lunes, 23 de noviembre de 2009

debe ser navidad


Un fantasma recorre Europa, como cada vez que se acerca eso que en Argentina llamamos “las fiestas”. En las plazas alemanas ya empezaron a armarse los mercados navideños, los coros ingleses ya están ensayando El Mesías de Haendel y en Italia aprovechan para reciclar las guirnaldas rojas, blancas y verdes de los festejos del mundial 2006 y pedirle a Babbo Natale que lo convenza a Marcello Lippi para que convoque a Cassano a la Nazionale. Este año fueron buenos chicos, se portaron bien y apenas arreglaron uno o dos partidos, nada grave.

El que fue un chico muy, muy malo fue ese otro ícono de vientre profuso, Diego Armando Maradona, que, al igual que aquel gordo simpático que vive en el Polo Norte, también tiene una listita con los nombres de los niños que se portaron bien y otra con los nombres de los niños que se portaron mal. Y a los que se portaron mal, ya se sabe qué les toca. Lo curioso del asunto es que al Diegote Noel lo castigó un señor con nombre de reno (Prancer, Dancer, Blatter...), que al parecer, también tiene su propia listita, según la cual al niño Thierry Henry se le perdona su juego de manos, y los partidos arreglados de las últimas ediciones de la Champions League (el más reciente escandalete de la UEFA) no alteran en nada el buen nombre de los clubes que se alzaron con el trofeo. Eso sí: nada de groserías en la mesa. No hablen con la boca llena y todas esas cosas.

Mientras, en el norte de Italia, la gente de la Lega Nord ya está preparando su Navidad Blanca: la ciudad de Coccaglio se propuso deportar a todos los inmigrantes ilegales antes del 24 de diciembre. Es la misma gente que propone reemplazar el actual himno italiano por el “Va’ pensiero” de Verdi, ese que alguna vez se cantó como símbolo de la unidad de la península y que ahora, poco a poco, se está convirtiendo en sinónimo de intolerancia. Ocurre que aquí, en Italia, el gobierno central deja en manos de las administraciones regionales la política inmigratoria. Y entonces, si la gente de Coccaglio decide entender la expresión “Natale Bianco” en su sentido más brutalmente literal, al parecer nadie puede impedirlo. Dicen que Micky Vainilla va a venir a pasar la Navidad en Italia, atraído por los afiches que rezan “Va a estar bueno Coccaglio”.

Por suerte, como comentó alguien en la web, también hay noticias que nos reconcilian con el espíritu navideño, y ahí está, como prueba irrefutable, “Must be Santa”: el más reciente y delirante video de Bob Dylan, que parece filmado por Woody Allen después de juntar a toda (sí, toda) su familia para un brindis de fin de año. Y a propósito: hay muchos, pero muchos comentarios en los blogs quejándose del hecho de que un judío grabe un disco de canciones navideñas... y no sólo en sitios web del norte de Italia. Una cosa es segura: Mel Gibson no va a dirigir el próximo video de Christmas in the Heart.

A mí el video de “Must be Santa” me pareció increíblemente gracioso. Imposible no soltar un Ho Ho Ho después de ver esa peluca estilo Tom Petty que usa Dylan, o después de escuchar el verso en el que se recitan los nombres de los renos: “Prancer, Dancer, Dasher, Vixen / Reagan, Carter, Bush & Nixon”. O ese cruce de miradas justo antes de la placa “The End”. Y no leí la edición en español de las Crónicas, vol. 1 de Dylan –recientemente editadas en versión de bolsillo–, pero, a juzgar por la edición norteamericana, podría ser un ítem ideal para incluir en la lista de regalos de este año. Yo voy a pedir que, en el transcurso del año próximo, salga el vol. 2.

Y estamos de acuerdo: puede ser que Dylan no gane el Nobel de Literatura. Pero al menos podemos regocijarnos con el hecho de que Obama haya obtenido el Nobel de la Paz y, para celebrar, haya decidido enviarles a todos esos chicos norteamericanos que se portaron tan bien en Afganistán otros 34.000 amiguitos para que jueguen con ellos esta Navidad.

Ho Ho Ho.

jueves, 19 de noviembre de 2009

el contra


A veces, uno puede lanzar una despiadada crítica disfrazada de supuesto elogio. A la inversa, no faltan quienes, en determinadas críticas, son capaces de leer elogios sinceros. Ahí está, por ejemplo, el célebre dictum cageano según el cual el mejor compositor europeo es un argentino. Y mi pieza favorita de crítica musical, en la que se compara la obra de Anton Webern con "el llanto de una ameba".

Pero, como reza el adagio, res non verba ("las vacas no hablan"): mucho más que las palabras, resultan interesantes ciertos ocurrentes ejercicios de crítica musical aplicada. Metamúsica, o algo así. Por ejemplo:
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El sello col legno acaba de editar Kontra-Wagner, un disco que recoge uno de los recitales de la serie Kontrapunkte (los conciertos de cámara del Festival de Salzburgo), generalmente "curados" por alguna que otra personalidad (Maurizio Pollini, Claudio Abbado, etc.). Kontra-Wagner tiene como eje -ya habrán adivinado- obras escritas por, sobre, desde, hacia, contra, con, según, sin, so y tras Wagner, entre otras preposiciones. Hay, entre esas obras, algunas genialidades, como La obertura del Holandés errante interpretada una mañana por una pequeña orquesta de pueblo sin ensayar, para cuarteto de cuerdas, cortesía de Paul Hindemith. O unas Csárdas sobre temas de Tristán e Isolda de Vittorio Monti. Y, como cierre, una Serenata para clarinete y trío de cuerdas de Ernst Krenek y un Movimiento para trío de Webern. Una ameba en Bayreuth.

Lo interesante es que esas obras, en las que opera un gesto de "profanación" ciertamente efectivo, acaban por demostrar (a su pesar o no, eso no importa) la capacidad de transformación de la música de Wagner. Que, en esas bromas, demuestra una flexibilidad que muchas veces sus propios epígonos le niegan. Más apropiada, en cualquier caso, parece la actitud de Glenn Gould, que en este video anuncia su deseo de interpretar "no-literalmente" e "inexactamente" el preludio de Los maestros cantores de Nürnberg.
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"¡Sorpresa, sorpresa!", se le escucha decir, entre el contrapunto wagneriano.

jueves, 12 de noviembre de 2009

el caso makrípolis

Se anunció la temporada 2010 del Teatro Argentino de La Plata. Mi trabajo como editor de la revista del Teatro me obliga a obviar mayores comentarios al respecto, que podrían considerarse sesgados y dictados por el mero interés.

Pero también se anunció la temporada 2010 del Teatro Colón y, ahí sí, nada me impide dejar caer algún que otro comentario. Que, sin duda, alguno calificará de igualmente sesgado, en tanto alguna vez fui editor de la revista de ese teatro. O sea que estos comentarios estarían dictados por el resentimiento, en el mejor de los casos.

En el peor de los casos, todo lo dicho aquí sería cierto.

Para mí, lo mejor del PDF informativo que está circulando es la imagen de presentación de la temporada. Algo ha dicho ya al respecto Abel Gilbert en el blog de Martín Liut, y poco hay que agregar a esas observaciones, o las de Diego Fischerman esta mañana en Página/12. Pero digamos que los señores empelucados espiando a través del telón delatan una cierta forma de ver las cosas. O de no verlas.

O sea, que nada hay que objetar a la presencia de nombres como los de András Schiff, Nelson Freire, Daniel Barenboim, y otros... Y ni siquiera es cuestión de caer en la sospecha -de cualquier modo justificada, dada la historia reciente del Teatro y de la Ciudad que lo alberga- acerca de si finalmente tendrán lugar cada una de las 183 funciones que se anuncian. Supongamos que sí. Que la Orquesta de La Scala ofrece su versión de concierto de Aída y que Schiff arremete con el Emperador de Beethoven junto a la Filarmónica.

Y todo lo demás también.

¿Por qué, de pronto, ese big bang? ¿Cuál es el secreto hilo que va de la celebración del centenario de la sala en 2008, triste y solitaria, a este anuncio de pelucas blancas y promesas de grandes glorias? Me animo a pensar que, entre uno y otro extremo, no cambió nada. Que las pelucas, como bien señala Abel, son una clara manifestación del simulacro. Que las palabras del Jefe de Gobierno en el folleto, en las que la palabra "cultura" es mencionada al menos una vez en cada párrafo, van en esa misma dirección: una lógica de gestos y ademanes. Y atrás del telón, nada.

Ahí están, por caso, los títulos para los conciertos de la Filarmónica. Una temporada New Age, con títulos como "De reinos lejanos", "Auroras boreales", "Camino a la cumbre", "Murmullos del futuro", "Música de las estrellas", "Flemáticos apasionados"... Nombres intercambiables. Significantes vacíos.

Va a estar bueno.

lunes, 2 de noviembre de 2009

el espartano



No sé cómo será la ciudad en verano, en plena temporada del Festival, pero Bayreuth en otoño parece un episodio de la Dimensión Desconocida. Aquél en el que un hombre despierta y la ciudad está vacía y lo único que se escucha es el ruido del viento a través de los árboles. O un cuento de Poe, en el que la escasa tripulación de un buque fantasma se mueve sobre cubierta sin advertir la presencia del extranjero. Se escucha, cada tanto, algún que otro cuervo.

Y es muy extraño caminar por calles vacías con nombres como “Tristanstrasse”, “Nibelungenstrasse”, “Walkürenstrasse” y otras lindezas por el estilo, porque, lejos de parecer el set de El señor de los anillos, la ciudad que eligió Wagner para construír su propia Comarca es la manifestación más acabada de la austeridad. En Bayreuth no hay nada. Como si Wagner hubiese hecho suyo el dictum de Bolaño: non in Arcadia, sed in Esparta ego.

Desde luego, una explicación posible es que la megalomanía de Wagner lo llevó a elegir un lugar en el que nada le pudiera hacer sombra: el viajero que llegara a Bayreuth llegaría sólo para verlo a él. La otra explicación, la de considerar sincero el elogio de la austeridad, me parece, sin embargo, más plausible. O, digámoslo así: parece, en otoño, la explicación más plausible. Al visitante de verano, al público de los Festivales, bien puede parecerle lo contrario.

Y ya habrá alguno que sugiera que “austeridad wagneriana” es una suerte de oxýmoron flagrante. Sin embargo, recorriendo los parques vacíos de la Festspielhaus, visitando los pasillos desiertos, la sala construída íntegramente en madera y desprovista de cualquier tipo de ornamentación que distraiga la mirada, la sensación es la que producen algunas de las desnudas catedrales luteranas de la Baja Sajonia. (El Franz Liszt que escribió La lúgubre góndola y RW – Venezia 1883 debe haber sentido lo mismo cuando pidió ser enterrado allí, en el cementerio de Bayreuth. Y su hija Cósima acertó al convocar para la ceremonia de Requiem a un organista necrófilo y admirador de la familia: hoy una placa recuerda el paso de Anton Bruckner por la Schlosskirche de Bayreuth para la ocasión de los funerales del suegro de Wagner.)

La sensación de irrealidad se multiplica al tomar la Richard Wagner Strasse y llegar a la casa Wahnfried, la residencia de Wagner hoy convertida en museo. Reforzada, en mi caso, por el hecho de haber llegado tarde, cuando el museo ya estaba cerrando sus puertas y las visitas habían terminado. Anochecía –“crepúsculo” u “ocaso” serían las palabras más apropiadamente wagnerianas– y la guía del museo me permitió entrar y recorrer la casa por mi cuenta mientras ella apagaba el equipo de música que transmitía el preludio de Parsifal por los parlantes. Así fue que me encontré, de pronto, caminando solo en una casa en penumbras, con el murmullo de la madera que crujía al subir los escalones, el único sonido que intermitentemente subrayaba el silencio.

A la salida, la guía me recordó que podía recorrer el parque de la Haus Wahnfried sin ninguna prisa. “El parque es público”, me dijo. Y agregó con cierta timidez, como quien dice algo que sabe que su interlocutor ya conoce: “Allí están enterrados Wagner y Cósima”.

Ya era prácticamente de noche cuando entré al parque y faltaba más de una hora para que saliera mi tren. Me senté entre los árboles y pensé en ese nombre, Wahnfried, que Wagner había elegido para bautizar su última residencia. El tipo de paz que uno encuentra al alejarse de la locura del mundo. Una persona atravesó el parque a la carrera, para acortar camino hacia quién sabe dónde. No sé si advirtió que había alguien entre los árboles, y ni siquiera sé si era consciente de que allí, entre esos mismos árboles, bajo una misma lápida, descansan los restos de Richard Wagner y Cósima Liszt. No hay forma de saberlo a menos que alguien te lo diga.

En otro gesto de austeridad, o de espartana megalomanía, la lápida no dice absolutamente nada.