jueves, 28 de octubre de 2010

la gente en la plaza


Llegué a Buenos Aires ayer a la noche, sin tener idea de lo que estaba pasando. Esta mañana fui a la Plaza de Mayo. Como cada vez que hay mucha, pero mucha gente junta en un lugar público -y, de todos los lugares posibles, en esa plaza-, la energía que se genera es en cada oportunidad única e irrepetible. Esta mañana, muy temprano, había tristeza, claro, pero había algo mucho más importante; una sensación que me parece que habría que contar entre los mejores legados de una figura que, mal que les pase a unos cuantos, deja varios, y de los que valen. Lo que había hoy en la Plaza de Mayo era gente que se encontraba para abrazarse, para sentir el calor de otros en un momento que para algunos será de dolor, para otros de incertidumbre. Lo extraordinario del asunto es que lo que unía a toda esa gente -otra vez, mal que les pese a algunos- era la política.

Sobre todo por eso -todo lo demás se seguirá discutiendo largo tiempo- gracias, Néstor.

lunes, 25 de octubre de 2010

las extraordinarias aventuras de agustín de hipona


Hace casi dos años, en un post escrito desde un avión que cruzaba la Cordillera de los Andes, jugaba a ser Rodrigo Fresán escribiendo desde los aires o, al menos, los aeropuertos. Quise repetir la humorada este año, pero el vuelo intercontinental de Lufthansa es increíblemente incómodo –al menos ofrecen una buena Warsteiner como para mitigar la claustrofobia producida por asientos cada vez más estrechos: si no me creen, pregúntenle a Rep, a Magdalena Faillace o al resto de la comitiva argentina en la feria de Frankfurt, con la que compartí el vuelo de ida– pero por suerte (?), además de las doce horas de vuelo desde Milán a Buenos Aires, tengo antes diez horas de tren desde Lecce hasta Milán. Y como esta vez me toca un tren cómodo, con espacio para la computadora y todo, pienso en cuál sería el escritor al cual remitirse cuando uno viaja en tren. Y se me ocurren varios. Pero no voy a decir ninguno.

O sí. Voy a nombrar a un eterno candidato al Nobel –ah, los premios– que acaba de lanzar dos discos que todavía no escuché, pero que pienso conseguir apenas llegue a Buenos Aires. Y como aún no tengo los nuevos-viejos lanzamientos de Bob Dylan, me entretengo con esos viejos discos que siguen sonando nuevos. Y escucho uno, en particular, que no deja de parecerme una de las cosas más extrañas realizadas por alguien que se especializa en cosas extrañas. Escucho John Wesley Harding y no puedo evitar pensarlo como un disco que pudo haber sido grabado en el siglo XIX. O como el primer intento, fugaz –casi media hora de música, poco más– por alcanzar ese estado de intemporalidad que Dylan alcanzaría muchos años más tarde, el 11 de septiembre de 2001, de todas las fechas posibles, con el lanzamiento de “Love and Theft”.

Y en John Wesley Harding –ahora que lo pienso, JWH es un disco para escuchar en un tren, idealmente un tren que atraviese un desierto– la canción más extraña, en un disco integrado únicamente por canciones extrañas, siempre me pareció “I dreamed I saw St. Augustine”. En parte por deformación profesional: para los que nos dedicamos al estudio de la filosofía medieval, la figura de Agustín de Hipona es más o menos cercana. Claro que de ahí a soñar con él, como cuenta Dylan, hay un largo trecho. Pero no deja de ser cierto que, para la época en la que se editó John Wesley Harding, Bob Dylan ya había contado y cantado más de 115 sueños, bastante más entretenidos que los de Theodor W. Adorno.

En cualquier caso, “I dreamed I saw St. Augustine” no es la única aparición estelar del Obispo de Hipona en el campo de la música. Sting se animó en su momento con “St. Augustine in Hell” y, algo que descubrí hace poco, la residencia real de Sans-Souci, en la zona de Potsdam, se inauguró con un oratorio de Johann Adolph Hasse que lleva por título un sugestivo La conversión de San Agustín. La estructura del oratorio es la típica de las obras de la escuela napolitana: sucesión de recitativos y arias, con dos coros que cierran cada una de las dos partes. Ambrosio de Milán no aparece, pero sí están familiares y amigos intentando convencer a un Agustín con la memoria todavía fresca de sus venales andanzas de juventud de que el camino de la ascesis y el arrepentimiento is the way to go.

Lo interesante del oratorio son dos cosas: una, la casi total ausencia de acción –que se trate de un oratorio y no una ópera es irrelevante: al fin de cuentas, Israel en Egipto de Handel también es un oratorio, pero de esos que podría protagonizar Charlton Heston o dirigir Cecil B. DeMille–. Es el curioso matiz psicologizante de todo el asunto lo que llama la atención. Básicamente, vemos a Agustín dudando entre abrazar la nueva fe o abandonarse a los placeres que hasta ese momento tanto había disfrutado. Familiares y amigos se turnan para cantar arias de aliento y apoyo, en lo que mejor habría sido llamar La intervención a San Agustín, un poco en el estilo de las interventions, esos encuentros pensados para rehabilitar a los adictos a diversas sustancias prohibidas.

El otro momento interesante es la tradicional y esperada aparición del Deus ex machina que debe llevar todo a buen puerto y que en este caso consiste en una voz que, desde lo alto, y en medio de un angustiado monólogo de Agustín, le dice, simplemente, tolle et lege. Lo dice en italiano (“prendi e legge”), pero se impone la cita erudita en latín: para los no familiarizados con las extraordinarias aventuras de Agustín de Hipona, se trata del momento crucial en la vida del santo, al menos según lo cuenta él mismo en sus Confesiones. El momento en el que Agustín, más humano que nunca, atribuye una casualidad afortunada a la intervención divina. El oratorio de Hasse es ni más ni menos que una fábula moralizante: hasta los más recalcitrantes pecadores pueden alcanzar el perdón y, gracia mediante, alcanzar ni más ni menos que la santidad.

Y digo que el asunto es interesante porque, a su modo, y así como se hizo finalmente una película basada en El capital del compañero Marx, podría decirse que el de Hasse es un oratorio basado en las Confesiones de San Agustín. Cierto, un intento que empalidece ante dos óperas de inspiración igualmente hagiográfica como Il Sant’Alessio de Landi y el San Francisco de Asís de Messiaen. Pero un buen intento, al fin de cuentas.

Un capítulo más en la serie de vidas de santos.

jueves, 21 de octubre de 2010

el pozo sin péndulo


Una de las cosas que más disfruto de Poe es su extraordinaria invitación a la relectura. Uno de esos autores que a uno lo acompañan toda una vida. En mi caso, si en la infancia y hasta bien entrada la adolescencia, la fascinación descansaba casi exclusivamente en lo fantástico o en lo lisa y llanamente macabro, ahora, en cambio, no puedo dejar de reconocer eso que, a falta de una mejor palabra, podría llamarse “estilo” –y no sólo en los cuentos, sino incluso en la prosa aparentemente clínica de esa obra maestra que es Filosofía de la composición–.

Y digo todo esto porque acabo de ver una película incuestionablemente poeiana, con el muy poeiano título de Buried. Como en Poe, lo primero que atrapa es lo siniestro del asunto: un hombre despierta y se encuentra enterrado vivo, con un encendedor y dos teléfonos celulares como únicas herramientas de supervivencia. Esa es la premisa de la película –la que se puede ver en el trailer o leer en el afiche– y conviene no contar mucho más como para no arruinarles a los que no la vieron la angustia y la claustrofobia de mirarla por primera vez.

Pero, sin necesidad de caer en spoilers o cosas por el estilo, me animo a decir que, como en Poe, es la capa de sentido que atraviesa la anécdota la que hace que el film funcione y uno se quede pensando en unas cuantas cosas varias horas después de haber salido de la sala del cine para poder respirar y ver, al fin, algo de luz. Buried es una especie de cruce entre El pozo y el péndulo (está la guerra y la tortura física y psicológica), La caja oblonga y El entierro prematuro (desde el título mismo, claro), pero también El hombre de la multitud y hasta el improvisado comediante de Un inconveniente: una historia a la Blackwood. Porque si algo revela Buried, con una notable austeridad de recursos, es la contradicción fundamental del mundo (Occidental) de hoy: un discurso rabiosamente individualista, pero para individuos que son absolutamente anónimos e intercambiables en una maquinaria que los consume como combustible. En ese sentido, los dos teléfonos celulares con los que se equipa al protagonista son un toque maestro: la quimera de la comunicación queda completamente al desnudo en un par de conversaciones que constituyen, sin lugar a dudas, lo mejor de una película que, en otros aspectos, es bastante irregular.

Que la película es, además, un alegato contra la intervención Occidental (a esta altura decir sólo norteamericana es confundir el árbol con el bosque) en Medio Oriente es indudable. Que, también, es una advertencia al simulacro de vida en que corre el riesgo de convertirse la sociedad ultra-conectada de hoy parece igualmente claro. Que podamos salir del pozo en el que, solitos, nos estamos metiendo, ya parece algo más complicado.

¿Y para cuándo la película de Arthur Gordon Pym?


miércoles, 20 de octubre de 2010

los durmientes

No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la
ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante
que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas-
de que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo
tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos
al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo.
E. A. POE, LIGEIA



Ignoro si habrá alguna razón médica, alguna reacción química en el cerebro o algo por el estilo que explique un cuadro de estas características. Y la verdad es que tampoco me interesa averiguarlo. Me da miedo pensar que siquiera una consulta, y ni hablar de un tratamiento, podría alterar el proceso o, peor aún, contrarrestarlo. Como esos cazadores que temen hacer el mínimo gesto para evitar que la eventual presa se sienta amenazada y huya. O, mejor, como esos viajeros en el tiempo que saben que cualquier modificación en ese pasado al que accedieron con tanto dolor, con tanto esfuerzo, puede hacer desaparecer en el futuro lo único que para ellos vale la pena.

Se podría decir que no quiero hacer ruido, para no despertarme.

Esto es lo que me pasa: mis sueños, desde que tengo memoria, son increíblemente vívidos. Nada raro, al menos así enunciado. De hecho, durante mucho tiempo pensé que así, con ese grado de intensidad, era como se soñaba normalmente. No recuerdo exactamente cómo fue que descubrí que se trataba en realidad de una circunstancia excepcional. Supongo que no fue un descubrimiento repentino, sino que se trató más bien de un proceso extenso, que involucró muchas conversaciones, algunas de las cuales sólo tangencialmente hacían alguna referencia a mi condición –que para mí ni siquiera era entonces una “condición”, como tampoco estoy seguro de que lo sea ahora–. De algún modo, hablando de los temas más diversos, mi cerebro fue registrando, poco a poco, por comentarios, imágenes y situaciones, que no todos vivían los sueños de la misma manera. Después vinieron las lecturas de los textos de psicología, intentando buscar alguna clave, o al menos alguna guía para determinar si lo que parecía una excepción o una anomalía –al parecer, la mayoría de las personas no registra sus sueños con el grado de intensidad con el que yo los vivía, y los sigo viviendo– podía ser en realidad un síntoma, la señal que apuntaba a algún tipo de desorden o patología. Pero lo único que alcancé a comprender era que no había nada en mi relación con mis sueños que indicara algún problema. Es cierto que la mayoría de las personas no vive sus sueños de manera tan intensa, pero es igualmente cierto que no son pocos los que sí, y eso es todo.

Como dije, tampoco me interesaba particularmente encontrar una explicación al fenómeno. Realmente disfrutaba, y sigo disfrutando, con sueños vívidos y extrañamente placenteros, aún en los casos que más se acercan a lo que se suele llamar pesadillas, en las que, por alguna extraña razón, siempre soy consciente de estar soñando, generalmente gracias a esas indiscutibles marcas propias de los sueños: personas que tienen otros cuerpos, otros rostros, pero que sin embargo siguen siendo quienes nosotros sabemos que son. O esos lugares monstruosos y sin embargo reconocibles, en los que las leyes de la física entran en suspenso, a pesar de que sigan siendo, en esa extraña forma de ser que las cosas tienen en los sueños, los mismos lugares de siempre, con la única excepción de que ahora, en ellos, el agua corre hacia arriba, como en un cuadro de Escher.

La mayoría de esos sueños, a pesar de su intensidad, se disipan casi de inmediato, apenas despierto. Se disuelven sin dejar rastro, como si nunca hubieran existido. En el primer instante de la vigilia permanecen todavía, como si se elevaran una última vez antes de precipitarse para siempre en el abismo, un último destello antes de la oscuridad definitiva. En ese primer y único instante, siento que ese sueño, tan intenso, único y, a su modo, maravilloso, jamás podrá ser olvidado. Y al instante siguiente ya no quedan rastros. Apenas la sensación, algunas veces, de que experimenté un sueño extraordinario, del que no recuerdo nada.

Otras veces, pocas, el sueño deja, en efecto, alguna huella, y así es que algunos de ellos todavía los recuerdo, incluso más que otros hechos de mi vida de vigilia, contemporáneos de esa otra vida secreta que cada noche se genera, vive y muere en forma más o menos repentina. En algún momento llegué incluso a elaborar una teoría al respecto, según la cual esas dos vidas, la del sueño y la de la vigilia, mantenían una relación de una proporcionalidad inversa: la vida de los sueños pagaba el precio de una mayor libertad e intensidad con su brevedad, con su aniquilación repentina y definitiva. Por su parte, a cambio de gozar de muchas menos libertades y de mantener un orden mucho más estable aunque, por momentos, opresivo, la vida de la vigilia disfrutaba de la capacidad de extenderse a lo largo del tiempo, gracias a la ayuda de la memoria. Esto también explicaba por qué la memoria era incapaz de recuperar el contenido de los sueños, toda vez que su función estaba confinada al ámbito de la vigilia. Desde luego, esta teoría no explicaba por qué algunas personas o situaciones podían aparecer en los dos ámbitos, y relegaba además al papel de anomalías esos sueños que yo era, en efecto, capaz de recordar.

Uno de ellos, el que viene en este momento a mi memoria, transcurría en un tren en movimiento. Un viaje hacia alguna parte, en compañía de Eloísa. Sé que había otras personas; quiero decir, personas conocidas, amigos, lejanos compañeros de estudios, rostros que alguna vez entraron en mi campo de visión y dejaron una huella, por mínima que fuera. El tren estaba completo, e incluso algunos hombres viajaban en los descansos que separaban los vagones, asomándose a las puertas abiertas, recibiendo las ráfagas de aire en la cara, disfrutando como cachorros. Yo mismo asomaba la cabeza por una de las puertas, para experimentar esa sensación que, a falta de una imagen más apropiada, me permito comparar a la libertad de la infancia, cuando uno podía viajar en el asiento de atrás del propio destino sin preocuparse por conducirlo. Asomaba mi cabeza a través de las puertas abiertas del tren en movimiento, y sabía que en ese mismo tren, en el asiento contiguo al que yo había dejado libre apenas un rato antes, estaba Eloísa. No recordaba que hubiera habido una discusión, y sin embargo yo estaba ahí, junto a la puerta, porque algo había pasado que me había obligado a levantarme (¿o era ella la que me había echado?). En cualquier caso, sabía que Eloísa estaba a unos pocos metros de distancia, tal vez llorando. Sabía que era el final de algo, aunque la sensación provocada por el viento sobre mi rostro, sobre mis ojos cerrados, sugiriera lo contrario. Con mis ojos cerrados, y desde una ubicación desde la que resultaba físicamente imposible que ella entrara en mi campo de visión, podía verla. Esa es una de las ventajas que me permitía el sueño que, a cambio, no me dejaba saber, o siquiera intuir con cierto margen de error, lo que ella pensaba o sentía en ese momento. En eso, al menos, el sueño y la vigilia se parecen.

Desde mi posición imposible, veía a Eloísa con una especie de furia contenida. La veía invadida de pronto por un arrebato de violencia que se obligaba a mantener a raya pero que sin embargo se escapaba por sus ojos enormes, de pronto cerrados como sus puños, para evitar que esa sensación la desbordara. Supe también, como sólo se puede saber en los sueños, que yo era la causa o el objeto o el destinatario de esa furia. Y de algún modo incomprensible, esa furia que ella se esforzaba por ocultar me calmaba. Como en los sueños, Eloísa, en la vigilia, era para mí demasiadas cosas, todas al mismo tiempo. No era mía, pero a la vez la sentía propia, como si yo fuera el único que ignorara sus secretos, que los demás ni siquiera percibían.

El viaje transcurrió sin mayores sobresaltos, atravesando una especie de llanura extensa, cubierta de árboles espesos, que parecían muertos a pesar del verde intenso de sus ramas. Una especie de ilusión o simulacro de vida, como si el bosque entero fuera de plástico, si bien esta comparación se me ocurre ahora, mientras escribo, y no en aquel momento. En aquel momento, esa llanura era apenas el fondo sobre el que se recortaba la puerta del tren en el que viajábamos Eloísa y yo, distanciados por algo que no alcanzaba a comprender, pero que no parecía, en cualquier caso, trágico o definitivo. De espaldas, como sólo pude verse en los sueños, veía su cuerpo arremolinado sobre el asiento incómodo de ese tren fantasma, sus brazos rodeando sus piernas y su rostro escondido entre sus rodillas, el pelo negrísimo cubriéndola como un escudo, como la capa de terciopelo de una mujer-vampiro de ojos casi transparentes. No podría decir cuándo, pero en cierto punto decidí volver al asiento que había dejado vacío para enfrentar lo que quedara de ese viaje a cualquier parte.

Me acerqué a Eloísa, a esa masa de músculos tensos que se confundía cada vez más con el ruido de ese tren interminable, y puse una mano sobre su cabeza. Tuve la sensación de que, si aquello era efectivamente un sueño, ese mínimo gesto habría bastado para despertarme. Recuerdo que el viaje continuó con una conversación de esas que sólo parecen transcurrir en los sueños, en las que apenas dos palabras pueden transmitir miles de ideas, de imágenes o de sensaciones. Conversaciones en las que no importa tanto aquello que se dice cuanto el hecho mismo de estar conversando; la idea de que es posible una comunicación, como si se estableciera finalmente un diálogo entre uno mismo y un otro que resulta, en última instancia, también una parte de la propia vida.

Mientras tanto, el tren no se detenía. No lo había hecho en ninguna estación intermedia –¿pero intermedia entre qué puntos?– y, por otra parte, el viaje podría haber durado horas o apenas unos minutos. El único acontecimiento que alteró ese ritmo hipnótico tan característico de los trenes fue un insecto que se coló por una de las ventanillas, una especie de pequeño escarabajo que se posó sobre mi mano. Recuerdo que en ese momento se interrumpió la conversación y recuerdo que en ese momento, en el momento mismo en el que alcé la mano y tuve al insecto ante mis ojos, conocí la causa del enojo de Eloísa.

Una de las características más fascinantes de los sueños es que, en ellos, dos acciones sucesivas pueden suceder al mismo tiempo, el tiempo mismo puede perder su consistencia o, lo que es casi una consecuencia de esto último, efectos pueden producirse antes que sus respectivas causas. Es difícil intentar explicar de qué tipo fue la visión, pero en ese preciso momento me vi a mí mismo matando de un golpe al escarabajo, y vi a Eloísa furiosa por haberlo hecho. Me vi alejándome hacia la puerta del tren, me vi asomando la cabeza para recibir la ráfaga de aire en el rostro, para experimentar una paz completa y perfecta, cerrada sobre sí misma. Me vi también viendo a Eloísa, y me vi caminando hacia ella; me vi apoyando mi mano sobre su cabeza, y volví a ver sobre mi mano al insecto hundiendo sus mandíbulas, pequeñas pero hambrientas, en mi carne. La vi, por último, a Eloísa abrazada a mí, su cabeza apoyada sobre mi hombro; la vi al borde del llanto, pero de un llanto casi feliz, acaso resignado; la vi rodearme con sus piernas y oí su voz llena de amor y de miedo, susurrándome al oído que espere, que no mate todavía al insecto, que soportara un poco más el dolor de sus mordidas.

Un poco más, apenas unos instantes, hasta finalmente despertar.

miércoles, 13 de octubre de 2010

sueños ornamentales


Los Angeles, 20 de enero de 1945. Otra vez, un sueño en un burdel.

El que escribe en primera persona es Theodor W. Adorno, que entre 1934 –todavía en Frankfurt– y 1969, pocos días antes de su muerte, decidió tomar nota de sus sueños y construir con ellos un Traumprotokolle cuya publicación póstuma había planeado con cuidado. Si la recurrencia de los burdeles en los sueños de un intelectual alemán que prácticamente se convierte en piedra ante los pechos desnudos de una estudiante de filosofía norteamericana resulta sorprendente (aunque no tanto: al fin de cuentas, para eso están, también, los sueños), la lectura completa de la edición corregida del inconsciente de Adorno depara muchas, pero muchas más sorpresas.

Y tengo que reconocer que Pablo Gianera ya me había advertido lo extrañamente perturbador que podía ser la lectura de los Protocolos oníricos de Adorno: de todos modos, nada lo prepara a uno para el cóctel surreal de crucifixiones, bombardeos aliados, ejecuciones nazis y sexo anal con que el co-autor de la Dialéctica del Iluminismo decoraba las manifestaciones de su inconsciente.

A propósito del sexo: al parecer, casi todas las amigas de “Teddy” pasaron al menos una vez por el casting para nada casto de su propio canal 69. Adorno no tiene ningún empacho en reconocer que después de esos sueños despertaba inusualmente feliz, aún cuando es su propia esposa la que tiene que pasar en limpio los impúdicos borradores de los sueños húmedos de su marido. El sueño de noviembre del ’42, en el que Adorno le pide a su amiga X “hacerlo par le cul” (sic) sólo para encontrarse con la contrapropuesta de una complicadísima operación financiera es, probablemente, el momento en el que uno tiene la sensación de estar presenciando una película porno protagonizada por los hermanos Marx & las hermanas Engels.

Pero más allá de lo curioso que pueda resultar la promiscua vida onírica de Adorno, lo cierto es que, como podía suponerse, sus sueños se vuelven absolutamente irresistibles cuando son atravesados por motivos musicales. Curiosamente –o no tanto– Wagner parece ser la banda de sonido recurrente, con apariciones estelares de Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Nürnberg y, desde ya, El anillo del Nibelungo. De la Tetralogía, precisamente, está tomada esta curiosa escena en la que Sigfrido pelea cuerpo a cuerpo con un caballero desconocido que resulta ser una mujer:

En eso, por detrás aparece Brunilda, caracterizada como la Estatua de la Libertad de Nueva York. Gritaba como una mujer al borde de un ataque de nervios: “¡Quiero un anillo! ¡Quiero un lindo anillo! ¡Por favor, no te olvides de tomar el anillo!” Y así Sigfrido conquistaba el anillo del Nibelungo.

Puesto que Adorno no era precisamente un amante del cine –por aquello de la reproducción técnica, etc.–, comparar estos sueños a las películas expresionistas alemanas podría resultar un tanto excesivo. Pero más allá de estos (in)voluntarios pasos de comedia, hay algunos sueños que súbitamente le confieren al libro una atmósfera que, si bien no llega a convertirse en trágica, tiene mucho de melancolía. Un poco como otra obra de un exiliado en Norteamérica, hecha con el material del que están hechos los sueños. Acaso el pasaje más conmovedor del libro de Adorno sea ese en el que parece caminar por una Viena opresiva, como la Brujas de La ciudad muerta de Korngold, cuando lo sorprende la noticia de la muerte de Alban Berg. Intento una traducción más o menos rigurosa:

Los Angeles, 17 de agosto de 1945. Un viernes negrísimo. Unas semanas atrás tuve un sueño cuyo contenido me parecía absolutamente decisivo, como si todo dependiera de ello y como si se me hubiese revelado en él el más íntimo secreto de la vanidad de la existencia. Pero lo olvidé. Hace un tiempo, durante la depresión más profunda de los meses del invierno de 1942-43, lo soñé una vez más; o, mejor aún, recuperé el sueño, fragmentariamente. Una vez más, la mayor parte se me escapaba, pero quiero consignar de todos modos lo poco que recuerdo, con la esperanza de, algún día, completarlo. Me dirigía a Viena para reunirme con Alban Berg, con el que había programado un encuentro de uno o dos días. Al llegar, me enteraba de su muerte. Recibía un telegrama, o llamaba a su casa y recibía la noticia por teléfono. Sin detenerme a pensar en dónde me alojaría, comenzaba a caminar velozmente –así como en el momento en el que se reciben las noticias más terribles no se piensa en un medio de transporte, sino que uno se lanza a correr, como si en las situaciones extremas el propio cuerpo fuese la única cosa de la que podemos estar seguros–. Corría sin destino, por un enorme arco externo que rodeaba la ciudad, más o menos similar a la circunvalación (aunque no llegaba a la Estación Oeste, como debía). Nada de lo que veía me recordaba a Viena: todo eran casas y edificios marrones, probablemente de madera. Era como si atravesara una pared de lluvia, pero un rayo de sol iluminaba mi recorrido, como para mostrarme el camino (y yo caminaba como si una enorme fuerza se me opusiera, aunque lograba superarla). Había unos destellos de una luz verde y húmeda, y yo era sensible a la tremenda belleza de todo lo que me rodeaba. Pero al mismo tiempo lo sabía: esto es sólo mera apariencia, todo está perdido desde que él murió, no hay salvación posible. Me desperté pensando que nunca había podido aceptar la muerte de Alban; que para mí nunca había sido algo real, hasta que no tuve este sueño.

lunes, 11 de octubre de 2010

los premios


Entiendo que si Barack Obama pudo ganar el Premio Nobel de la Paz un día antes de enviar más tropas a Afganistán, la elección de Mario Vargas Llosa para el galardón literario de este año no debería sorprender a nadie. En todo caso, en una librería perdida en algún lugar de Italia, me encuentro con un librito casi secreto de J. R. Wilcock y abro una página al azar. Traduzco rápidamente:

No hay motivos para lamentarse: la injusticia es el justo castigo para quien se somete al juicio de sus inferiores.

El novio seguirá esperando en el altar, Mr. Zimmerman.

sábado, 9 de octubre de 2010

ciudad gótica

La mejor compañía para estados de ánimo peligrosos.
BUNBURY




-No te creo nada.
-¿Nada?
-Nada de nada. Te la pasás hablando de las cosas más tristes del mundo y terminás cada frase con una sonrisa luminosa.
-¿Luminosa?
-Sí, luminosa como un relámpago en una noche estrellada de luna llena. Nadie sabe de dónde salió, ni si es una señal hermosa o terrible.
-¿Por qué no las dos cosas al mismo tiempo?
-¿Por qué no?

Ahí estaba otra vez esa sonrisa, ahora la de ella. Luminosa, también, pero por el reflejo de las tímidas luces del parque en sus piercings, que a él le despertaban unas cuantas fantasías, por ahora inconfesables. Al fin de cuentas, acababa de conocerla y no parecía prudente revelar tan pronto sus intenciones. Menos aún si ella no le creía nada.

-¿Nada de nada?
-Bueno… A ver, contame otra vez qué hacías caminando por el parque en medio de la noche, como un fantasma. Te advierto que a la menor contradicción con lo que me dijiste hace un rato, te dejo acá solo, como un búho insomne.
-No sé cómo explicarlo. Me da un poco de vergüenza.
-Me estabas hablando de cosas tristísimas.
-Sí, pero no es eso lo importante. En realidad…

Juntó coraje para mirarla una vez más a los ojos, a esos ojos enormes, más negros que la oscuridad del parque, una oscuridad que esperaba agazapada a unos pocos metros, apenas se extinguía el último farol que todavía permanecía en pie, débil, casi estoico, entre los árboles que se diluían en la penumbra. Intentó imaginarla sin todo ese maquillaje, sin los piercings, una adolescente de un barrio cualquiera de Buenos Aires, preocupada… ¿por qué? ¿Cuáles podrían ser sus preocupaciones, sus angustias? ¿Se parecerían en algo a las suyas? ¿Cuán distintos podían ser los miedos de las personas? La miraba, pero no podía atravesar esa coraza de delineador negro, no podía imaginar distinto ese rostro que parecía cubrirlo todo, absorber el parque, la ciudad y el universo a través de esos párpados camuflados con un cuidado que a él le parecía sobrehumano. ¿Cuánto tiempo demoraría en maquillarse? ¿Horas, tal vez? Imaginaba un efecto terapéutico en ese ritual doméstico, en el cuarto de baño de una familia que no alcanzaba a entender en qué momento se había desatado la fiebre gótica que gobernaba a su hija, seguramente contagiada por varios de sus amigos (¿o sería al revés? ¿Y si en verdad fuera ella el agente patógeno que desencadenó la epidemia en esta ciudad noctámbula, poblada de pronto por bandadas de adolescentes subrepticios?). A él, incluso, empezaba también a contagiarlo esa especie de sopor generacional, pero de un modo más secreto, y por eso mismo más profundo. No se imaginaba haciéndose piercings, ni siquiera un tatuaje modesto oculto bajo las mangas de su camisa, y sin embargo percibía una marca indeleble, dolorosa y extrañamente placentera, que empezaba a recorrer su cuerpo buscando el punto exacto en el que instalarse para siempre. La miró una vez más.

-En realidad, es algo que me agarra de vez en cuando. Una idea estúpida. Por eso me da vergüenza hablar de eso. Es de esas cosas que uno las vive muy intensamente, pero que si las expresa en voz alta se convierten en algo insignificante o ridículo. No sé… ¿sentiste alguna vez la necesidad de salir corriendo de algún lugar? ¿De tu casa, de la escuela, de una fiesta, de tu trabajo, de tu vida?

No esperó el gesto de asentimiento para continuar. Intuía, ahora sin mirarla, que sus ojos estaban fijos en él, con una mezcla de intriga y ternura.

-Bueno, a mí cada tanto me asalta una sensación de esas, sólo que en mi caso no se trata de deseos de correr. En realidad, son más que nada imágenes, pensamientos o sombras de pensamientos que se arremolinan en la cabeza, y que indefectiblemente coquetean con la muerte…
-¿Suicidio?
-No, no suicidio. Eso sería como hacer trampa. Es otra cosa, más sofisticada, que casi siempre involucra algún tipo de muerte violenta, un golpe letal asestado desde ningún lugar, imperceptible, apenas un punto en el tiempo en el que el tiempo mismo se detiene.

Le gustó el sonido de su voz improvisando esa última frase, e intuyó que ella también había sido afectada por esa especie de elocuencia macabra que le brotaba como si las palabras le fueran dictadas por las ramas secas de los árboles-zombie que los rodeaban, y que movidas por el viento parecían querer acercarse a ellos para ocultarlos de los ojos de las pocas personas que a esa hora se atrevían a caminar por esas cuadras agonizantes. El mecanismo se acababa de poner en funcionamiento y ahora avanzaba gracias a la propia energía que había generado, nocturna e implacable. Él sentía que tenía que seguir explicándose, que necesitaba perseguir las palabras hasta encontrar la sentencia exacta que pudiera comunicar esa euforia que ganaba un poco más de terreno en su organismo a medida que avanzaba la noche.
-Es una sensación de abandono, una suerte de estado psíquico que permite enfrentarse a la desagradable idea de que todo va a terminar alguna vez, y que uno debe estar dispuesto a enfrentar ese momento sin prejuicios, tabula rasa, como cuando empezó todo.
-¿“Cuando empezó todo”?
-Claro: ¿vos podés recordar el momento de tu nacimiento?
-Por supuesto que no.
-Y eso es porque en el momento del nacimiento, tu mente está en blanco: tabula rasa. Sólo podés tener algún recuerdo de algún acontecimiento posterior, de algún punto de tu mente en la que pueda encontrarse algún registro, un vestigio dejado en tu conciencia por algo. No puede haber memoria del vacío.
-¿Entonces?
-Entonces, la mente en blanco debería ser, también, el preludio ideal para una muerte imperceptible. Un silencio después de otro silencio.

La miró otra vez, y advirtió que estaba genuinamente interesada en sus palabras, podía imaginar cómo las paladeaba, cómo la piel alrededor de sus piercings se erizaba en módicos espasmos de un placer ínfimo pero que se expandía, apenas perceptible. Ahora ella intentaba adelantarse a su relato, predecir el curso de sus pensamientos.

-Y entonces te lanzás a correr por el parque…
-No, a correr no. Es más como caminar sobre un suelo regado de cenizas, caminar muy despacio, a paso de zombie, en esa semipenumbra que cubre todo con una suerte de velo, casi como el telón de un sueño fantasma.
-¿Y hacia dónde caminás?
-Hacia ningún lado. Uno camina por la escenografía del sueño dispuesto a entregarse a lo que se presente.

Volvió a clavarle la mirada mientras hacía una pausa dramática antes de terminar su relato.
-Un vampiro, por ejemplo.

Sonrió mientras la miraba, y creyó distinguir en ella un gesto de éxtasis íntimo cuando lanzó esas últimas palabras, como si toda esa tensión que venía acumulando durante el relato se hubiera liberado de pronto, ante la súbita revelación de ese nombre estratégico, seguido de esa sonrisa que ella había llamado luminosa.

-¿Por qué un vampiro?
-¿Por qué no? Una vez, después de leer una de esas novelas góticas, me imaginé caminando como el protagonista, dispuesto a perderse en los callejones de una ciudad maldita para esperar que un asaltante nocturno lo asesine, o que un vampiro lo transforme en inmortal.
-¿Y entonces?
-Y entonces te vi aparecer entre los árboles dormidos del parque, con tus ojos negros, tus ensalmos herméticos tatuados en tus piernas blanquísimas, tus escamas de acero presagiando caricias de sangre, y entonces me viste sonreír porque de golpe intuí que vos podrías darme algo de lo que estaba buscando.
-¿La inmortalidad?

Otra vez la tensión, ahora perceptible en su respiración, tan cercana que hasta podía oler el acero que atravesaba sus labios negrísimos.

-No creo que sea la inmortalidad, que si existe debe ser apenas la sombra de un gesto suspendido en un museo de cera. No, lo que intuí en tu mirada, en la forma en que llamabas luminosa a mi sonrisa, en la forma en la que escuchabas mis desvaríos de adolescente melancólico, era la oportunidad de dejar atrás esos años de tristeza impostada. La promesa de algo real, de algo físico y espiritual y, sí, luminoso. Una especie de amor más o menos genuino. La posibilidad de olvidarse de la muerte, de sentir una energía vital que uno no imagina hasta que no la siente latiendo entre sus brazos, en sus venas, en cada músculo del cuerpo. Te veo y me imagino la noche más extraordinaria de mi vida. Una noche que uno no quiere que termine nunca.

Entonces hizo su movimiento, rápido pero sin violencia. La abrazó con fuerza, súbitamente feliz de haber seleccionado las palabras justas para conmover el alma gótica de esa adolescente nocturna que ahora se entregaba a su abrazo y enroscaba sus dedos pálidos en su pelo, guiando sus cabeza hacia su pecho que se agitaba con una intensidad extática, como si ese escote hambriento que desbordaba entre sus labios contuviera un deseo de siglos. Finalmente la besó en esos labios negros y helados, apenas el primer clímax de una noche que imaginaba intensa e inolvidable. Podía sentir el acero de los piercings, súbitamente frío al primer contacto y después cada vez más cálido, más tierno, mientras ella mordisqueaba sus labios tímidamente y su respiración se hacía aún más intensa, ingobernable. Cuando él estiró la mano para separar sus piernas, ella ya no pudo contenerse. Al principio, él pensó que eran los piercings, pero fue sólo un instante y después acabó todo, un súbito punto separado del tiempo, apenas perceptible. Antes de que sus dedos comenzaran a trepar por debajo de su falda, ella hundió sus colmillos en la garganta incrédula.

miércoles, 6 de octubre de 2010

el crítico que perdió el juicio


Llegó el día que tantos músicos estaban esperando. Tarde o temprano tenía que pasar, y pasó –dónde más– en los Estados Unidos. Donald Rosenberg, el crítico musical del Cleveland Plain Dealer, perdió el juicio. Literalmente.

Al parecer, Franz Welser-Möst, director de la Cleveland Orchestra, puso el grito en el cielo después de cuatro críticas consecutivas en las que el bueno de Rosenberg encontraba alguna que otra falla en el funcionamiento de la orquesta. Los editores del Plain Dealer se hicieron eco de esos gritos y reemplazaron a Rosenberg por otro crítico, un poco más benevolente en la adjetivación de los conciertos. Rosenberg protestó. El diario, nada. Rosenberg decidió ir a juicio. Y lo perdió.

Así relatado, el tema parece sencillo, pero en realidad deberían tenerse en cuenta tantos detalles que el examen del asunto llevaría varias páginas. Por lo pronto, e independientemente de la capacidad de Rosenberg como crítico, la cuestión excede el ámbito de la crítica musical: al fin de cuentas, la queja de Welser-Möst es anecdótica. Lo que está en juego es la relación de un periodista con su editor y, especialmente, los criterios editoriales de un medio determinado. Es cierto que, como estableció la Justicia de los Estados Unidos, una empresa tiene todo el derecho de elegir a sus colaboradores y, en consecuencia, comenzar o terminar cuantos contratos quiera, siempre y cuando lo haga dentro del marco legislativo vigente. Legalmente, el pobre Rosenberg no puede hacer más que lo que hizo. Protestar y ver qué pasa.

El problema es más delicado para el diario, que de pronto pone de manifiesto ante sus lectores que responde a presiones más o menos veladas. Y si bien todos pudimos alguna vez albergar sospechas de ese tipo, una cosa es creer que algunas notas están arregladas y otra muy distinta es que sea tan evidente que basta que un director de orquesta haga la “gran-Maradona” para que el periodista en cuestión salga eyectado como una versión musical del vilipendiado Toti Passman.

Así las cosas, el Rosenberg-affair parece apenas una estación más en la aparentemente irreversible marcha de la crítica musical hacia su desaparición, al menos como ámbito profesional. Los grandes medios ya no parecen demasiado preocupados por una disciplina que parece alternar entre la necesidad constante de justificar su existencia y la más completa impunidad y/o intrascendencia.

Será cuestión de imaginar, en un futuro no muy lejano, la edición de una antología de críticas musicales con el sugestivo título de Cuadernos de la cárcel.