tose. O le saca fotos. O lo graba. Y a Jarrett, se sabe, eso no le gusta.

Lo que se vio y se escuchó hace unas pocas horas en el Colón fue, de principio a fin, un espectáculo de stand-up. Y no sólo por el hábito de Jarrett de tocar gran parte del tiempo de pie: los gestos, las palabras dirigidas al público o al propio piano tienen algo de puesta en escena que, por momentos, es difícil disociar de las notas. Pero, sobre todo, algo del clima que Jarrett generaba con sus palabras (no con su música, necesariamente, aunque a veces sí, también) tiene mucho que ver con un hábito muy propio de los artistas de la stand-up comedy americana: volcar sus obsesiones, sus neurosis y sus frustraciones hacia la audiencia. Jarrett empezó quejándose de las fotografías. Siguió con el estado (según él calamitoso) del piano del Colón. Tras unos arpegios, se paró y aclaró: "la gente de Buenos Aires merece un mejor piano. Tienen una sala muy hermosa, que vale millones de dólares, pero un piano imposible". Arremetió inmediatamente con un blues que bien podría llamarse "El blues de qué le han hecho a mi piano" o, parafraseando a Tom Waits, "The piano has been drinkin' (and then pukin')". En la segunda parte del concierto fueron las toses: "No entiendo por qué, cuando hablo, todos hacen silencio; pero cuando empiezo a tocar, todos tosen. Si quieren toser, háganlo ahora". Y luego: "de hecho, uno de los síntomas de un mal piano es la tos. Si el público tose después del primer acorde pianissimo, es que el piano es malo." El público reía, pero era la risa de los condenados.

Y, de acuerdo, todas esas cosas son molestas. Las toses. Los ruidos de los teléfonos. El click! de las cámaras. Los flashes. Pero la obsesión de Jarrett señalando al público las reglas de etiqueta llegaron al colmo al final de la velada, después de los bises, cuando el pianista se acercó al micrófono y casi gritó: "OK. Ya se dieron el gusto. Ya hicieron su grabación de baja calidad en su teléfono de mierda, y ahora la pueden subir a YouTube. ¿Y saben qué es lo que también van a encontrar en YouTube? NADA." Esas fueron las últimas palabras de Jarrett en el escenario del Colón, mientras la gente lo ovacionaba. Podría haberse quedado con la demostración incondicional de afecto de las casi 3000 personas que colmaron la sala, pero prefirió centrar su atención en los dos o tres boludos que, en la zona de Galería, sacaban fotos con el celular. Pero bueno: no fue de sus noches más difíciles, como pueden atestiguar en Italia.

Se dirá que eso no tiene nada que ver con la música, pero lo más probable es que Jarrett opine lo contrario. En parte, porque el tipo de esfuerzo que implica encarar una suerte de maratón pianística sin red como la que proponen los solo concerts seguramente le confiere a Jarrett, al menos en su fuero interno, el derecho de exigir el mismo tipo de entrega de parte del público. O sea: si lo que pide a cambio de crear sonidos a partir de la nada durante dos horas es un poco de silencio y nada de flashes, no se ve por qué no habría uno de concederle ese deseo.

La otra razón tiene que ver específicamente con la música, y no ya con el gesto de la improvisación o el esfuerzo que demanda. Si, como afirmó todas las veces que habló sobre eso, cada improvisación es para Jarrett un viaje que merece ser recorrido precisamente porque se desconoce el punto en el que desembocará, es evidente que las decisiones que irán moldeando ese recorrido están directamente influenciadas por la sensibilidad del músico en el momento exacto en el que sus manos empiezan a moverse en el teclado. Por caso, los primeros sonidos que se escucharon antes de que Jarrett decidiera detenerse por primera vez para pedirle al público que dejara de tomar fotografías no tenían nada que ver con los que sonaron después. Es interesante imaginar cómo habría resultado esa primera pieza (y todo lo que vino después) si la improvisación hubiera continuado por ese camino que se esbozó al comienzo. Lo dijo el propio Jarrett: "si lo primero que veo, después de pedir dos veces que no tomen fotografías, es a una persona tomando una fotografía, la música cambia completamente".

Alguna vez, para sorpresa del entrevistador, Jarrett mencionó como una de sus influencias al Rey de la Comedia de Dinamarca, Victor Borge. En esa misma entrevista (que dio pie al documental The Art of Improvisation de Mike Dibb), Jarrett explica que su instrumento es el piano acústico y que la única que vez que tocó el piano eléctrico fue porque Miles Davis se lo pidió. "Los instrumentos eléctricos son juguetes. Divertidos, es cierto. Pero juguetes al fin de cuentas." Y si bien la rompió cada vez que atacó un blues en el accidentado Cölön Concert, Jarrett no es Randy Newman. O sea: no le pidan que escriba la banda de sonido de Toy Story.

Too many toys!, se quejó. Y ahora ya saben: a Keith Jarrett le gusta jugar solo con su piano, y no te lo presta. Las reglas las pone él, y son sencillas:

1) no vale sacar fotos;
2) no vale toser;
3) no vale grabar.

Y sobre todo: siempre, siempre, gana Keith Jarrett.

jueves, 7 de abril de 2011

el verdadero music-hall


La figura del DJ es ambigua. The Smiths sugerían colgarlo en el temazo "Panic". Pappo le espetó a DJ Dero el célebre "conseguí un trabajo honesto". Otros, sin embargo, imaginaban al mismísimo Creador como un disc-jockey más o menos caprichoso: el tano Ligabue, por caso, se preguntaba si en el cielo pasaban a The Who, cómo se llamaría el DJ y si escuchaba los pedidos que le hacía la gente. A mí me gustan esos versos de REM, con los discos de vinilo musicalizando el fin del mundo, el más allá como una lista de temas infinita y, uno espera, personalizada:

Death is pretty final,
I'm collecting vinyl,
I'm gonna DJ at the end of the world.

'Cause if Heaven does exist
With its kickin' playlist,
I don't wanna miss it at the end of the world!

Y hablando de no perderse la lista de temas, no dejen de asistir, si tienen tiempo y andan por el centro, al ciclo Música en el Hall del San Martín. Allí, DJ Fischerman entrega, de martes a viernes y de 13 a 14.30, una selección de música habitualmente imperdible. Yo estuve en las dos primeras sesiones, y así es como pude conocer a grupos como el colombiano Sinsonte, o a ese tremendo cantante que es Darius de Haas. También pude escuchar a viejos conocidos como Johann Sebastian Bach o Felix Mendelssohn, y hasta me di el gusto de escuchar, en esos puffs irresistibles ubicados en el living del teatro, a William Byrd y Genesis, uno a continuación del otro. Y si uno ya sospechaba que la influencia de la música inglesa de la época isabelina era importante en lo que, vaya a saberse por qué malentendido, se terminó llamando "rock sinfónico", Diego despejó toda duda.

Y esto, según parece, es sólo el comienzo.

lunes, 4 de abril de 2011

apertura


Muy buenas noches.

Ustedes ven aquí en el escenario, a quienes han venido a escuchar, a los músicos de la Orquesta Estable del Teatro Argentino. Son músicos de formación, estudio y experiencia internacional, que han decidido apostar por nuestro país. Este trabajo implica una persistencia cotidiana de estudio y práctica durante toda la vida; esa es la naturaleza de nuestra profesión.

Dos de las orquestas fundacionales de la cultura de nuestro país, las orquestas del Teatro Colón, están sufriendo en los últimos tiempos una progresiva desvalorización y desprecio, llevados al extremo de una situación policíaca, a merced de una pulseada inaceptable de egos y vanidades personales y, lo que es acaso más grave, de una concepción llanamente ignorante acerca de la naturaleza específica que conforma una orquesta, cuya identidad forjada en años de trabajo de ensamble y profundización del repertorio es absolutamente irreemplazable por una mera suma de partes intercambiables contratadas ad hoc.

No hay mejores músicos que los que integran las orquestas principales de nuestro país, y no hay manera más digna que la estabilidad laboral en un estado que decide apostar por la cultura.

Con esto queríamos expresar nuestro apoyo a los músicos del Teatro Colón.

Así, con estas palabras de Alejo Pérez, director de la Orquesta Estable del Teatro Argentino de La Plata, comenzó la temporada de conciertos 2011 en la ciudad "donde las calles no tienen nombre" (Bono dixit). La Orquesta y su director recibieron allí la primera ovación de la noche. Las otras dos siguieron a las memorables interpretaciones de las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss y de la Sinfonía N° 4 de Gustav Mahler, con Paula Almerares como solista.

A los grandes directores se les suele elogiar la claridad de los gestos. Que Alejo Pérez es un gran director es algo que, afortunadamente, el público argentino descubrió hace rato. El gesto de ayer, en todo caso, fue tan claro como los que suele realizar habitualmente desde el podio.

viernes, 1 de abril de 2011

estamos todos locos


Los periodistas deportivos nos acostumbraron a todo. "La rompió en la práctica", nos dicen de un número diez que viene haciendo sapo desde hace semanas, cada domingo, en un equipo que pelea el descenso. "Hizo tres goles en el picado contra la reserva", apuntan sobre el delantero que hace más de tres meses que no logra embocarla en partidos oficiales. Acaso se trate de la necesidad de llenar horas y horas de aire en canales y radios deportivas, páginas diarias en publicaciones que tienen al fútbol como único tema de conversación. O acaso sea un signo de los tiempos, que trasciende el deporte. O, quién sabe, acaso haya sido el mundo el que decidió reemplazar con la lógica futbolera todas y cada una de sus manifestaciones... Hasta el propio Bono, el miércoles pasado en La Plata, rebautizó para la ocasión a los integrantes de U2 (Larry "la Pulga" Mullen Jr., Adam "Pipita" Clayton, "Pupi" The Edge y "Apache" Bono, un mamarracho).

Y sí, el miércoles fui a La Plata a conocer la imponente "Garra" del 360° Tour de los irlandeses y no fui al Colón a conocer la imponente muñeca Claudia de la Fura dels Baus. Pero leí en todos los diarios que el "ensayo abierto" para la "versión Buenos Aires" de El gran macabro (demasiadas comillas, todas juntas) fue espectacular. Como en los diarios deportivos, leí que la rompieron en el ensayo. Tal vez eso explique el hecho de que el Colón haya ofrecido un arreglo de la ópera de Ligeti.

Al respecto, me atrevo a apuntar algunas cosas, a riesgo de caer en exageraciones que los amigos (a quienes, en parte, está dirigido este comentario) sabrán disculpar. Apunto, entonces, y disparo: déjense de joder. Les creo cuando dicen que los cantantes estuvieron muy bien, cuando dicen que la puesta es extraordinaria, y hasta cuando reconocen que los músicos hicieron lo mejor a su alcance dentro de las circunstancias. Pero es que allí, en las circunstancias, reside el problema.

Y, de acuerdo: ya sé que todas las críticas comienzan recordando que el Teatro Colón arrastra una grave conflicto, que la música de Ligeti se resiente de modo irremediable al quitarle la espacialidad de la orquesta, que el compositor húngaro eleva el timbre a la categoría de parámetro esencial, etc. Pero si después de recordarnos eso agregan que "a pesar de todo" ("peeeeeero" diría el profe Romero en Duro de Domar) el Colón ofreció un muy buen espectáculo, la cosa cambia. Se naturaliza una situación que es, a todas luces, una irregularidad, cuando no una lisa y llana tomadura de pelo. Si verdaderamente esta "versión Buenos Aires" de El gran macabro fue un gran espectáculo, entonces no es de extrañar que esta mañana les hayan llegado los telegramas de despido a 41 músicos de la Orquesta Estable. Evidentemente, no se los necesita para producir espectáculos de calidad.

Puede que esté exagerando. No pretendo afirmar que la culpa de los desastres del Colón es de los críticos. Pero a veces, imperceptiblemente, algunos gestos, algunas palabras, contribuyen a generar más confusión. Por caso (y a modo de mea culpa), poco antes del estreno de este ensayo abierto, la revista Ñ publicó mi entrevista al director musical de El gran macabro. La conversación tuvo lugar apenas Baldur Brönnimann bajó del avión, cuando aún no se sabía a ciencia cierta si la obra sería presentada, o cómo se la presentaría. Para cuando se publicó, ya se había informado que la orquesta sería reemplazada por dos pianos, clave, órgano, celesta y percusión. Varios párrafos de la entrevista estaban dedicados a la maestría de la escritura orquestal de Ligeti. O sea, entrevistado y entrevistador quedamos como dos boludos, hablando de algo que no existía. Federico Monjeau habla hoy en Clarín de la "normalización de la locura", y es claro que algo de eso hay.

Y confieso que, mientras estaba en La Plata, antes de que arrancara el show de U2 y todo saltara, literalmente, por los aires, pasaron por mi cabeza un par de imágenes de la función que en ese preciso momento estaba empezando en Buenos Aires. Como si Bono y los suyos me hubiesen leído el pensamiento, subieron al escenario y arrancaron con un tema que hacía mucho tiempo que no escuchaba: "Even better than the real thing".

Qué loco.