viernes, 30 de julio de 2010

lo eterno femenino


No sé si es cierto eso de que determinada música es ideal para un día de lluvia, pero hoy llovía en Buenos Aires y yo estaba escuchando música. Y lo que escuchaba era algo que tranquilamente puede calificarse como ideal, sea cual fuere el clima del otro lado de la ventana. Uno de esos discos que, antes de Lost, solían catalogarse como "discos de isla desierta": la primera de las dos grabaciones de Bernarda Fink dedicadas a Schumann, editada por Harmonia Mundi hace algunos años (acerca de la segunda, más noticias en breve). Y allí están, por ejemplo, esos siete Lieder, Op. 90, sobre textos de Nikolas Lenau (hace unos años escribí algo en la revista del Colón sobre esas canciones y ahora me dan ganas de ir a ver qué era, qué impresión me causaron cuando las escuché por primera vez), y están también esas Ständchen, Op. 36 N° 2, que sirvieron como maravilloso cierre del recital que el miércoles pasado Bernarda Fink ofreció en el Teatro Avenida. Pero está, sobre todo, la extraordinaria interpretación del Frauenliebe und -leben (otra obra incluída en el programa del miércoles), que hoy escuchaba mientras llovía en Buenos Aires, unos minutos antes de salir a entrevistar a la responsable de esos sonidos, en uno de esos días en los que, milagrosamente, el trabajo se conjuga con el placer.

Y confieso que siempre hubo algo esa obra que me incomodaba. Algo del orden de la impostura: un hombre que escribe poemas sobre una mujer enamorada. Otro hombre que les pone música, para que los cante una mujer. La vida y el amor de una mujer como una unidad inseparable, una vida que empieza cuando ella conoce a ese hombre de su vida, y que termina cuando lo pierde. Un modelo de mujer que, deformación profesional mediante, uno no puede ver sino como un modo de prolongar viejos mecanismos de dominación. No quiero sugerir que el próximo comercial de AXE vaya a tener música de Schumann, pero ya ven cuál es la idea.

Algo de eso surgió en la conversación con Bernarda Fink, y no puedo dejar de comentar una sabia observación de alguien que conoce como pocos la obra y que deja un poco en off-side todas las páginas que los críticos le dedicamos a la cuestión. Sencillamente, la mujer de Frauenliebe und -leben está enamorada. Y esa es la razón por la que se entrega totalmente a su enamorado... O sea: la actitud que, en boca de, supongamos, el poeta del Dichterliebe, es saludada como un cabal ejemplo del amor romántico, idealizado y patológico, en la mujer del Frauenliebe es recibida como una reducción de la figura de la mujer, como si esperásemos que esa mujer sea todas las mujeres.

Lo cual, bien mirado, no es sino una muestra más de cuán arraigado está el prejuicio "patriarcal" incluso en quienes queremos combatirlo: los hombres pueden ser poetas, soldados, contrabandistas, todo lo que quieran. Pero si aparece una mujer, es una mujer y punto. De ahí lo interesante de las palabras de Bernarda Fink: "Schumann se metió como nadie debajo de la piel de una mujer. Y no sólo en Frauenliebe und -leben; también en el ciclo de María Estuardo. Supongo que, en comparación con Schubert o Brahms, Schumann supo amar más a una mujer. Y encontró una identificación en estos textos, aparentemente sencillos."

Hombres necios que acusamos.

la más maravillosa música


Una vez más, comentar un espectáculo del Teatro Argentino me obliga a mantener cierto recato y una mínima cuota de pudor, actitudes casi incompatibles con la actividad bloggera. Serían ya dos entradas en un mes dedicadas a experiencias platenses, pero totalmente justificadas por lo singular de esas experiencias. O sea, que tengo ganas de hablar de esto, así que ténganme paciencia.

Y es difícil, en una entrada como esta, resistirse a la tentación de utilizar todos los recursos retóricos nac&pop disponibles. Gustavo Tambascio se animó a una puesta del Giulio Cesare in Egitto de Handel históricamente informada: danzas, vestuario y gestualidad barrocas, en pleno cementerio de la Recoleta y con un segundo acto dominado por la figura de Eva Perón, desdoblada en su imagen más espiritual (Cleopatra) y la combativa/montonera (Giulio Cesare). El hecho maldito del Delta del Nilo.

Paula Almerares se lució en la construcción de un personaje que atraviesa un arco dramático extraordinario, desde la frivolidad de su primera entrada en el primer acto, hasta la impresionante aria di tempesta del tercero, pasando por un segundo acto en el que ocupa el centro de gravedad de la ópera, el aria "Se pietà di me non senti". Lo conmovedor del pasaje no es sólo el extraordinario desempeño vocal de la soprano, sino especialmente la construcción dramática de una escena en la que la fragilidad de Cleopatra/Eva es visualmente impactante, con una sobriedad en los gestos que hacen de ese momento uno de los más logrados de la ópera. Handel cumple, Almerares dignifica.

Un párrafo aparte para el Ptolomeo/Juancito Duarte de Flavio Oliver. Cualquiera sabe que en las historias de héroes, el villano es siempre el personaje más interesante. Y este Ptolomeo no fue la excepción. Una mención especial para el figurante que hace las veces de (¡por fin! creo que es la primera vez que escribo "hace las veces de" en el blog) un joven David Viñas, acercándole la urna a una Cleopatra desfalleciente. Aquí es donde falla el historicismo de Tambascio: que sepamos, el voto femenino no estaba permitido en el antiguo Egipto.

Y no hablo más porque no es cuestión de hacer la crítica profesional de un espectáculo producido por un teatro al que estoy laboralmente vinculado. Pero es que es tan difícil asistir a una ópera de cuatro horas y no sentir el paso del tiempo, que me parecía una buena idea compartir el entusiasmo y recomendar que la vean y la escuchen. No faltarán las bienvenidas polémicas que acompañan a estas producciones, y me pregunto si se podrá hablar de gorilismo musical para ciertos críticos siempre dispuestos a una revolución libertadora para preservar la pureza de la ópera. En fin, esos son los que escriben "Viva el áspid" en las paredes de las pirámides.

Agenden pues: el domingo se despide esta producción de Giulio Cesare. Pero seguramente volverá y será millones.

martes, 27 de julio de 2010

band of brothers


Una de las ventajas de los blogs respecto de los medios gráficos es que uno puede tomarse ciertas libertades con el lenguaje que en una página impresa (o en una pantalla, pero con un logo corporativo en el marco superior) podrían ser vistas como acabadas muestras del mal gusto del cronista. Ahora recuerdo una entrada motivada por la muerte de David Foster Wallace hace un par de años, en la que me atrevía a sugerir que el autor de Infinite Jest no podía ser un fan de la serie Lost si decidió suicidarse antes de saber cómo terminaba ese asunto de la isla. Aunque ahora, terminada la serie, no puedo dejar de imaginarme a Wallace sonriendo en su tumba, burlándose de todos los que hace un par de meses, pegados a la pantalla de la tele, nos sentimos los destinatarios de una broma infinita y advertimos que seguir durante seis años una serie de televisión era algo supuestamente divertido que nunca volveríamos a hacer.

Ahora, el destinatario del obituario debería ser el tenor inglés Anthony Rolfe-Johnson, un cantante que, durante muchos años, fue -para mí y para muchos de mi generación- la voz de las cantatas de Bach. Para otros fue también la voz de las óperas de Britten, pero ahí yo llegué tarde y con otras referencias: el histórico Peter Pears o, más acá, el Ian Bostridge dirigido por Daniel Harding.

Pero mientras recibía la noticia de la muerte del cantante inglés, mi control remoto me llevó hacia otro músico inglés que no sólo no murió, sino que, vivito y coleando, lleva adelante un programa insoslayable para cualquiera con un mínimo de curiosidad musical. Y es cierto, la autorreferencialidad del programa de Elvis Costello -que ya desde su título de Spectacle se hace cargo de la boutade de Los Simpsons: su personalidad se reduce a sus inconfundibles anteojos- por momentos cansa. Pero sus invitados (de Herbie Hancock a los tres agentes de The Police, juntos y por separado, pasando por Elton John y Levon "The Band" Helm) y las conversaciones plagadas de una trivia musical inagotable hacen que el programa resulte adictivo.

Y yo caí justo en el final del programa en el que coincidían Renée Fleming, Rufus Wainwright y su madre Kate McGarrigle, y juntos hacían "The Scarlet Tide" del propio Costello y T-Bone Burnett. Una de esas canciones que funcionan como un himno de despedida, como la canción perfecta para musicalizar la escena del funeral de cualquier biopic de un músico country & western. Y no sé si funcionaría como homenaje a Anthony Rolfe-Johnson -aunque la presencia de Renée Fleming podría servir de intermediario con el mundo de la ópera, sobre todo con un Rufus Wainwright que, cada vez más, coquetea con el género-, pero seguro sirve como homenaje a Kate McGarrigle, fallecida a comienzos de este año. Un capítulo que se cierra en la saga de la familia Wainwright, otro de esos clanes disfuncionales de la música popular norteamericana, como los Carter, como los Allman. Una familia muy normal.

Y ya que estamos, pienso en T-Bone Burnett y su reciente Oscar por "The weary kind", una de las canciones que atraviesan Crazy Heart, la película en la que Jeff Bridges interpreta a un cantante country en las últimas, un personaje que no desentonaría en un relato de David Foster Wallace. T-Bone Burnett, compañero de ruta de Dylan en la época de la Rolling Thunder Revue, parece haber comprendido como nadie el secreto de esas canciones que se escriben hoy, pero que suenan como ayer y que se van a seguir escuchando siempre. Canciones para esos viajes en una ruta hacia cualquier parte, grabadas por una orquesta de bodas y funerales.

Canciones para descansar en paz cuando uno está cansado.

Canciones que dan fuerza para levantarse y seguir andando.

lunes, 5 de julio de 2010

"pari siamo"


A veces –no muchas, es cierto–, la ópera demuestra, todavía hoy, por qué pudo ser alguna vez un fenómeno arrasador, al punto de aspirar a esos rótulos un poco rimbombantes de “obra de arte total”, “espectáculo máximo” y muchos otros etcéteras. Ayer pasó algo en el Teatro Argentino de La Plata, y todavía hoy me cuesta encontrar las palabras justas para describirlo. Lo voy a intentar, de cualquier modo, porque intuyo que el tema habrá de reaparecer en el futuro, en otras circunstancias, en algún otro de esos momentos a los que algunas personas se apurarían a calificar de “mágicos”. Yo no; no creo en la magia. Pero, insisto, algo pasó y merece que uno se detenga a analizarlo.

Por cierto, no me atrevería a hacer una crítica de lo que ocurrió arriba del escenario. O sí, pero aclarando de antemano que mi trabajo en el Teatro seguramente influye en mi percepción de sus producciones. Lo digo rápido, entonces: la producción de Rigoletto me pareció extraordinaria, con algunos cantantes superlativos –Sabina Puértolas, sobre todo–, con una marcación actoral brillante y una potencia visual por momentos deslumbrante. Una demostración de que se la modernidad y riqueza de una puesta no pasa por la época a la que remiten la escenografía y el vestuario –aquí se trataba inequívocamente de la Mantua renacentista–, sino por la contundencia con la que la se plasma la acción. O sea, lo que ocurrió arriba del escenario fue algo decididamente espectacular. Pero no es de eso de lo que quería hablar.

Seguramente, todo eso que se vio y se escuchó en el escenario influyó mucho. Acaso no habría sucedido si la ópera hubiese sido otra, o si hubiese sido la misma, pero realizada de otra manera. Pero, por caso, también me tocó presenciar grandes espectáculos sin que el público demostrara mucho más que un módico entusiasmo. Y lo de ayer fue otra cosa. Y aquí llega el meollo de la cuestión. Porque si bien es cierto que el entusiasmo del público fue generado por lo que ocurría en el escenario, no me sorprendería que el grado de entrega de los artistas se haya visto potenciado por esa energía que se sentía en la sala. Así se explica, por ejemplo, que la función haya ido subiendo en intensidad. Intuyo que el público de anoche en el Teatro Argentino es lo que más se acerca a ese público ideal sobre el tantas cosas se han escrito. Un público generosamente receptivo pero, además, absolutamente entregado a unos artistas que devuelven con creces esa entrega. La sala llena, las ovaciones casi interminables son lo de menos. Son ciertos silencios, ciertos gestos, los que mejor describen esa entrega. Muchos, seguramente, asistían por primera vez a una ópera, o al menos, veían Rigoletto por primera vez, aunque ya conocieran –algunos hasta intentaron tararearla y fueron rápidamente silenciados– “La donna è mobile”. Seguramente ése era el caso de un grupo de señoras sentadas una filas más atrás: en el momento en que Rigoletto, dispuesto a arrojar al río lo que él cree que es el cadáver de su enemigo, escucha a lo lejos, entre los últimos ecos de la tormenta, la voz del Duque cantando una vez más su desagradable tonada, las señoras exclamaron un “¡Ay, no!” –llevándose, imagino, las manos a la boca, espantadas por la escena–. Lo espontáneo del gesto, el silencio que envolvía la escena, la profunda empatía con el drama, hicieron de ese momento uno de los más hermosos que viví en un teatro.

Por eso se los quería contar.

PS: no sabía si agregar o no una moraleja a todo el asunto, así que la incorporo aquí, casi entre paréntesis. Me pregunto –aún sabiendo que son dos niveles completamente diversos de relacionarse con una obra de arte– si el público que reacciona así ante, por caso, Rigoletto, no “conoce” la obra de un modo más íntimo (no me animo a escribir “verdadero”) que uno que percibe los mecanismos que ponen en funcionamiento todo el asunto. Me pregunto, en definitiva, si la inocencia que perdimos los críticos no debe ser objeto de nuestra nostalgia, en lugar de la tan habitual condescendencia.